22

El testamento de Reuben Vincent Atlee se abrió para la validación en la misma sala en la que éste había ejercido como Juez durante treinta y dos años. En la parte superior de la pared revestida de madera de roble, detrás del estrado, un ceñudo Juez Atlee contemplaba el desarrollo de los procedimientos legales entre la bandera nacional y la del estado de Misisipí. Era el mismo retrato que habían colocado junto al féretro durante el velatorio en el Palacio de justicia tres semanas atrás. Ahora estaba en el lugar que le correspondía, en un lugar en el que sin duda colgaría siempre.

El hombre que había acabado con su carrera y lo había enviado al exilio y al encierro en Maple Run era Mike Farr, de Holly Springs. Lo habían reelegido una vez y, según Harry Rex, estaba desarrollando una labor creíble. El Juez de equidad Farr examinó las cartas de solicitud de administración y el testamento de una sola página de extensión que se había adjuntado al expediente.

La sala estaba llena de abogados y funcionarios que iban de un lado para otro, guardando documentos en sus portafolios y conversando con los clientes. Era el día dedicado a los asuntos no impugnados y los procedimientos rápidos. Ray se sentó en la primera fila mientras Harry Rex hablaba en voz baja con el Juez de equidad Farr. A su lado se sentaba Forrest, quien, dejando aparte las leves magulladuras que presentaba bajo los ojos, ofrecía un aspecto todo lo normal que cabía esperar. Había dicho que no estaría presente cuando se abriera el testamento, pero una reprimenda de Harry Rex lo convenció de lo contrario. Finalmente había regresado a la casa de Ellie sin dar explicaciones a nadie acerca de dónde había estado o qué había hecho. A nadie le importaba. No habló del trabajo, de lo cual Ray dedujo que su breve carrera como seleccionador médico por cuenta de los abogados que actuaban contra la Skinny Ben había llegado a su fin.

Cada cinco minutos, un abogado se agachaba en el pasillo, tendía la mano y le comentaba a Ray las excelentes cualidades de su padre. Como es natural, se daba por sentado que Ray los conocía a todos, pues ellos lo conocían a él. Nadie le dirigió la palabra a Forrest.

Harry Rex indicó por señas a Ray que se acercara al estrado. El Juez de equidad Farr lo saludó cordialmente:

—Su padre era un hombre excelente y un gran Juez dijo, inclinándose hacia abajo.

—Gracias —contestó Ray.

Pues entonces, ¿por qué dijiste durante la campaña que era demasiado viejo y había perdido el contacto con la realidad?, hubiera deseado preguntarle. Habían transcurrido nueve años, pero parecían cincuenta. Con la muerte de su padre, todo en el condado de Ford había envejecido varias décadas.

—Usted da clases de Derecho, ¿verdad? —preguntó el Juez Farr.

—Sí, en la Universidad de Virginia.

El Juez de equidad asintió con gesto de aprobación y preguntó:

—¿Están presentes todos los herederos?

—Sí, señor —contestó Ray—. Sólo somos mi hermano Forrest y yo.

—¿Y ambos han leído este documento de una sola página que pretende ser el testamento y la última voluntad de Reuben Atlee?

—Sí, señor.

—¿Y no hay ninguna objeción a la validación de este testamento?

—No, señor.

—Muy bien. De conformidad con este testamento, le nombro a usted albacea del testamento de su padre. Hoy se enviará la notificación a los acreedores y se publicará en el periódico local. Renuncio a la fianza. El inventario y la contabilidad se llevarán a cabo de conformidad con la ley.

Ray había oído a su padre pronunciar aquellas mismas frases centenares de veces. Levantó la vista hacia el Juez Farr.

—¿Alguna cosa más, señor Vonner?

—No, Señoría.

—Lo siento muchísimo, señor Atlee —dijo Farr.

—Gracias, Señoría.

Fueron a almorzar al Claudes y pidieron bagre frito. Ray sólo llevaba dos días allí y ya se notaba las arterias obstruidas. Forrest apenas tenía nada que decir. No estaba desintoxicado y su cuerpo estaba contaminado.

—¿Estarás en casa de Ellie? —le preguntó Ray.

—Es posible —fue su única respuesta.

Ray estaba sentado en el porche esperando a Claudia cuando ésta llegó a las cinco en punto. Se acercó a recibirla cuando descendió de su automóvil y se detuvo para contemplar el letrero que anunciaba la venta de la propiedad.

—¿Tenéis que venderla? —preguntó Claudia.

—O eso, o regalarla. ¿Cómo estás?

—Muy bien, Ray.

Consiguieron abrazarse con el mínimo contacto posible. Llevaba pantalones, mocasines, una blusa a cuadros y un sombrero de paja, como si acabara de abandonar el jardín. Se había maquillado implacablemente, con un carmín rojo encendido. Ray jamás la había visto sin arreglar.

—Me alegro mucho de que me hayas llamado —añadió Claudia mientras ambos subían muy despacio por el camino particular en dirección a la casa.

—Hoy hemos estado en el Palacio de Justicia para abrir el testamento.

—Lo siento, habrá sido muy duro para vosotros.

—No ha sido demasiado desagradable. He conocido al Juez Farr.

—¿Te ha caído bien?

—Me ha parecido bastante amable, a pesar de la situación.

La tomó del brazo para ayudarla a subir los peldaños, aunque ella estaba en condiciones de trepar por las colinas a pesar de las dos cajetillas de cigarrillos que se fumaba al día.

—Lo recuerdo recién salido de la Facultad de Derecho —dijo Claudia—. No sabía distinguir entre un querellante y un acusado. Reuben hubiera podido ganar la carrera si yo hubiera estado a su lado, ¿sabes?

—Vamos a sentarnos aquí —sugirió Ray, señalando las dos mecedoras.

—Has limpiado la casa —observó ella, admirando el porche.

—Harry Rex se ha encargado de todo. Ha contratado pintores, techadores y un servicio de limpieza. Tuvieron que limpiar los muebles con chorro de arena, pero ahora se puede respirar.

—¿Te importa que fume? —preguntó Claudia.

—No.

No importaba. De todas formas, ella fumaba sin miramientos.

—Me alegro mucho de que me hayas llamado —repitió antes de encender el cigarrillo.

—Tengo té y café —dijo Ray.

—Té helado, por favor, con azúcar y limón —dijo ella, cruzando las piernas.

Estaba sentada en la mecedora como una reina a la espera de que le sirvieran el té. Ray recordó los ajustados vestidos y las largas piernas de años atrás, cuando ella permanecía sentada justo al pie del estrado del Juez haciendo elegantes garabatos taquigráficos bajo la mirada de todos los abogados de la sala.

Hablaron del tiempo tal como suele hacer la gente en el Sur cuando se produce una pausa en la conversación o cuando no hay nada más de que hablar. Claudia fumaba y sonreía mucho, alegrándose sinceramente de que Ray se hubiera acordado de ella. La mujer quería mantenerse aferrada al pasado. Y él trataba de resolver un misterio.

Hablaron de Forrest y de Harry Rex, dos temas muy trillados. Cuando Claudia ya llevaba media hora en la casa, Ray decidió ir finalmente al grano.

—Hemos encontrado un poco de dinero, Claudia —anunció, dejando las palabras en el aire.

Ella las asimiló, las analizó y siguió cautelosamente adelante.

—¿Dónde?

La pregunta era muy inteligente. ¿Dónde lo habían encontrado? ¿En el banco junto con archivos y cosas por el estilo? ¿En un colchón sin ningún rastro?

—En su estudio, en efectivo. Lo dejó allí por una ignorada razón.

—¿Cuánto? —preguntó ella sin excesiva rapidez.

—Cien mil.

Ray estudió detenidamente su rostro y sus ojos. Vio sorpresa, pero no sobresalto. Se había preparado el guión y siguió adelante. Todo estaba cuidadosamente anotado: los cheques, los depósitos, libros de contabilidad con todos los gastos registrados, pero parece que este dinero no tiene origen.

—El nunca guardaba demasiado dinero en efectivo —dijo Claudia muy despacio.

—Eso es lo que yo recuerdo también. No tengo ni idea de dónde procede, ¿y tú?

—Tampoco —contestó Claudia sin dudar ni un instante—. El Juez no utilizaba dinero en efectivo. Punto. Todo pasaba a través del First National Bank. Fue miembro del consejo de administración durante mucho tiempo, ¿recuerdas?

—Sí, lo recuerdo muy bien. ¿Tenía algo más?

—¿A qué te refieres?

—Te lo pregunto yo a ti, Claudia, tú le conocías mejor que nadie. Y estabas al corriente de sus asuntos.

—Vivía totalmente entregado a su trabajo. Para él, ser Juez de equidad era una tarea esencial y la desempeñaba con esfuerzo. No le quedaba tiempo para nada más.

—Ni siquiera para su familia —contestó Ray, pero inmediatamente se arrepintió.

—Quería a sus hijos, Ray, pero pertenecía a otra generación.

—Dejémoslo.

—Sí, es mejor.

Hicieron una pausa en cuyo transcurso cada uno de ellos se reorganizó. Ninguno de los dos quería detenerse demasiado en el tema de la familia. Preferían prestar atención al dinero.

Un automóvil bajó por la calle y pareció aminorar la marcha justo el tiempo suficiente para que los ocupantes vieran el letrero y echaran un buen vistazo a la casa. Un vistazo fue suficiente, pues enseguida aceleraron.

—¿Tú sabías que jugaba?

—¿El Juez? No.

—Cuesta creerlo, ¿verdad? Harry Rex lo estuvo acompañando a los casinos una vez por semana durante algún tiempo. Por lo visto, al Juez se le daba bien el juego. En cambio a Harry Rex no.

—Corren muchos rumores, sobre todo acerca de los abogados. Varios de ellos han tenido dificultades por allí.

—Pero ¿nunca oíste nada acerca del Juez?

—No. Y sigo sin poder creerlo.

—El dinero tiene que haber salido de alguna parte, Claudia. Y algo me dice que era sucio, de lo contrario, lo hubiera incluido en el testamento, junto con los demás bienes.

—Y, si lo ganó en el juego, él debía de considerarlo sucio, ¿no te parece?

Estaba claro que Claudia conocía al Juez mejor que nadie.

—Sí, ¿y a ti?

—Para mí, sería muy propio de Reuben Atlee.

Terminaron aquella parte de la conversación y se tomaron un respiro mientras ambos se mecían suavemente bajo la fresca sombra del porche, como si el tiempo se hubiera detenido y a ninguno de los dos le molestara el silencio. El hecho de permanecer sentados en el porche permitía hacer grandes pausas para ordenar los pensamientos o para no pensar en absoluto.

Al final, siguiendo un guión no escrito, Ray hizo acopio de valor para formular la pregunta más difícil del día.

—Tengo que averiguar una cosa, Claudia, y te ruego que me digas la verdad.

—Yo siempre soy sincera. Es uno de mis defectos.

—Jamás he puesto en duda la honradez de mi padre.

—Y ahora tampoco tienes que hacerlo.

—Te pido que me ayudes, ¿de acuerdo?

—Adelante.

—¿Hubo algo bajo mano… una pequeña gratificación por parte de un abogado, un trozo de pastel por parte de un querellante, algún pellizco?

—Rotundamente, no.

—Estoy dando palos de ciego con la esperanza de encontrar algo, Claudia. No es muy normal hallar cien mil dólares en bonitos y flamantes billetes escondidos en un armario. Cuando murió, tenía seis mil dólares en el banco. ¿Por qué guardar tanto dinero enterrado?

—Era el hombre más honrado del mundo.

—Lo creo.

—Pues entonces, deja de hablar de sobornos y cosas por el estilo.

—Con mucho gusto.

Claudia encendió otro cigarrillo mientras él se retiraba para llenar las tazas de té. Cuando regresó al porche, Claudia estaba profundamente enfrascada en sus pensamientos, con la mirada perdida en la distancia. Ambos se pasaron un rato balanceándose en sus mecedoras.

—Creo que el Juez querría que tú recibieras una parte —dijo Ray finalmente.

—¿De veras lo crees?

—Sí. Ahora tendremos que gastar algo para terminar de arreglar un poco la casa, probablemente unos veinticinco mil dólares más o menos. ¿Qué tal si Forrest, tú y yo nos repartiéramos el resto?

—¿Veinticinco mil para cada uno?

—Sí. ¿Qué te parece?

—¿No eres tú el albacea del testamento? —preguntó ella.

Conocía la ley mejor que Harry Rex.

—¿Y eso qué más da? Es dinero en efectivo, nadie lo sabe y, si comunicamos su existencia, la mitad se irá en impuestos.

—¿Y cómo lo explicarías? —preguntó ella, yendo como siempre un paso por delante.

Decían que Claudia ya tenía decidido el resultado de un juicio antes de que los abogados presentaran sus informes iniciales.

A Claudia le encantaba el dinero. Ropa, perfumes, siempre el último modelo de automóvil, y todo eso por parte de una relatora de los tribunales mal pagada. Si cobraba una pensión del estado, no podía ser muy elevada.

—No se puede explicar —contestó Ray.

—Si el dinero procede del juego, tendrías que revisarlo todo y modificar las declaraciones de la renta de los últimos años —adujo ella, inmediatamente alerta—. Menudo lío.

—Un auténtico lío.

Olvidaron enseguida el lío. Nadie se enteraría jamás de que ella había cobrado una parte del dinero.

—Una vez tuvimos un caso —dijo Claudia, contemplando el césped—. Fue en el condado de Tippah, hace treinta años. Un tal Childers era propietario de un depósito de chatarra. Murió sin testamento. —Una pausa para dar una larga calada al cigarrillo—. Tenía muchos hijos y éstos encontraron dinero escondido en todas partes: en el despacho, en la buhardilla, en un cobertizo de herramientas situado en la parte de atrás de la casa, en la chimenea. Tras haber recorrido toda la casa, lo contaron todo y la cantidad resultante fueron doscientos mil dólares. Y eso de un hombre que no pagaba la factura del teléfono y se había pasado diez años llevando el mismo mono de trabajo. —Otra pausa y otra larga calada. Claudia era capaz de contar anécdotas como aquélla sin descanso—. La mitad de los hijos quería repartirse el dinero y echar a correr; la otra mitad se lo quería decir al abogado e incluir el dinero en el testamento. La noticia se divulgó, la familia se asustó y el dinero se incluyó, en el testamento. Los chicos se pelearon con uñas y dientes. Cinco años más tarde el dinero había desaparecido… una mitad fue a parar al estado y la otra mitad a los abogados.

Se detuvo y Ray esperó el desenlace de la historia.

—¿Y a qué viene todo eso?

—El Juez dijo que era una lástima, dijo que los chicos hubieran debido quedarse con el dinero y repartírselo entre ellos. A fin de cuentas, era una propiedad de su padre.

—Me parece muy justo.

—El Juez aborrecía los impuestos de sucesión. ¿Por qué se tiene que quedar el estado con una parte de tus bienes por el simple hecho de que te mueras? Se lo oí decir muchas veces a lo largo de los años.

Ray tomó un sobre que guardaba detrás de la mecedora y se lo entregó a Claudia.

—Aquí tienes veinticinco mil en efectivo.

Ella contempló el sobre y después miró a Ray con incredulidad.

—Tómalo —dijo Ray, inclinándose para acercárselo un poco más—. Nadie lo sabrá.

Claudia lo tomó y, por un instante, se quedó sin habla. Se le humedecieron los ojos, lo cual significaba que estaba profundamente emocionada.

—Gracias —dijo en un susurro, asiendo el sobre todavía con más fuerza.

Mucho después de que ella se fuera, Ray seguía sentado en el mismo sitio, meciéndose en la oscuridad, satisfecho de haber eliminado a Claudia como sospechosa. Su, ansiosa aceptación de los veinticinco mil dólares constituía una prueba convincente de que no sabía nada acerca de la existencia de una fortuna mucho más cuantiosa.

Lo malo era que no había ningún otro sospechoso que ocupara su lugar en la lista.