20

Cuando Vicki se marchó para irse a vivir con el Liquidador, un profesor amigo de Ray le recomendó al abogado Axel Sullivan, especialista en divorcios. Axel demostró ser un abogado excelente, pero poco pudo hacer desde el punto de vista legal. Vicki se había ido, no regresaría y no quería nada de Ray. Axel examinó todos los papeles, recomendó los servicios de un buen psiquiatra y le ayudó a superar la penosa experiencia. Según Axel, el mejor investigador privado de la ciudad era Corey Crawford, un expolicía negro que había cumplido condena por propinar una paliza a un detenido. El despacho de Crawford estaba situado encima de un bar que tenía su hermano cerca del campus. Era un local muy agradable, con un buen menú y ventanas sin pintar, música en vivo los fines de semana y ninguna actividad ilícita, aparte de un corredor profesional de apuestas que trabajaba en el ámbito universitario. Aun así, Ray aparcó a tres manzanas de distancia. No quería que le vieran entrar en el local. Un rótulo que decía INVESTIGACIONES CRAWFORD indicaba una escalera a un lado del edificio.

No había ninguna secretaria o, por lo menos, no estaba presente en aquel momento. Llegó diez minutos antes de lo previsto, pero Crawford ya le esperaba. Rondaba los cuarenta años, llevaba la cabeza rapada y en su atractivo rostro no se observaba el menor atisbo de sonrisa. Era alto y delgado y las costosas prendas que lucía le sentaban muy bien. De la cintura le colgaba una pistola negra de gran tamaño protegida por una funda de cuero negro.

—Creo que me siguen —empezó Ray.

—¿No se trata de un divorcio?

Estaban sentados frente a frente ante una mesita del pequeño despacho que daba a la calle.

—No.

—¿Por qué cree que le siguen?

Había ensayado una historia acerca de unos problemas familiares en Misisipí, unos celos entre hermanos, una herencia que tal vez se recibiera o tal vez no, una historia un tanto confusa que Crawford pareció no tragarse. Antes de que éste llegara a formularle alguna pregunta, Ray le habló de Dolph, el misterioso visitante del aeródromo, y le facilitó su descripción.

—Me parece que debe de ser Rusty Wattle —dijo Crawford.

—¿Y ése quién es?

—Un detective de Richmond, no demasiado bueno. Trabaja un poco por aquí. Basándome en lo que acaba de decirme, no creo que su familia contratara los servicios de alguien de Charlottesville. Es una ciudad muy pequeña.

El nombre de Rusty Wattle quedó debidamente grabado y archivado para siempre en la memoria de Ray.

—¿Hay alguna posibilidad de que esos chicos malos de Misisipí quieran que usted se dé cuenta de que lo siguen? —preguntó Crawford.

Al ver que Ray lo miraba desconcertado, Crawford añadió:

—A veces nos contratan para que intimidemos y asustemos a la gente. Me da la impresión de que Wattle, o quienquiera que sea, quiso que sus amigos del aeródromo le facilitaran una buena descripción. Puede que dejara un rastro.

—Es posible.

—¿Qué quiere que haga?

—Averiguar si alguien me está siguiendo. Y, en caso afirmativo, quién es y quién le paga.

—Las dos primeras exigencias tal vez sean fáciles. La tercera podría ser imposible.

—Lo intentaremos. Crawford abrió una carpeta.

—Yo cobro cien dólares la hora —dijo mirando fijamente a Ray en busca de alguna muestra de indecisión—. Gastos aparte. Y un anticipo de dos mil sobre los honorarios.

—Preferiría pagarle en efectivo —declaró Ray, devolviéndole la mirada—. Si a usted le parece bien.

En el rostro de Crawford apareció un primer atisbo de sonrisa.

—En mi trabajo, siempre se prefiere el dinero en efectivo.

Crawford rellenó unos espacios en blanco de un contrato.

—¿Y si me han intervenido los teléfonos? —preguntó Ray.

—Lo investigaremos todo. Cómprese otro móvil digital y no lo registre a su nombre. Casi todos nuestros contactos serán a través del móvil.

—De acuerdo —murmuró Ray, quien tomó el contrato, lo estudió y lo firmó.

Crawford volvió a guardar el documento en la carpeta y regresó a su cuaderno de notas.

—Durante la primera semana, estableceremos todos sus movimientos. Todo se planificará. Siga sus costumbres de siempre, pero comuníquenoslo para que podamos colocar gente en el puesto.

«Va a haber un embotellamiento de tráfico a mi espalda», pensó Ray.

—Es una vida bastante aburrida —dijo—. Salgo a correr, acudo a mi trabajo, a veces vuelo en un aparato, regreso a casa solo, no tengo familia.

—¿Otros lugares?

—A veces me preparo el almuerzo o la cena, pero no el desayuno.

—Qué aburrimiento —dijo Crawford casi sonriendo—. ¿Mujeres?

—Ojalá. Podría haber algo en perspectiva, pero nada serio. Si sabe de alguna, dígame su nombre.

—Esos chicos malos de Misisipí buscan alguna cosa. ¿Qué es?

—La nuestra es una antigua familia con montones de objetos transmitidos de generación en generación. Joyas, libros raros, plata y cristal.

Sonaba natural y esta vez Crawford se lo tragó.

—Ahora ya nos vamos aclarando. ¿Y usted está en posesión de las reliquias de la familia?

—Exactamente.

—¿Las tiene aquí?

—Las guardo en Chaneys Self-Storage de Berkshire Road.

—¿En cuánto están valoradas?

—En mucho menos de lo que cree mi familia.

—Déme una idea.

—Medio millón tirando muy largo.

—¿Y usted tiene derecho legal a ellas?

—Digamos que sí. De lo contrario, me vería obligado a contarle la historia familiar, cosa que podría llevarme ocho horas y causarnos a los dos una buena jaqueca.

—Muy bien —asintió Crawford, dispuesto a dar por terminada la entrevista—. ¿Cuándo podrá tener el nuevo móvil?

—Ahora mismo.

—Estupendo. ¿Y cuándo podemos examinar su apartamento?

—Cuando quieran.

Tres horas más tarde, Crawford y un compañero de trabajo a quien aquél llamaba Booty finalizaron la primera parte de su tarea. Los teléfonos de Ray no estaban pinchados y no había dispositivos de escucha ni micrófonos ocultos. Los filtros de aire no ocultaban cámaras secretas. En la desordenada buhardilla no encontraron receptores ni monitores escondidos detrás de las cajas.

—Está todo limpio —anunció Crawford al salir.

Pero Ray no se sintió muy limpio cuando se sentó en su balcón. Si abres tu vida a unos desconocidos, aunque tú mismo los elijas y les pagues, te sientes atado.

El teléfono estaba sonando.

Forrest parecía sereno… su voz era fuerte y sus palabras sonaban con toda claridad. En cuanto dijo: «Hola, hermano», Ray prestó atención para comprobar en qué estado se encontraba. Era algo instintivo después de tantos años de llamadas telefónicas a todas horas y desde todos los lugares, muchos de los cuales el propio Forrest ni siquiera recordaba. Dijo que estaba bien, lo cual significaba que no había tomado drogas ni alcohol, aunque no aclaró por cuánto tiempo. Ray no pensaba preguntárselo.

Antes de que uno de ellos pudiera hablar del Juez, del testamento, de la casa o de Harry Rex, Forrest anunció:

—Tengo un nuevo negocio.

—Cuéntame —dijo Ray, acomodándose en su mecedora. La voz del otro extremo de la línea rebosaba de entusiasmo. Ray disponía de tiempo de sobra para escuchar.

—¿Has oído hablar alguna vez de Benalatofix?

—No.

—Yo tampoco. El apodo es Skinny Ben. ¿Te suena?

—Pues no, lo siento.

—Es una píldora adelgazante que ha lanzado una empresa de California llamada Luray Products, un negocio privado del que nadie ha oído hablar jamás. Los médicos llevan cinco años recetando como locos las píldoras Skinny Ben porque resulta que la sustancia funciona. No es para la mujer que necesita adelgazar unos diez kilitos, pero obra maravillas en las auténticamente obesas que tienen pinta de defensas de fútbol. ¿Estás ahí?

—Te escucho.

—Lo malo es que, al cabo de uno o dos años, a estas pobres mujeres se les han debilitado las válvulas cardíacas. Decenas de miles de ellas han sido tratadas con el producto y a Luray le están lloviendo las demandas en Florida y California. Hace ocho meses intervino la FDA y el mes pasado Luray retiró Skinny Ben del mercado.

—¿Y tú qué pintas exactamente en todo eso, Forrest?

—Soy seleccionador médico.

—¿Y qué es lo que hace un seleccionador médico?

—Gracias por preguntarlo. Hoy, por ejemplo, yo estaba en una suite de un hotel de Dyersburg, Tennessee, ayudando a estas pobres gordinflonas en la rutina de siempre. Los médicos, pagados por los abogados que me pagan a mí, comprueban el estado de su corazón y, si no es perfecto, ¿sabes qué ocurre?

—Que tienes una nueva cliente.

—Exactamente. Hoy he conseguido cuarenta.

—¿Qué vale por término medio cada caso?

—Unos diez mil dólares. Los abogados con quienes trabajo tienen actualmente ochocientos casos, es decir, ocho millones de pavos. Los abogados se quedan con la mitad y a las mujeres las vuelven a joder. Bienvenido al mundo de los agravios masivos.

—¿Y tú qué sacas de todo eso?

—Un salario base, una bonificación por cada nueva cliente y una parte de los beneficios finales. Puede haber medio millón de casos por ahí. Nuestro objetivo es localizarlos a todos.

—Eso serían cinco mil millones de dólares en demandas.

—Luray cuenta con ocho mil en dinero contante y sonante. Todos los abogados querellantes del país hablan del asunto.

—¿Y no se plantea ningún problema ético?

—La ética ya no existe, hermano. Tú vives en otro mundo. La ética es sólo para que personas como tú se la enseñen a unos alumnos que jamás la utilizarán. Siento tener que ser yo quien te lo revele.

—Ya me lo han dicho otras veces.

—La cuestión es que me voy a hacer de oro. Quería que lo supieras.

—Me alegro mucho.

—¿Hay alguien por aquí que esté tomando Skinny Ben?

—Que yo sepa, no.

—Mantén los ojos bien abiertos. Los abogados se están asociando con otros abogados de todo el país. Por lo visto, así es como funciona este asunto de los agravios masivos. Cuantos más casos consigues, mayor es la indemnización.

—Ya preguntaré por ahí.

—Nos vemos, hermano.

—Ten cuidado, Forrest.

La siguiente llamada se produjo pasadas las dos de la madrugada y, como en todas las llamadas a semejante hora, el teléfono pareció sonar eternamente, tanto durante el sueño como después. Al final, Ray consiguió descolgar el aparato y encender la luz.

—Ray, soy Harry Rex, siento llamarte a esta hora.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ray, sabiendo muy bien que no sería nada bueno.

—Forrest. Acabo de pasarme una hora hablando con él y con una enfermera del Hospital Baptista de Memphis. Lo tienen ingresado allí, creo que con la nariz rota.

—Cuéntamelo todo, Harry Rex.

—Entró en un bar, bebió más de la cuenta y se produjo una pelea, como de costumbre. Al parecer, eligió al tipo que no debía y ahora le están cosiendo la cara. Quieren que permanezca ingresado allí esta noche. He tenido que hablar con el personal del hospital y garantizarles el pago de los gastos. Les he pedido que no le administren analgésicos ni sustancias químicas. No tienen ni idea de lo que tienen entre manos.

—Siento que te hayas visto mezclado en todo esto, Harry Rex.

—Ya ha ocurrido otras veces y no me importa. Pero está loco, Ray. Volvió a comentar el tema del testamento y dijo que le están escamoteando la parte que le corresponde, las tonterías de siempre. Ya sé que está bebido, pero siempre insiste en lo mismo.

—Yo hablé con él hace unas cinco horas. Estaba bien.

—Pues habrá sido poco antes de irse al bar. Al final, le tuvieron que administrar un sedante para reducirle la fractura de la nariz, de lo contrario, hubiera sido imposible. Me preocupan todas esas drogas y medicamentos. Menudo desastre.

—Lo siento, Harry Rex —repitió Ray a falta de otra cosa mejor que decir. Se produjo una pausa en cuyo transcurso Ray trató de ordenar sus pensamientos—. Estaba bien hace unas cuantas horas, limpio de drogas y sereno, o eso me pareció a mí por lo menos.

—¿Te llamó él? —preguntó Harry Rex.

—Sí, estaba muy contento con el nuevo trabajo que había encontrado.

—¿Esta bobada de Skinny Ben?

—Sí, ¿es un trabajo en serio?

—Creo que sí, allá abajo hay un grupo de abogados a la caza de estos casos. Y contratan a tipos como Forrest para que se los localicen.

—Tendrían que retirarles la licencia.

—Ya, como a la mitad de todos nosotros. Deberías volver a casa. Cuanto antes abramos el testamento, antes podremos tranquilizar a Forrest. Aborrezco estas acusaciones.

—¿Tienes alguna fecha en el juzgado?

—Podríamos hacerlo el miércoles de la semana que viene. Creo que tendrías que quedarte unos cuantos días aquí.

—Pensaba hacerlo. Reserva la fecha y allí estaré.

—Se lo diré a Forrest dentro de un par de días, a ver si lo pillo sereno.

—Lo siento, Harry Rex.

Como era de esperar, Ray no pudo dormir. Estaba leyendo una biografía cuando sonó su nuevo móvil. Alguien se habría equivocado de número.

—¿Diga? —contestó en tono receloso.

—¿Por qué está despierto? —le preguntó la profunda voz de Corey Crawford.

—Porque mi teléfono no para de sonar. ¿Y usted por qué lo está?

—Porque estamos vigilando. ¿Se encuentra bien?

—Sí. Son casi las cuatro de la madrugada. ¿Acaso ustedes no duermen nunca?

—Hacemos muchas siestas. Yo, que usted apagaría la luz.

—Gracias. ¿Alguien más vigila mi luz?

—Todavía no.

—Eso es bueno.

—Acabamos de empezar.

Ray apagó la luz de la parte anterior de su apartamento y se fue a su dormitorio, donde se puso a leer con la ayuda de una lamparilla. El hecho de saber que le estaban cobrando cien dólares la hora durante la noche le dificultó todavía más la tarea de conciliar el sueño.

Es una buena inversión, se repetía una y otra vez.

A las cinco en punto de la mañana, bajó disimuladamente por el pasillo como si alguien pudiera verle desde abajo y se preparó un café en medio de la oscuridad. Mientras aguardaba su primera taza, llamó a Crawford, cuya voz sonaba soprendentemente soñolienta.

—Estoy preparando el café, ¿le apetece una taza? —preguntó Ray.

—No es una buena idea, pero gracias.

—Mire, esta tarde volaré a Atlantic City. ¿Tiene un bolígrafo?

—Sí, dígame.

—Saldré de la zona de aviación general en un Beech Bonanza de color blanco, número de cola ocho-uno-cinco-R, a las tres de la tarde, con un instructor de vuelo llamado Fog Newton. Nos quedaremos esta noche en el Canyon Casino y regresaremos hacia el mediodía de mañana. Dejaré mi automóvil en el aeropuerto, cerrado como de costumbre. ¿Alguna cosa más?

—¿Quiere que vayamos a Atlantic City?

—No, no será necesario. Me moveré mucho por allí y procuraré estar alerta.