24

En Clanton era el único que salía a correr por la mañana, por eso llamaba la atención de las señoras que cuidaban de sus jardines, de las criadas que barrían los porches y de los que en verano cortaban la hierba del cementerio cuando pasaba por delante de la parcela correspondiente a la familia Atlee. La tierra se estaba endureciendo alrededor de la tumba del Juez, pero Ray no se detuvo, ni siquiera aminoró la marcha para echarle un vistazo. Los sepultureros estaban abriendo otra fosa. Cada día se producía una muerte y un nacimiento en Clanton. Las cosas cambiaban muy poco.

Aún no habían dado las ocho, pero el sol ya quemaba y el aire era muy pesado. La humedad no le molestaba porque se había habituado a ella desde niño, aunque no por eso le pasaba inadvertida.

Buscó la sombra de los árboles y regresó a Maple Run. Vio el jeep de Forrest y a su hermano espatarrado en el columpio del porche.

—¿No es muy temprano para ti? —dijo Ray.

—¿Cuánto has corrido? Estás empapado de sudor.

—Es lo que pasa cuando hace calor. Ocho kilómetros. Tienes muy buen aspecto.

Y era cierto. Sus ojos no estaban hinchados ni abotargados, iba impecablemente afeitado, se había duchado y llevaba un pantalón blanco intachable.

—No bebo, hermano.

—Me parece estupendo.

Ray se sentó en la mecedora, todavía sudando y respirando afanosamente. No pensaba preguntar cuánto tiempo llevaba Forrest sin beber. No podían ser más de veinticuatro horas.

Forrest se levantó de un salto del columpio y acercó la otra mecedora a Ray.

—Necesito ayuda, hermano —dijo, sentándose en el borde de la mecedora.

Ya estamos otra vez, pensó Ray para sus adentros.

—Necesito ayuda —repitió Forrest, retorciéndose las manos como si las palabras le resultaran dolorosas.

Ray ya lo había visto otras veces y no tenía paciencia para esperar.

—Suéltalo de una vez, Forrest. ¿Qué quieres?

Lo más probable era que le pidiera dinero. Si no se trataba de eso, el número de posibilidades aumentaba.

—Quiero ir a un sitio que está a una hora de camino, más o menos. Se encuentra en medio del bosque, lejos de todo. Es muy bonito, tiene un precioso lago en el centro y unas habitaciones muy cómodas.

Forrest se sacó una arrugada tarjeta de visita del bolsillo y se la entregó a Ray.

Alcorn Village. Clínica de Tratamiento contra la Droga y el Alcohol. Un Servicio de la Iglesia Metodista.

—¿Quién es Oscar Meave? —preguntó Ray, estudiando la tarjeta.

—Un tío a quien conocí hace unos años. Me ayudó y ahora está en este sitio.

—¿Es un centro de desintoxicación?

—De desintoxicación y rehabilitación, de tratamiento contra el alcohol, balneario, rancho, aldea, cárcel, prisión, manicomio, llámalo como quieras. No me importa. Necesito ayuda, Ray, y la necesito ahora —dijo Forrest, cubriéndose el rostro con las manos y rompiendo a llorar.

—Bueno, bueno —lo tranquilizó Ray—. ¿Puedes facilitarme otros detalles?

Forrest se secó los ojos, se sonó la nariz y respiró hondo.

—Llama a este tío y pregunta si tienen alguna plaza libre —le rogó con voz trémula.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

—Cuatro semanas, creo, pero Oscar te lo dirá.

—¿Y cuánto cuesta?

—Algo así como trescientos dólares al día. He pensado que podría pedirlo prestado con la garantía de la parte que me corresponde de esta casa, que Harry Rex le pregunte al Juez si hay algún medio de conseguir el dinero ahora.

Las lágrimas le caían desde las comisuras de los ojos.

Ray ya había visto aquellas lágrimas otras veces. Había oído las súplicas y las promesas, pero, a pesar de lo cínico y duro que trataba de mostrarse, volvió a conmoverse.

—Ya intentaremos hacer algo —le aseguró.

Voy a llamar a este hombre.

—Por favor, Ray, quiero ir ahora mismo.

—¿Hoy?

—Sí, es que… bueno, no puedo regresar a Memphis.

Inclinó la cabeza y se pasó los dedos por el largo cabello.

—¿Te busca alguien?

—Sí —contestó Forrest. Mala gente.

—¿No es la policía?

—No, ésos son muchísimo peores que la policía.

—¿Saben que estás aquí? —preguntó Ray, mirando a su alrededor.

Casi le pareció ver a unos narcotraficantes armados hasta los dientes, agazapados detrás de los arbustos.

—No, no tienen ni idea de dónde estoy.

Ray se levantó y entró en la casa.

Como le ocurría a la mayoría de la gente, Oscar Meave recordaba muy bien a Forrest Habían trabajado juntos en un programa federal de desintoxicación en Memphis y, aunque lamentó que Forrest necesitara ayuda, estuvo encantado de poder hablar de él con Ray. Este trató de hacerle comprender por todos los medios la urgencia del asunto, a pesar de que no conocía ningún detalle y no era probable que llegara a conocerlo jamás. El padre de ambos había muerto tres semanas atrás, añadió como para disculparse.

—Tráigalo —accedió Meave—. Ya le buscaremos sitio.

Media hora más tarde salieron en el automóvil de alquiler de Ray. El Jeep de Forrest quedó aparcado en la parte posterior de la casa para más seguridad.

—¿Estás seguro de que esta gente no vendrá a fisgonear por aquí? —preguntó Ray a su hermano.

—No saben de dónde soy —contestó Forrest. Mantenía la nuca apoyada en el reposacabezas y los ojos ocultos tras unas gafas.

—Pero ¿quiénes son exactamente?

—Unos tíos muy simpáticos del sur de Memphis. Te encantaría conocerlos.

—¿Les debes dinero?

—Sí.

—¿Cuánto?

—Cuatro mil dólares.

—¿Y adónde fueron a parar esos cuatro mil dólares?

Forrest se dio unos suaves golpecitos en la nariz.

Ray meneó la cabeza dominado por la furia y la frustración, pero se mordió la lengua para no soltar otro sermón. Dejemos pasar unos cuantos kilómetros, pensó. Se hallaban en plena campiña y la carretera discurría entre granjas.

Forrest empezó a roncar.

Sería otro cuento de su hermano, la tercera vez que Ray le echaba una mano y lo acompañaba a un centro de desintoxicación. La ocasión anterior había sido casi diez años atrás. En aquella época el Juez aún ejercía, Claudia todavía estaba con él y Forrest se encontraba más metido en la droga que ningún otro habitante del estado. La situación era normal. La policía había tendido una amplia red a su alrededor y, por pura suerte, Forrest había conseguido escabullirse. Sospechaban que traficaba, lo cual era cierto, y, de haberlo atrapado, en esos momentos aún estaría en la cárcel. Ray lo condujo en su automóvil a un hospital del estado cerca de la costa, donde el Juez había echado mano de su influencia para que lo ingresaran. Allí se pasó un mes durmiendo y después se largó.

El primer viaje fraterno a un centro de rehabilitación había tenido lugar cuando Ray estudiaba en la Facultad de Derecho de Tulane… Forrest había tomado una sobredosis de una espantosa mezcla de pastillas. Le practicaron un lavado de estómago y estuvieron a punto de certificar su muerte. El Juez lo envió a un recinto de Knoxville con verjas y alambradas. Forrest permaneció allí una semana y después se escapó.

Había estado dos veces en la cárcel, una de ellas como menor de edad y la segunda como adulto, puesto que había cumplido ya diecinueve años. Su primera detención se produjo en Clanton un viernes por la noche, poco antes del comienzo de un partido de fútbol americano del instituto, mientras toda la ciudad esperaba con ansia el saque inicial. Tenía dieciséis años, jugaba de defensa y era un elemento esencial para el equipo, un kamikaze que entraba a matar y remataba con el casco. Los agentes de la lucha contra la droga lo sacaron del vestuario y se lo llevaron esposado. El suplente era un novato cuyas dotes aún no se habían puesto a prueba. Clanton perdió y la ciudad jamás perdonó a Forrest Atlee.

Ray estaba sentado en las gradas con el Juez, tan ansioso por el partido como el que más. «¿Dónde está Forrest?», empezó a preguntarse la gente durante los ejercicios de precalentamiento. Cuando se arrojó la moneda al aire, su hermano ya estaba en el calabozo municipal para que le tomaran las huellas digitales y lo fotografiaran. Habían encontrado cuatrocientos gramos de marihuana en su automóvil.

Pasó dos años en una prisión juvenil, de donde salió al cumplir los dieciocho.

¿Cómo se convierte el hijo de un conocido Juez en traficante de droga en una pequeña ciudad del Sur sin historial de narcotráfico? Ray y su padre se lo habían preguntado miles de veces. Sólo Forrest conocía la respuesta, pero tiempo atrás había tomado la decisión de guardársela para sí. Ray le agradecía que conservara buena parte de sus secretos.

Tras echar una buena siesta, Forrest se despertó de golpe y anunció que necesitaba tomar algo.

—No —dijo Ray.

—Una bebida sin alcohol, te lo juro.

Se detuvieron en una tienda de pueblo y compraron dos refrescos. Como desayuno, Forrest se comió una bolsa de cacahuetes.

—En algunos de estos sitios sirven una comida excelente —comentó éste cuando volvieron a ponerse en marcha. Forrest, el guía turístico de los centros de desintoxicación. Forrest, el crítico de la guía Michelin de las unidades de rehabilitación—. Suelo perder unos cuantos kilos —añadió sin dejar de masticar.

—¿Tienen gimnasios e instalaciones deportivas? —preguntó Ray para evitar que se produjera un silencio.

En realidad, le importaban muy poco las instalaciones de los distintos centros de desintoxicación.

—Algunos de ellos, sí —contestó Forrest con orgullo—. Ellie me envió a un sitio de Florida cerca de la playa: arena, mar y un buen número de ricachones aburridos. Después de tres días de lavado de cerebro, te machacan con ejercicios. Excursiones, ciclismo, cintas mecánicas para caminar, pesas, si queríamos. Me puse muy moreno y perdí siete kilos. Estuve ocho meses sin tomar nada.

En su triste y limitada vida todo se medía por los intentos de rehabilitación.

—¿Te envió Ellie? —preguntó Ray.

—Sí, eso fue hace años. Hubo un momento en que tuvo un poco de pasta, no demasiada. Yo había tocado fondo y ella todavía me quería. Pero el sitio era estupendo y algunas asesoras eran unas tías de Florida con minifalda y unas piernas muy largas.

—Tendré que ir a echar un vistazo.

—Vete a la mierda.

—Era una broma.

—En el oeste hay un centro al que van las estrellas de cine. Se llama La Hacienda y es como el Ritz. Habitaciones más que lujosas, aguas termales, masajes diarios, cocineros capaces de preparar platos sensacionales sin pasarse de las mil calorías diarias. Y los asesores son los mejores del mundo. Eso es lo que yo necesito, hermano, seis meses en La Hacienda.

—¿Y por qué seis meses?

—Porque sí. He probado dos meses, un mes, tres semanas, dos semanas, y no he tenido suficiente. Yo necesito seis meses de encierro total, lavado total de cerebro, terapia total y mi propia masajista.

—¿Y eso cuánto cuesta?

Forrest soltó un silbido y puso los ojos en blanco.

—Vete tú a saber. Has de ser multimillonario y tener al menos dos recomendaciones para que te permitan ingresar. Imagínate: una carta de recomendación. «A los Excelsos Señores de La Hacienda: Por la presente recomiendo cordialmente a mi amigo Doofus Smith como paciente de su maravilloso centro. Doofus bebe vodka para desayunar, esnifa cocaína para almorzar, merienda con heroína y, a la hora de la cena, ya se encuentra en estado comatoso. Tiene el cerebro como un huevo frito, las venas destrozadas y el hígado hecho puré. Doofus es la clase de persona que ustedes necesitan y su padre es el dueño de todo Idaho».

—¿Hay quien se pasa allí seis meses?

—No tienes ni idea, ¿verdad?

—Supongo que no.

—Muchos cocainómanos necesitan un año. Y los heroinómanos todavía más.

¿Y cuál es tu veneno actual?, hubiera deseado preguntarle Ray. Aunque, a decir verdad, en realidad prefería no saberlo.

—¿Un año? —dijo.

—Sí, aislamiento total. Y después el adicto tiene que aportar su propio esfuerzo. Hay tíos que se han pasado tres años en la cárcel sin coca, ni crack ni ninguna otra droga, y lo primero que han hecho al salir ha sido llamar al camello antes que a sus mujeres o sus novias.

—¿Y qué les ocurre entonces?

—Cosas muy desagradables.

Forrest se introdujo los últimos cacahuetes en la boca y se sacudió la sal de las manos.

No había ninguna señalización que indicara el camino hacia Alcorn Village, así que siguieron las instrucciones que les había facilitado Oscar. Ya empezaban a temer que se hubieran perdido entre las colinas cuando descubrieron una verja a lo lejos. El centro se encontraba al final de un largo camino particular flanqueado de árboles. Era un lugar de aspecto tranquilo y aislado, y la primera impresión de Forrest fue muy favorable.

Oscar Meave salió al vestíbulo del edificio de la administración y los acompañó al despacho de ingresos, donde él mismo se encargó de rellenar los primeros impresos. Era asesor, administrador y psicólogo, un exadicto que había dejado la droga años atrás e incluso había obtenido un doctorado en la universidad. Vestía pantalones vaqueros, sudadera y zapatillas deportivas, lucía barbita y pendientes, y mostraba las arrugas y la defectuosa dentadura de quien ha llevado una vida muy turbulenta. No obstante, su voz era agradable y cordial. Expresaba la severa compasión de uno que había estado donde ahora estaba Forrest.

El precio eran trescientos veinticinco dólares diarios y Oscar recomendaba un mínimo de cuatro semanas.

—Después, ya veremos qué tal se encuentra. Tendré que hacer unas cuantas preguntas bastante desagradables sobre las actividades de Forrest.

—Preferiría no estar presente en la conversación —dijo Ray.

—No te preocupes por eso —dijo Forrest.

Ya se había resignado a recibir la azotaina que lo esperaba.

—Y exigimos un anticipo del cincuenta por ciento —añadió Oscar—. El otro cincuenta por ciento se hará efectivo antes de que termine el tratamiento.

—El dinero procede del testamento de mi padre —dijo Forrest—. Es posible que tardemos unos cuantos días.

Oscar meneó la cabeza.

—No hacemos excepciones. Nuestra política consiste en cobrar la mitad cuando se realiza el ingreso.

—No importa —dijo Ray—. Le extenderé un cheque.

—Yo quiero que esto se saque del testamento —insistió Forrest. Tú no tienes que pagar nada.

—Ya me lo devolverás. Todo se arreglará.

Ray no sabía muy bien cómo se iba a arreglar, pero le pediría a Harry Rex que se encargara de ello. Firmó los impresos como garante del pago. Forrest firmó al pie de una hoja en la que se enumeraban las normas del centro.

—Durante veintiocho días tienes prohibido salir de aquí —dijo Oscar—. Si no cumples este primer requisito, perderás el anticipo y no podrás regresar. ¿Entendido?

—Entendido —asintió Forrest.

¿Cuántas veces habría pasado por aquella situación?

—Estás aquí voluntariamente, ¿verdad?

—Así es.

—¿Y nadie te obliga?

—Nadie.

Ahora que la paliza ya había empezado, había llegado el momento de que Ray se retirara. Le dio las gracias a Oscar, abrazó a Forrest y se fue de allí mucho más rápido de lo que había llegado.