El vuelo de la US Air salía a las 6.40 de la mañana, por lo cual Ray tendría que abandonar Clanton no más tarde de las cinco. Ello dio lugar a que sólo durmiera unas tres horas, lo normal en Maple Run. Durmió en el primer avión, así como en el aeropuerto de Pittsburgh y durante el vuelo a Charlottesville. Inspeccionó su apartamento y se quedó dormido en el sofá.
El dinero estaba intacto. No se había producido ninguna entrada no autorizada en sus pequeñas unidades de almacenamiento de Chaneys. No se observaba nada fuera de lo corriente. Se encerró en el interior de la 18R, abrió las cinco cajas herméticas y contó cincuenta y tres bolsas isotérmicas.
Sentado en el suelo de hormigón con tres millones de dólares esparcidos a su alrededor, Ray Atlee reconoció finalmente la importancia que ahora había adquirido el dinero. Lo peor de la víspera había sido la posibilidad de perderlo. Ahora temía dejarlo allí.
En el transcurso de las últimas tres semanas, había experimentado más curiosidad por el precio de las cosas, por lo que se podía comprar con dinero, por la manera en que éste podía aumentar en caso de que se invirtiera de manera conservadora o bien agresiva. A veces se consideraba rico, pero inmediatamente rechazaba semejante idea. Últimamente estos pensamientos se hallaban siempre presentes, justo bajo la superficie, y asomaban cada vez más a menudo. Poco a poco, estaba encontrando respuestas a las preguntas: no, no era falso; no, no se podía averiguar su procedencia; no, no se había ganado en los casinos; no, no se lo había sacado a los abogados y los querellantes del Tribunal de Equidad del distrito Veinticinco.
Y no, no debería repartirse el dinero con Forrest porque eso significaría su perdición. No, no debía incluirlo en el testamento por varias excelentes razones. Eliminó una a una las distintas alternativas. Era posible que se viera obligado a quedarse con él. Cuando llamaron enérgicamente a la puerta metálica, estuvo a punto de pegar un grito. Se levantó de un salto y preguntó casi chillando:
—¿Quién es?
—Servicio de seguridad —le contestaron, y la voz le sonó vagamente familiar. Ray pasó por encima del dinero y se acercó a la puerta, abriéndola apenas unos centímetros. El señor Murray lo estaba mirando con una sonrisa en los labios.
—¿Todo bien por aquí? —preguntó más como un portero que como un guarda de seguridad.
—Sí, gracias —contestó Ray con el corazón todavía oprimido por el susto.
—Si necesita algo, no tiene más que decirlo.
—Gracias por lo de anoche.
—Es mi trabajo.
Ray volvió a guardar el dinero en las cajas, cerró la puerta y atravesó la ciudad sin perder de vista el espejo retrovisor.
El propietario de su apartamento envió a unos carpinteros mexicanos para que arreglaran los desperfectos de las dos puertas. Estos se pasaron toda la tarde serrando y dando martillazos y, al terminar, aceptaron de buen grado una cerveza fría. Ray conversó con ellos procurando mantenerlos apartados de su estudio. Había un montón de cartas sobre la mesa de la cocina. Tras haberse pasado casi todo el día sin prestarles atención, se sentó para echarles un vistazo. Facturas pendientes. Catálogos y propaganda. Tres notas de pésame.
Una carta de Hacienda dirigida al señor Ray Atlee, albacea del testamento de Reuben V Atlee, fechada en Atlanta dos días atrás. Estudió cuidadosamente el sobre antes de abrirlo muy despacio. Una sola hoja de papel oficial de un tal Martin Gage, Oficina de Investigaciones Penales, de la Delegación de Atlanta. Decía lo siguiente:
Estimado señor Atlee:
Como albacea testamentario de su padre, se le exige legalmente que incluya todos los bienes a efectos de evaluación y tributación. La ocultación de bienes puede constituir un delito tributario. La enajenación de bienes constituye una infracción de la legislación de Misisipí y posiblemente también de la legislación federal.
MARTIN GAGE
Investigador penal
Su primer impulso fue llamar a Harry Rex para averiguar qué datos se habían facilitado a Hacienda. Como albacea, disponía de todo un año para presentar el informe final y, según el contable, solían concederse generosas prórrogas.
La carta se había echado al correo al día siguiente de que él y Harry Rex acudieran al juzgado para abrir el testamento. ¿Por qué razón Hacienda había actuado con semejante rapidez? ¿Y cómo era posible que tuvieran conocimiento de la defunción de Reuben Atlee?
En su lugar, llamó al número de la oficina que figuraba en el membrete. Un mensaje grabado le daba la bienvenida al mundo de la delegación de Hacienda de la oficina de Atlanta, pero le informaba de que tendría que llamar el lunes, pues los sábados no trabajaban. Entró en Internet y, en la guía telefónica de Atlanta, encontró a tres Martin Gage. El primero al que llamó no estaba en la ciudad, pero su mujer le dijo que no trabajaba en Hacienda, a Dios gracias. La segunda llamada no obtuvo respuesta. La tercera sorprendió al señor Martin Gage comiendo.
—¿Trabaja usted en Hacienda? —le preguntó Ray, tras haberse presentado amablemente como profesor de Derecho y pedir disculpas por la intromisión.
—Sí —contestó Gage.
—¿En Investigaciones Penales?
—Sí, soy yo. Desde hace catorce años.
Ray le describió la carta y después se la leyó al pie de la letra.
—Yo no he escrito eso —aseguró Gage.
—Entonces, ¿quién lo ha hecho? —preguntó Ray e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho.
—¿Cómo quiere que lo sepa? ¿Podría mandármela por fax?
Ray contempló su fax y, pensando a toda velocidad, contestó:
—Por supuesto que sí, pero resulta que tengo el fax en mi despacho. Lo haré el unes.
—Escanéela y envíemela por e-mail —dijo Gage.
—Bueno, es que en este momento tengo el escáner estropeado. Se la enviaré por fax el lunes, si no le importa.
—Como prefiera, pero alguien le está tomando el pelo, amigo. Esta carta no la he escrito yo.
Ray experimentó el súbito deseo de librarse de Hacienda, pero ahora Gage ya estaba metido en el asunto.
—Y otra cosa —añadió Gage—. Hacerse pasar por funcionario de Hacienda es un delito federal que perseguimos con la máxima severidad. ¿Tiene alguna sospecha de quién; puede ser?
—Ni idea.
—Probablemente han obtenido mi nombre de nuestra guía online. Es la peor idea que hemos tenido. La libertad de información y todas estas bobadas.
—Comprendo.
—¿Cuándo se abrió el testamento?
—Hace tres días.
—¡Tres días! No es preciso presentar el informe hasta dentro de un año.
—Lo sé.
—¿Qué contiene el testamento?
—Nada. Una casa vieja.
—Habrá sido un chalado. Envíeme la carta el lunes y yo le llamaré.
—Gracias.
Ray colgó el teléfono de la mesita auxiliar y se preguntó por qué demonios había llamado a Hacienda.
Para comprobar la autenticidad de la carta.
Gage jamás recibiría la copia y en cuestión de un mes se olvidaría del asunto. Al cabo de un año seguramente no lo recordaría a menos que alguien se lo mencionara.
Tal vez no había sido su gesto más inteligente hasta aquel momento.
Forrest ya se había acostumbrado a la rutina de Alcorn Village. Le permitían hacer dos llamadas al día, aunque las grababan.
—No quieren que llamemos a nuestros camellos.
—No tiene gracia —dijo Ray.
Forrest tenía la mente muy clara y hablaba como cuando estaba sereno, arrastrando suavemente las palabras.
—¿Por qué estás en Virginia?
—Vivo aquí.
—Pensé que estarías visitando a los viejos amigos, a los antiguos compañeros de la facultad.
—No tardaré en volver. ¿Qué tal es la comida?
—Como en todas las clínicas: gelatina tres veces al día, pero siempre de distinto color. Una porquería, la verdad. Por más de trescientos dólares al día, es un atraco.
—¿Hay alguna chica guapa?
—Una, pero tiene catorce años y es nada menos que la hija de un Juez, imagínate. Aquí hay gente muy jodida. Hacemos una terapia de grupo una vez al día y todo el mundo maldice a quien lo inició en la droga. Hablamos de nuestros problemas. Nos ayudamos mutuamente. Te aseguro que yo sé más que los asesores. Es mi octavo programa de desintoxicación, hermano, ¿te imaginas?
—Pues parece mucho más —dijo Ray.
—Gracias por ayudarme. ¿Y sabes lo que más me fastidia?
—¿Qué?
—Cuando estoy limpio, me siento más feliz que nunca. Me encuentro de maravilla, me siento a gusto y soy capaz de hacer cualquier cosa que me proponga. Después me aborrezco a mí mismo por salir a la calle y cometer todas las estupideces que hacen los demás cabrones. No sé por qué lo hago.
—Pareces muy animado, Forrest.
—Me gusta este sitio, aparte de la comida.
—Estupendo, me siento orgulloso de ti.
—¿Podrás venir a verme?
—Por supuesto. Dame un par de días.
Ray se puso en contacto con Harry Rex, que se encontraba en su despacho, donde solía pasar los fines de semana. Con cuatro mujeres a su cargo, tenía sobradas razones para no parar demasiado en casa.
—¿Recuerdas un caso que llevó el Juez en la costa a principios del año pasado? —le preguntó Ray.
Harry Rex estaba comiendo algo y el ruido que producía al masticar se oía a través del teléfono.
—¿En la costa? Odiaba la costa, pensaba que eran todos unos patanes mafiosos.
—Le pagaron por un juicio allí en enero del año pasado.
—El año pasado estuvo enfermo —señaló Harry Rex, tomando un sorbo de algo.
—Le diagnosticaron el cáncer en julio.
—No recuerdo nada de eso —respondió Harry Rex, hincando el diente en otra cosa—. Me sorprende mucho.
—A mí también.
—¿Por qué estás revisando las carpetas?
—Estoy cotejando sus ingresos con las carpetas de los juicios.
—¿Por qué?
—Porque soy el albacea.
—Perdona. ¿Cuándo vuelves?
—Dentro de un par de días.
—Ah, por cierto, hoy me he tropezado con Claudia. Llevaba meses sin verla. Se planta a primera hora de la mañana en la ciudad, aparca un Cadillac negro y flamante cerca del Coffee Shop para que todo el mundo la vea y dedica media mañana a pasear por la ciudad. Menuda pieza está hecha.
Ray no pudo por menos de sonreír al imaginarse a Claudia corriendo al concesionario de automóviles con los bolsillos llenos de dinero en efectivo. El Juez habría estado orgulloso.
El sueño consistió tan sólo en unas breves siestas en el sofá, porque las paredes crujían más que de costumbre, los respiraderos y las cañerías parecían más activos, los objetos parecían moverse. No obstante, el apartamento estaba tan tranquilo como antes del intento de robo.