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Ray había llegado a la conclusión de que el dinero se había empezado a acumular a partir del año 1991, cuando el Juez abandonó el ejercicio de su profesión: con anterioridad Claudia había estado con él y ella no sabía nada del dinero. Éste no procedía de ningún tipo de corrupción y no tenía nada que ver con el juego.

Tampoco era el fruto de unas hábiles inversiones, pues Ray no había encontrado la menor prueba de que el Juez hubiera comprado o vendido jamás una sola acción o un solo bono. El contable contratado por Harry Rex para que reconstruyera todos los documentos y calculara la última declaración de la renta tampoco había encontrado nada. Al parecer resultaba muy fácil seguir las actividades monetarias del Juez, pues éste efectuaba todas sus transacciones a través del First National Bank de Clanton.

Ray no estaba en absoluto de acuerdo con el contable.

Había casi cuarenta cajas llenas de viejas e inútiles carpetas repartidas por toda la casa. Los empleados del servicio de limpieza las habían recogido y amontonado en el estudio del Juez y en el comedor. Tardó unas cuantas horas, pero, al final, encontró lo que buscaba. Dos de las cajas contenían las notas y la investigación —las «carpetas del juicio», tal como siempre las llamaba el Juez— relativas a los casos que había llevado como Juez de equidad especial tras su derrota de 1991.

Durante un juicio, el Juez escribía sin cesar en cuadernos de apuntes tamaño folio. Anotaba fechas, horas, datos importantes, cualquier cosa que le ayudara a formarse una idea final del caso. A menudo, interrumpía una pregunta a un testigo. Con frecuencia utilizaba las notas para corregir a los abogados. Más de una vez, Ray le había oído decir en broma, en su despacho privado, naturalmente, que el hecho de tomar notas lo ayudaba a mantenerse despierto. En el transcurso de un juicio largo, podía llegar a llenar veinte cuadernos de notas.

Por el hecho de haber sido abogado antes que Juez, había conservado la costumbre de archivarlo y guardarlo todo. La carpeta de un juicio estaba integrada por sus notas, las copias de los casos en los que se basaban los abogados, las copias de distintas secciones del código, decretos e incluso informes que no figuraban en los archivos del tribunal. Con el paso de los años, las carpetas de los juicios habían resultado cada vez más inútiles y habían llegado a llenar cuarenta cajas.

Según sus declaraciones de la renta, el Juez había obtenido unos ingresos anuales de unos cuantos miles de dólares, juzgando casos que otros rechazaban.

En las zonas rurales no era insólito que una disputa fuera demasiado delicada para un Juez electo. Una parte presentaba una petición, solicitando que el Juez se inhibiera del asunto y entonces éste fingía estudiar la cuestión, manifestando su voluntad de mostrarse justo e imparcial al margen de los hechos y de los querellantes. Al final, no obstante, era bastante frecuente que acabara cediendo el caso a un viejo compañero de otra zona del estado. El Juez de equidad especial intervenía sin el peso de un conocimiento previo y juzgaba el caso sin necesidad de tener en cuenta una posible reelección.

En algunas jurisdicciones la actividad de los jueces de equidad especiales permitía agilizar los procesos pendientes. De vez en cuando, sustituían a un Juez indispuesto. Casi todos ellos estaban retirados. El estado les pagaba cincuenta dólares la hora, más gastos.

En 1992, al año siguiente de su derrota, el Juez Atlee no había ingresado ninguna cantidad adicional. En 1993 le habían pagado 5800 dólares. El año en que había estado más activo —1996— había cobrado 16.800 dólares. En 1999, había cobrado 8760, pero había pasado largos períodos enfermo.

La suma total de sus ingresos como Juez de equidad especial había sido de 56.590 dólares a lo largo de siete años, y todos ellos se habían incluido en las declaraciones de la renta.

Ray quería saber qué clase de casos había juzgado el Juez Atlee en los últimos años. Harry Rex le había comentado uno: el sensacional juicio de divorcio de un gobernador. La carpeta del juicio medía diez centímetros de grosor e incluía recortes del periódico de Jackson con fotografías del gobernador, de la que pronto se iba a convertir en su exesposa y de una mujer a la que se consideraba su amante en aquellos momentos. El juicio duró dos semanas y el Juez Atlee, según sus notas, parecía haberlo pasado muy bien.

En Hattiesburg se había juzgado un caso de anexión que había durado dos semanas y había provocado las iras de todos los implicados. La ciudad se estaba expandiendo hacia el este y tenía la vista puesta en algunos solares industriales de primera categoría. El Juez Atlee había reunido a todos los interesados en el juicio. También se conservaban algunos artículos de periódico, pero, tras haberse pasado una hora leyendo, Ray empezó a cansarse de todo aquello. Le resultaba inconcebible que alguien pudiera presidir el tribunal durante un mes.

Al menos aquella actividad reportaba dinero.

El Juez Atlee se había pasado ocho días del año 1995 presidiendo un juicio en la pequeña ciudad de Kosciusko, a dos horas de distancia por carretera. Sin embargo, a juzgar por sus carpetas, el juicio no había revestido la menor importancia.

En el año 1995 se había producido en el condado de Tishomingo una espantosa colisión con un camión cisterna. Cinco adolescentes habían quedado atrapados en el interior de un automóvil y habían muerto calcinados. Puesto que eran menores de edad, la jurisdicción correspondía al Tribunal de Equidad. Un Juez de equidad era pariente de una de las víctimas.

El otro estaba agonizando a causa de un tumor cerebral. Convocaron al Juez Atlee y éste presidió un juicio que duró dos días y terminó con un acuerdo de siete millones cuatrocientos mil dólares. Un tercio fue para los abogados de los adolescentes y el resto para sus familiares.

Ray depositó la carpeta en el sofá del Juez, junto a la del caso de anexión territorial. Estaba sentado en el suelo del estudio, recién encerado, bajo la vigilante mirada del general Forrest. Tenía una vaga idea de lo que estaba haciendo, pero no sabía muy bien cómo realizarlo. Seguir revisando las carpetas, elegir las que se referían a cuestiones de dinero y ver hacia dónde lo conducía la pista.

El dinero que había descubierto a menos de tres metros del lugar donde él se encontraba en aquellos momentos tenía que haber salido de algún sitio.

Sonó su móvil. Era una empresa de alarmas de Charlottesville con un mensaje grabado según el cual se estaba produciendo un allanamiento de morada en su apartamento. Ray se levantó de un salto y se puso al aparato antes de que terminara el mensaje. La misma llamada se efectuaría simultáneamente a la policía y a Corey Crawford. Este lo telefoneó a los pocos segundos.

—Voy para allá —le dijo, hablando como si estuviera corriendo.

Ya eran casi las diez y media en Charlottesville.

Ray recorrió toda la casa, dominado por un implacable sentimiento de impotencia. Crawford volvió a llamarlo al cabo de quince minutos.

—Estoy aquí —le informó—. Con la policía. Alguien ha manipulado la cerradura de la puerta de abajo y después la del estudio. Eso es lo que ha disparado la alarma. No disponían de mucho tiempo. ¿Qué hemos de comprobar?

—Allí no hay nada de especial valor —contestó Ray, tratando de adivinar qué estaría buscando el ladrón.

Ni dinero, ni joyas, ni objetos artísticos, rifles de caza, oro o plata.

—La televisión, el equipo de música, el microondas, todo está en su sitio —dijo Crawford—. Han esparcido por el suelo libros y revistas, han derribado la mesa junto al teléfono de la cocina, pero tenían mucha prisa. ¿Algo en particular?

—No, no se me ocurre nada.

Ray oyó de fondo el chirrido de una radio de la policía.

—¿Cuántos dormitorios? —preguntó Crawford mientras recorría el apartamento.

—Dos, el mío es el de la derecha.

—Todas las puertas de los armarios están abiertas. Andan buscando algo. ¿Tiene idea de lo que puede ser?

—No —contestó Ray.

—No hay señales de que hayan entrado en el otro dormitorio —le dijo Crawford e inmediatamente empezó a hablar con dos policías—. Espere un momento —añadió.

Ray se encontraba de pie junto a la puerta principal, mirando a través de la cancela, mientras trataba de establecer la manera más rápida de regresar a su casa.

Los policías y Crawford llegaron a la conclusión de que había sido un golpe rápido por parte de un ladrón experto que se había visto sorprendido por la alarma. Había abierto las dos puertas con una ganzúa sin apenas causar daños, se había percatado de que había una alarma, había recorrido a toda prisa el apartamento en busca de algo y, al no encontrarlo, había esparcido algunas cosas por el suelo por simple capricho y había huido a toda prisa. Él, o tal vez ellos, pues podía haber sido más de uno.

—Tiene que venir para comunicar a la policía si falta algo y para presentar un informe —le dijo Crawford.

—Mañana estaré allí —prometió Ray—. ¿Puede asegurar el apartamento esta noche?

—Sí, ya se me ocurrirá algo.

—Llámeme cuando se hayan ido los agentes.

Se sentó en los peldaños de la entrada y escuchó al canto de los grillos, deseando estar en Chaneys Self-Storage, sentado en la oscuridad con una de las armas del Juez, dispuesto a saltarle la tapa de los sesos a cualquiera que se le acercara. Llamó a Fog Newton, pero no obtuvo respuesta.

Su teléfono volvió a sobresaltarlo.

—Estoy todavía en el apartamento —informó Crawford.

—No creo que haya sido un intento de robo casual —dijo Ray.

—Me habló de algunos objetos de valor, pertenencias de la familia, que usted guardó en Chaneys Self-Storage.

—Sí. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda usted vigilar el lugar esta noche?

—Allí tienen fuertes medidas de seguridad, con guardas y cámaras. Son unas instalaciones bien vigiladas.

Crawford parecía cansado y no debía de apetecerle demasiado la idea de pasarse toda la noche durmiendo en el interior de un automóvil.

—¿Podría usted hacerlo?

—No me permitirían entrar en el recinto. Hay que ser cliente.

—Vigile la entrada.

Crawford soltó un gruñido y respiró hondo.

—Sí, echaré un vistazo y tal vez envíe a un hombre.

—Gracias. Lo llamaré mañana cuando llegue a la ciudad.

Llamó a Chaneys, pero no obtuvo respuesta. Esperó cinco minutos, volvió a llamar, contó catorce timbrazos y finalmente oyó una voz.

—Chaneys, servicio de seguridad, Murray al habla.

Ray le explicó muy cortésmente quién era y qué quería. Había alquilado tres naves y estaba un poco preocupado porque alguien había saqueado su apartamento en el centro de la ciudad, ¿podría el señor Murray, si fuera tan amable, prestar especial atención a las unidades 10, 37E y 18R?

—No hay problema —contestó el señor Murray cuya voz sonaba como si estuviera bostezando.

—Es que estoy un poco preocupado —le explicó Ray.

—No hay problema —repitió el señor Murray.

Tardó una hora, amenizada con dos copas, en tranquilizarse un poco. No estaba más cerca de Charlottesville. Experimentaba el apremiante impulso de tomar su automóvil de alquiler y conducir en plena noche, pero se le pasó. Prefería dormir e intentar encontrar un vuelo por la mañana. Pero el sueño le fue imposible, por lo que decidió regresar a las carpetas de los juicios.

El Juez había dicho en cierta ocasión que sabía muy poco acerca de la legislación sobre división territorial porque en Misisipí se hacía muy poca división territorial y prácticamente ninguna en los seis condados del Tribunal de Equidad del distrito Veinticinco. Pero alguien le había convencido para que presidiera el juicio de un caso muy disputado en la ciudad de Columbus. El juicio duró seis días y, cuando terminó, un anónimo comunicante telefónico amenazó al Juez con pegarle un tiro, según registró éste en sus notas.

Las amenazas no eran insólitas, por lo que era bien sabido que el Juez llevaba una pistola en su portafolios. Corrían rumores de que Claudia también la llevaba. Pero, según los comentarios que circulaban, hubiera sido más fácil que el tiro te lo pegara el Juez que su relatora.

El caso de división territorial era tan aburrido que estuvo a punto de quedarse dormido. De repente, encontró un hueco, el agujero negro que estaba buscando, y se despejó de golpe.

Según sus datos tributarios, el Juez había cobrado 8110 dólares en enero de 1999 por juzgar un caso en el Tribunal de Equidad del distrito Veintisiete. El distrito Veintisiete estaba integrado por dos condados en la costa del golfo, una parte del estado que al Juez le interesaba muy poco. A Ray le pareció muy raro que hubiera accedido voluntariamente a permanecer varios días allí.

Y más raro todavía le resultó que no existiera ninguna carpeta del juicio. Buscó en las dos cajas y no encontró nada relacionado con ese caso, por lo que empezó a rebuscar con impaciencia en las otras treinta y ocho. Se olvidó de su apartamento y del guardamuebles, le dio igual que el señor Murray siguiera despierto e incluso que conservara la vida y casi se olvidó del dinero.

Faltaba la carpeta de un juicio.