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La reunión se había organizado por la mediación de un exalumno de Derecho de la Universidad de Virginia que ahora era socio de un importante bufete de Nueva York, el cual asesoraba a un grupo de jugadores que actuaban en los casinos Canyon repartidos por todo el país. Se habían establecido los correspondientes contactos, se habían intercambiado favores y se había ejercido una ligera y muy diplomática presión. Estaban pisando el delicado terreno de la seguridad y nadie quería cruzar esa línea. El profesor Atlee sólo necesitaba averiguar unos datos esenciales.

El Canyon se había inaugurado a orillas del Rio Misisipí en el condado de Tunica a mediados de los años noventa, coincidiendo con la segunda oleada constructora y sobreviviendo a la primera recesión. Tenía diez salas, cuatrocientas habitaciones y veinticinco metros cuadrados dedicados al juego, y había alcanzado un éxito extraordinario con sus espectáculos de la Motown. El señor Jason Piccolo, una especie de vicepresidente de la central de Las Vegas, estaba aguardando a Ray en compañía de Alvin Barker, el jefe de seguridad. Piccolo tenía treinta y pocos años y vestía como un modelo de Armani. Barker, de cincuenta y tantos años, ofrecía un aspecto de policía veterano mal vestido.

Empezaron ofreciéndole la posibilidad de efectuar un rápido recorrido. Ray declinó la invitación. En el último mes había visto salas de casinos suficientes para toda la vida.

—¿Qué secciones de arriba no son accesibles?

—Bueno, vamos a ver —dijo amablemente Piccolo mientras él y el jefe de seguridad lo alejaban de las máquinas tragaperras y las mesas para acompañarlo a un pasillo situado detrás de las cabinas de los cajeros. Subieron unos peldaños, recorrieron otro pasillo y se detuvieron en una estrecha estancia con una larga pared de espejos de un solo sentido a través de los cuales se veía una habitación mucho más espaciosa. Estaba llena de mesas redondas cubiertas de monitores de circuito cerrado. Docenas de hombres y mujeres permanecían atentos a las pantallas como si temieran que se les pasara algo por alto.

—Eso es el «ojo del cielo» —explicó Piccolo—. Los de la izquierda vigilan las mesas de blackjack. En el centro se supervisan las mesas de dados y la ruleta, y a la derecha, las máquinas tragaperras y la ruleta.

—¿Y qué observan?

—Todo. Absolutamente todo.

—Déme una lista.

—A los jugadores, por ejemplo. Vigilamos a los grandes ganadores, a los profesionales, a los que cuentan las cartas, a los estafadores. Los tipos de allí pueden controlar diez manos y establecer qué jugador está contando las cartas. El hombre de la chaqueta gris estudia los rostros para descubrir a los jugadores profesionales. Van saltando un día aquí, mañana en Las Vegas, después esperan una semana y aparecen en Atlantic City o en las Bahamas. Si engañan o cuentan las cartas, él los reconocerá cuando se sienten.

El que hablaba era Piccolo. Barker miraba a Ray como si pudiera ser un estafador en potencia.

—¿Hasta qué distancia alcanza la cámara? —preguntó Ray.

—La suficiente para distinguir el número de serie de un billete. El mes pasado atrapamos a un estafador porque reconocimos un anillo con un brillante que había llevado en otra ocasión.

—¿Podría entrar aquí dentro?

—Lo siento, pero no es posible.

—¿Y las mesas de los dados?

—Lo mismo. Aquí la dificultad es mayor porque el juego es más rápido y complejo.

—¿Y hay estafadores profesionales en los dados?

—No abundan. Lo mismo ocurre con el póquer y la ruleta. Los engaños no representan un problema importante. Nos preocupa más la sustracción por parte de los empleados y los errores en las mesas.

—¿Qué clase de errores?

—Anoche un jugador de blackjack ganó una mano de cuarenta dólares, pero nuestro crupier cometió un error y retiró las fichas. El jugador protestó y llamó al supervisor de las mesas. Nuestros chicos de aquí arriba lo vieron y resolvimos la situación.

—¿Cómo?

—Enviamos abajo a un guarda de seguridad con orden de pagarle al cliente los cuarenta dólares, pedirle disculpas y ofrecerle una cena de cortesía.

—¿Y qué ocurrió con el crupier?

—Tiene un buen historial, pero si comete otro fallo, acabará en la calle.

—¿O sea que todo está grabado?

—Todo. Todas las manos, todas las tiradas de dados, todas las máquinas tragaperras. Ahora mismo hay doscientas cámaras en acción.

Ray examinó la estancia, tratando de asimilar el grado de vigilancia. Le dio la impresión de que había más gente arriba vigilando que abajo jugando.

—¿Cómo podría estafar al casino un jugador profesional con toda esta vigilancia? —preguntó, haciendo un amplio gesto con la mano.

—Hay maneras —contestó Piccolo, dirigiendo a Barker una mirada de complicidad. Atrapamos uno al mes.

—¿Por qué vigilan las máquinas tragaperras? —prosiguió Ray, cambiando de tema.

Decidió formular algunas preguntas al azar, pues sólo le habían prometido una visita al piso de arriba.

—Porque aquí lo vigilamos todo —contestó Piccolo—. Y porque ha habido casos en que algunos menores de edad han ganado en el blackjack. Los casinos se negaron a pagar y ganaron los juicios gracias a los vídeos que mostraban a los menores de edad escabulléndose mientras unos adultos ocupaban sus lugares. ¿Le apetece beber algo?

—Sí, gracias.

—Tenemos un cuartito secreto con mejores vistas.

Ray subió con ellos otro tramo de escalera hasta un pequeño mirador desde donde se controlaba la sala de juego y la sala de vigilancia. Apareció una camarera para anotar las consumiciones. Ray pidió un café cappuccino. Sus anfitriones pidieron agua mineral.

—¿Cuál es su mayor preocupación? —preguntó Ray, echando un vistazo a una lista de preguntas que se había sacado del bolsillo de la chaqueta.

—Los jugadores que cuentan las cartas y los crupieres que roban —contestó Piccolo—. Estas fichas son muy pequeñas y es posible introducirlas muy fácilmente en los puños de la camisa y los bolsillos. Cincuenta pavos al día representan mil dólares al mes, libres de impuestos, naturalmente.

—¿Cuántos contadores de cartas descubren ustedes aquí?

—Cada vez más. Ahora hay casinos en cuarenta estados, lo cual significa que ha aumentado el número de jugadores. Tenemos unos archivos muy completos acerca de los sospechosos de contar cartas y, cuando creemos que hay uno rondando por aquí, nos limitamos a rogarle que se marche. Tenemos este derecho, ¿sabe?

—¿Cuál ha sido la mayor ganancia de un jugador en un solo día? —preguntó Ray.

Piccolo miró a Barker.

—¿Excluyendo las máquinas tragaperras? —preguntó éste.

—Sí.

—Una noche un tipo ganó uno ochenta a los dados.

—¿Ciento ochenta mil?

—Exactamente.

—¿Y el que más ha perdido?

Barker tomó el agua que le ofrecía la camarera y se rascó un momento la mejilla.

—El mismo individuo perdió doscientos de los grandes tres noches después.

—¿Registran ustedes ganadores constantes? —preguntó Ray, consultando sus notas como si éstas correspondieran a una importante investigación académica.

—No entiendo muy bien a qué se refiere —dijo Piccolo.

—Supongamos que un individuo viene aquí dos o tres veces por semana, juega a las cartas o a los dados, gana más de lo que pierde y, al cabo de un tiempo determinado, acumula unas ganancias considerables. ¿Es algo que ocurra a menudo?

—Muy raras veces —respondió Piccolo—. De lo contrario, no estaríamos en este negocio.

—Es algo extremadamente insólito —terció Barker—. Un individuo puede tener suerte una o dos semanas. Nos concentramos en él, lo vigilamos muy de cerca; no es que resulte sospechoso, pero se está llevando nuestro dinero. Tarde o temprano acabará exponiéndose a un riesgo excesivo, cometerá alguna estupidez y nosotros recuperaremos el dinero.

—El ochenta por ciento de los jugadores acaba perdiendo con el tiempo —añadió Piccolo.

Ray removió su cappuccino y consultó sus notas.

—Entra un tío, un desconocido, deposita mil dólares en la mesa de blackjack y pide fichas de cien dólares. ¿Qué ocurre aquí arriba?

Barker sonrió y chasqueó los gruesos nudillos de sus dedos.

—Nos ponemos en guardia. Lo vigilamos durante unos cuantos minutos para comprobar lo que se trae entre manos. El supervisor de las mesas le preguntará si desea que lo clasifiquen y, en caso de que diga que sí, le pediremos el nombre. Si dice que no, lo invitaremos a cenar. La camarera le ofrecerá constantemente bebidas y, si él las rechaza, será otra señal de que pretende estafarnos.

—Los jugadores profesionales jamás beben cuando juegan —explicó Piccolo—. Pueden pedir una copa para disimular, pero se limitan a juguetear con ella.

—¿Qué significa «clasificar»?

—Casi todos los jugadores desean ciertos extras —contestó Piccolo—. Cenas, entradas para algún espectáculo, descuentos en las habitaciones… todas las golosinas que podamos ofrecerles. Tienen tarjeta de socio que nosotros controlamos para ver cuánto juegan. El tipo de su caso hipotético no tiene tarjeta, por eso nosotros le preguntamos si desea las ventajas que podemos ofrecerle.

—Y él las rechaza.

—Entonces lo descartamos. Los desconocidos van y vienen constantemente.

—Pero tenga por seguro que les seguimos la pista —añadió Barker.

Ray garabateó una nota sin el menor significado en su hoja de papel doblada.

—¿Comparten los casinos el servicio de vigilancia? —preguntó, y por primera vez vio que Piccolo y Barker mostraban cierto nerviosismo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Piccolo con una sonrisa. Ray se la devolvió mientras Barker se apresuraba a imitar su ejemplo.

—Bueno, otro caso hipotético de nuestro ganador constante —explicó Ray—. Digamos que el tipo juega una noche en el Monte Carlo, a la siguiente en el Treasure Cove, a la otra en el Aladin y así sucesivamente, en todos los casinos de por aquí. Actúa en todos los casinos y gana mucho más que pierde. Y la situación se prolonga durante un año. ¿Qué sabrán ustedes acerca de este individuo?

Piccolo asintió mirando a Barker, quien se estaba pellizcando los labios entre el índice y el pulgar.

—Tendremos mucha información —reconoció Piccolo a regañadientes.

—¿Hasta qué punto? —lo apremió Ray.

—Siga usted —indicó Piccolo a Barker.

—Conoceremos su nombre, su dirección, su ocupación, su número de teléfono, la matrícula de su automóvil y su banco —añadió de mala gana Barker—. Sabremos dónde se aloja cada noche, cuándo llega y cuándo se va, cuánto gana o pierde, cuánto bebe, si ha cenado, si ha dejado propina a la camarera y, en caso afirmativo, de qué cuantía, y qué propina le ha dado al crupier.

—¿Y conservan ustedes las fichas de estas personas?

Barker observó a Piccolo y éste asintió muy despacio con la cabeza, pero no dijo nada. A juzgar por su hermetismo, Ray se estaba acercando demasiado. Al considerar la situación, llegó a la conclusión de que le convenía darse una vuelta por allí. Bajaron a la sala de juego donde, en lugar de echar un vistazo a las mesas, Ray prefirió contemplar las cámaras. Piccolo le señaló a los guardas de seguridad. Éstos se encontraban situados muy cerca de una mesa de blackjack, donde un chico con pinta de adolescente estaba jugando con varios montones de fichas de cien dólares.

—Es de Reno —murmuró Piccolo—. Apareció en Tunica la semana pasada y se llevó treinta de los grandes. Es extremadamente bueno.

—Y no cuenta las cartas —añadió Barker, incorporándose a la conversación.

—Determinadas personas tienen un don especial, como ciertos jugadores de golf o algunos cirujanos —prosiguió Piccolo.

—¿Actúa en todos los casinos? —preguntó Ray.

—Todavía no, pero todos lo están esperando.

El chico de Reno ponía muy nerviosos tanto a Barker como a Piccolo.

La visita terminó en un salón donde los tres se tomaron unos refrescos para dar por concluida la reunión. Ray había completado su lista de preguntas, todas ellas destinadas a preparar la gran escena final.

—Tengo que pedirles un favor —les dijo a los dos.

—Pues claro, faltaría más.

Mi padre murió hace unas cuantas semanas y tenemos motivos para suponer que en secreto venía a jugar a los dados, donde es posible que ganara mucho más dinero del que perdía. ¿Se me permitiría confirmar este dato?

—¿Cómo se llamaba?

—Reuben Atlee, de Clanton.

Barker movió la cabeza negativamente mientras se sacaba un móvil del bolsillo.

—¿Cuánto? —preguntó Piccolo.

—No sé, tal vez un millón a lo largo de varios años.

Barker seguía meneando la cabeza.

—Imposible. Si alguien hubiera ganado o perdido semejante cantidad de dinero, lo conoceríamos a la perfección.

Después, hablando por teléfono, Barker le preguntó a la persona del otro extremo, de la línea que comprobara el nombre de Reuben Atlee.

—¿Cree usted que ganó un millón de dólares? —preguntó Piccolo.

—Ganó y perdió —contestó Ray—. Es una simple conjetura.

Barker apagó el móvil.

—No hay ninguna ficha sobre Reuben Atlee en ningún sitio. No existe posibilidad alguna de que jugara estas cantidades por aquí.

—¿Y si nunca hubiera visitado este casino? —preguntó Ray, aunque conocía la respuesta de antemano.

—También lo sabríamos —contestaron sus interlocutores al unísono.