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El consorcio lo había creado uno de los amigos de la academia de aviación de Dick Docker. Se había construido alrededor de dos oftalmólogos locales que tenían clínicas en Virginia Occidental. Ambos acababan de aprender a volar y necesitaban ir y venir con más rapidez. El amigo de Docker era un asesor de planes de pensiones que necesitaba el Bonanza unas doce horas al mes. Un cuarto socio sería el encargado de poner en marcha el proyecto. Cada uno de ellos aportaría cincuenta mil dólares correspondientes a una participación del veinticinco por ciento, y después firmaría un préstamo bancario para equilibrar el precio de compra que ahora estaba en trescientos noventa mil dólares y no era probable que bajara. El pagaré se extendería a más de seis años y le costaría a cada socio ochocientos noventa dólares mensuales.

Ello equivalía a diez horas en un Cessna para el piloto Atlee.

Existía una parte positiva: la amortización y el posible negocio con vuelos chárter cuando los socios no utilizaran el aparato. La parte negativa serían las tarifas del hangar, el combustible, el mantenimiento y una lista que parecía interminable. Lo que no había mencionado el amigo de Dick Docker, un punto también muy negativo, era el peligro que entrañaba hacer negocio con tres desconocidos, dos de los cuales eran médicos.

Pero Ray tenía los cincuenta mil dólares, podía soltar ochocientos noventa dólares mensuales y estaba deseando ser propietario de un aparato con el que ya había volado nueve horas y consideraba suyo en su fuero interno.

Los Bonanza conservaban su valor según el convincente informe que se adjuntaba a la propuesta. En el mercado de aparatos de segunda mano la demanda seguía siendo muy alta. El récord de seguridad del Beech ocupaba el segundo lugar después del Cessna y era prácticamente tan fuerte como éste.

Ray llevó consigo durante dos días la propuesta del consorcio y la leía en su despacho y en el apartamento, y también durante el almuerzo. Los otros tres socios estaban de acuerdo. Sólo faltaba que él estampara su firma en cuatro documentos para que el Bonanza fuera suyo.

La víspera de su partida hacia Misisipí, estudió la propuesta por última vez, mandó mentalmente al infierno todo lo demás y firmó los papeles.

Si los chicos malos lo estaban vigilando, sabían disimular muy bien sus huellas. Tras haberse pasado seis días intentando descubrir la vigilancia, Corey Crawford opinaba que nadie le estaba siguiendo. Ray le pagó tres mil ochocientos dólares en efectivo y prometió llamarle en caso de que volviera a tener sospechas.

Bajo el pretexto de tener que almacenar más trastos, iba cada día a Chaneys Self-Storage para vigilar el dinero, acarreando cajas con cualquier cosa que pudiera encontrar en el apartamento. Tanto la 14B como la 37F estaban adquiriendo poco a poco el aspecto de una vieja buhardilla.

La víspera de su partida, acudió al despacho de la empresa y le preguntó a la señora Chaney si alguien había dejado libre la 18R. Sí, dos días atrás.

—Quisiera alquilarla —dijo.

—Ya van tres —dijo ella.

—Necesitaré más espacio.

—¿Y por qué no alquila una de nuestras unidades más grandes?

—Puede que lo haga más adelante. De momento, utilizaré las tres más pequeñas.

A ella le daba igual. Ray alquiló la 18R a nombre de Newton Aviation y pagó en efectivo el alquiler de seis meses. Cuando estuvo seguro de que nadie lo vigilaba, trasladó el dinero de la 37F a la 18R, donde lo esperaban tres cajas nuevas. Estaban hechas de vinilo revestido de aluminio y eran antiinflamables hasta una temperatura de cien grados centígrados. Eran también impermeables y disponían de cierre hermético. El dinero cupo en cinco de ellas. Para más seguridad, Ray las cubrió con varias colchas, mantas viejas y ropa usada para que todo ofreciera un aspecto más normal. No sabía muy bien a quién pretendía engañar con el desorden de su pequeño cuarto, pero se sentía mejor cuando éste ofrecía un aspecto descuidado.

Buena parte de lo que estaba haciendo aquellos días estaba destinado a otras personas. Un camino distinto desde su apartamento a la facultad. Un nuevo trayecto cuando salía a correr. Otra cafetería. Una nueva librería del centro para hojear libros. Y siempre con la vista puesta en lo inesperado, en el espejo retrovisor, un rápido vistazo por encima del hombro cuando paseaba o corría, un vistazo furtivo a través de las estanterías cuando entraba en una tienda. Alguien lo seguía, estaba seguro.

Había decidido ir a cenar con Kaley antes de irse a pasar unos días al Sur y antes de que ella se convirtiera técnicamente en una exalumna. Los exámenes ya habían terminado, ¿qué mal podía haber en ello? Kaley se quedaría a pasar el verano allí y él estaba dispuesto a aceptar sus insinuaciones, pero con mucho recelo. Recelo, porque eso era lo que todas las mujeres recibían de él. Recelo, porque en ésta creía ver algunas posibilidades.

Sin embargo, la primera llamada telefónica que le hizo fue un desastre. Contestó una voz masculina, una voz más joven que la suya, o al menos eso le pareció a Ray, y quienquiera que fuera no pareció alegrarse demasiado de la llamada. Cuando Kaley se puso al teléfono, se mostró más bien brusca. Ray le preguntó si prefería que la llamara en otro momento y ella le contestó que no, que ya lo llamaría ella.

Esperó tres días y después la borró de la lista, algo tan fácil como pasar una hoja del calendario.

Se fue de Charlottesville sin dejar nada pendiente. Con la compañía de Fog en el Bonanza, en cuatro horas de vuelo se plantó en Memphis, donde alquiló un automóvil y fue en busca de Forrest.

Su primera y única visita a la casa de Ellie Crum había tenido la misma finalidad que la presente. Forrest se había derrumbado y había desaparecido, y su familia sentía curiosidad por saber si estaba muerto o encerrado en la cárcel de algún sitio. Por aquel entonces, el Juez seguía en activo y la vida era normal, incluyendo la búsqueda de Forrest. Por supuesto, el Juez estaba demasiado ocupado parra buscar a su hijo menor. Además, ¿por qué iba a molestarse, pudiendo encargarse Ray?

La casa era un antiguo edificio de estilo victoriano situada en el centro de Memphis, un legado del padre de Ellie que en otros tiempos había sido un hombre muy próspero. Ellie no había heredado prácticamente nada más. Forrest se había sentido atraído por la idea de unos fondos de fideicomiso y por el presunto dinero de la familia, pero, al cabo de quince años, ya había perdido todas las esperanzas. En los primeros tiempos del acuerdo, había ocupado el dormitorio principal. Ahora vivía en el sótano. Otras personas habitaban también la casa; según los rumores, artistas que intentaban abrirse camino y necesitaban cobijo.

Ray aparcó en la acera. Los arbustos se hubieran tenido que podar y el tejado no estaba en muy buenas condiciones, pero la casa estaba envejeciendo muy bien. Forrest la pintaba cada mes de octubre, siempre en un deslumbrante color acerca del cual él y Ellie se pasaban todo un año discutiendo. Ahora estaba pintada de azul claro con adornos en colores rojos y anaranjados.

Una chica de cabello negro y piel más blanca que la nieve le abrió la puerta.

—¿Sí? —le dijo en tono malhumorado.

Ray la miró a través de la cancela. A su espalda, la casa estaba tan misteriosamente oscura como la última vez.

—¿Está Ellie? —preguntó Ray con la mayor brusquedad posible.

—Está ocupada. ¿Quién pregunta por ella?

—Soy Ray Atlee, el hermano de Forrest.

—¿De quién?

—Forrest, el que vive en el sótano.

La chica desapareció y Ray oyó unas voces procedentes de la parte posterior de la casa.

Iba envuelta en una sábana con trazos y manchas blancas de arcilla y agua, y unos cortes para sacar la cabeza y los brazos: Se estaba secando las manos con un sucio paño de cocina y daba la impresión de estar molesta por el hecho de que alguien hubiera interrumpido su tarea.

—Hola, Ray —saludó, abriéndole la puerta como si se tratara de un viejo amigo.

—Hola, Ellie —contestó Ray, cruzando el vestíbulo con ella hasta llegar al salón.

—Trudy, tráenos un poco de té, ¿quieres? —gritó ella.

Quienquiera que fuera la tal Trudy, no contestó. Las paredes de la casa estaban cubiertas por toda una serie de los más absurdos cacharros y jarrones que Ray hubiera visto en su vida. Según Forrest, Ellie se pasaba diez horas al día esculpiendo y no quería desprenderse de nada de lo que hacía.

—Siento lo de vuestro padre —dijo Ellie.

Estaban sentados cara a cara en torno a una mesita auxiliar con superficie de cristal. La mesita estaba inestablemente montada sobre tres cilindros fálicos, cada uno de ellos de un matiz distinto de azul. Ray no se atrevía ni a tocarla.

—Gracias —dijo secamente Ray.

Ni llamadas, ni tarjetas, ni cartas, ni flores, ni una sola palabra de afecto hasta aquel momento, en aquel encuentro casual. Se oía música de ópera al fondo.

—Supongo que buscas a Forrest —dijo ella.

—Sí.

—No le he visto últimamente. Vive en el sótano, ¿sabes? Entra y sale como un viejo gato. Mandé a una chica esta mañana para que echara un vistazo… por lo visto lleva más de una semana fuera. La cama no se ha hecho en cinco años.

—Es más de lo que quería saber.

—Y no ha llamado.

Entró Trudy con la bandeja del té, otra de las horrendas creaciones de Ellie. Las tazas eran unos pequeños cuencos desparejados con unas asas enormes.

—¿Leche y azúcar? —preguntó Ellie, llenando los cuencos y removiéndolos con una cucharilla.

—Sólo azúcar.

Le entregó el cuenco y él lo tomó con ambas manos. Como se le cayera, le machacaría el pie.

—¿Cómo está? —preguntó Ray en cuanto Trudy se retiró.

—Está bebido, está sereno, es el Forrest de siempre.

—¿Drogas?

—Mejor no hablar. Ni te lo imaginas.

—Tienes razón —dijo Ray, tratando de beberse la infusión. Era algo aromatizado con melocotón, y una gota fue suficiente—. La otra noche tuvo una pelea, ¿no lo sabías? Creo que se ha roto la nariz.

—No es la primera vez que se la rompe. ¿Por qué será que cuando los hombres se emborrachan les da por pelearse?

Era una estupenda pregunta para la cual Ray no tenía respuesta. Ella se bebió su té y cerró los ojos para saborearlo. Muchos años atrás, Ellie Crum había sido una mujer encantadora. Pero ahora que rondaba los cincuenta había desistido de intentarlo.

—Tú no lo aprecias, ¿verdad? —le preguntó Ray.

—Pues claro que sí.

—No, dime la verdad.

—¿Es importante?

—Es mi hermano. Nadie más se preocupa por él.

—Tuvimos unas relaciones sexuales muy satisfactorias durante los primeros años, pero después perdimos el interés. Yo engordé como una vaca y ahora estoy demasiado ocupada con mi trabajo.

Ray miró a su alrededor.

—Y, además, aquí siempre hay sexo —añadió Ellie señalando con la cabeza hacia la puerta por la que Trudy había entrado y salido—. Forrest es un amigo, Ray, y supongo que, en cierto modo, le quiero. Pero es también un adicto que, al parecer, ha decidido seguir siéndolo. Al cabo de algún tiempo, una se cansa.

—Lo sé. Lo sé muy bien, puedes creerme.

—Y creo que es uno de los pocos que hay. Tiene la suficiente fuerza como para recuperarse en el último momento.

—Pero esta fuerza no le basta para dejarlo del todo.

—Exactamente. Yo lo dejé del todo hace quince años, Ray. Los adictos son muy severos los unos con los otros. Por eso está en el sótano.

Probablemente es mucho más feliz allí abajo, pensó Ray. Le dio las gracias a Ellie por el té y el tiempo que le había dedicado y ella lo acompañó a la puerta. Seguía allí, detrás de la cancela, cuando él se alejó a toda velocidad en su automóvil.