19

Transcurrió una semana sin que los agentes del FBI o los inspectores de Hacienda llamaran a su puerta con sus placas de identificación para formularle preguntas acerca de un dinero ilegal localizado en Atlantic City, una semana sin el menor rastro de Dolph o de cualquier otra persona que lo siguiera, una semana en la que no alteró su costumbre de correr ocho kilómetros por la mañana antes de trasladarse a la Facultad de Derecho para impartir sus clases.

Voló tres veces con el Bonanza, cada una de ellas teniendo a Fog sentado junto a su codo derecho como profesor, y pagando cada clase de inmediato con dinero en efectivo.

—Dinero del casino —decía sonriendo, y no era mentira.

Fog estaba deseando regresar a Atlantic City para recuperar el dinero perdido. Ray no tenía demasiado interés en ello, pero no era mala idea. Podría jactarse de haber tenido otro día de suerte en las mesas y seguir pagando las clases de vuelo con dinero en efectivo.

Los millones estaban ahora en la nave 37F; la 14B seguía alquilada a nombre de Ray Atlee y todavía contenía la ropa vieja y los muebles baratos; ahora la 37F estaba alquilada a nombre de NDY Ventures en honor de los tres instructores de Dockers. El nombre de Ray no figuraba en ninguno de los documentos de la 37E Lo había alquilado para tres meses, pagando en efectivo.

—Quiero que tenga carácter confidencial —indicó a la señora Chaney.

—Aquí todo es confidencial. Viene toda clase de gente.

La mujer le dirigió una mirada de complicidad como diciendo: «Me importa un bledo lo que escondas. Tú págame y no te preocupes».

Había trasladado las cajas de una en una, arrastrándolas por el suelo, al amparo de la oscuridad de la noche, mientras un guardia de seguridad lo observaba desde lejos. El espacio de la 37F era idéntico al de la 14B y, una vez colocadas las cajas, Ray se juró una vez más dejarlas allí y no pasar cada día ara echarles un vistazo. Jamás hubiera podido imaginar que acarrear tres millones de dólares de un lado para otro pudiera ser una tarea tan complicada.

Harry Rex no había llamado. Le había enviado otro paquete urgente con más cartas y tarjetas de condolencia. Ray se vio obligado a leerlas todas o, por lo menos, a echarles un vistazo, por si hubiera entre ellas alguna nota críptica. No halló nada.

Los exámenes llegaron y terminaron, y después de la graduación la Facultad de Derecho se quedó vacía para iniciar su periodo de descanso estival. Ray se despidió de todos sus alumnos menos de Kaley, quien, al término de su último examen, comunicó a Ray que había decidido quedarse a pasar el verano en Charlottesville. Insistió una vez más en reunirse con él antes de la graduación. Por simple gusto.

—Vamos a esperar a que ya no sea usted una estudiante —contestó Ray, manteniéndose firme a pesar de la tentación.

Ambos se encontraban en su despacho con la puerta abierta.

—Faltan seis días —comentó ella.

—Pues sí.

—Entonces, vamos a concertar una cita.

—No, primero quiero que se gradúe y después concertaremos una cita.

Ella se retiró con la misma sonrisa y la misma mirada insinuante, y Ray comprendió que le crearía problemas. Carl Mirk lo sorprendió contemplando el pasillo mientras ella se alejaba con sus ajustados vaqueros.

—No está nada mal —comentó Carl.

Ray se avergonzó un poco, pero siguió mirando.

—Se me ha insinuado —dijo.

—No eres el único. Ten cuidado.

Ambos se encontraban de pie en el pasillo junto a la puerta del despacho de Ray. Carl le entregó un sobre un poco raro diciendo:

—He pensado que te haría gracia.

—¿Qué es?

—Una invitación al Baile del Buitre.

—¿El qué?

—El primero y probablemente el último Baile del Buitre. Es un baile de gala a beneficio de la conservación de la fauna ornitológica de Piedmont. Fíjate en los anfitriones.

Ray leyó muy despacio.

—«Vicki y Lew Rodowski tienen el honor de invitarle…»

—Ahora el Liquidador se dedica a salvar las aves. Conmovedor, ¿verdad?

—¡Cinco mil dólares por pareja!

—Creo que eso es todo un récord en Charlottesville. Se la enviaron al decano. Él figura en la lista A, nosotros no. Hasta su mujer se pegó un susto al ver el precio.

—Y eso que Suzie está hecha a prueba de sustos, ¿verdad?

—Eso creía yo. Quieren que asistan doscientas parejas. Reunirán aproximadamente un millón de dólares y les enseñarán a todos cómo se hace. Éste es el plan, por lo menos. Suzie dice que podrán considerarse afortunados si asisten treinta parejas.

—¿Ella no irá?

—No, y el decano estará sumamente encantado. Le parece que será la primera fiesta de gala que se pierden en los últimos diez años.

—¿Música de los Drifters? —dijo Ray, echando un vistazo al resto de la invitación.

—Eso le costará cinco de los grandes.

—Menudo idiota.

—Así es Charlottesville. Un payaso deja Wall Street, adquiere una nueva esposa, compra una inmensa granja y empieza a derramar dinero a su alrededor para convertirse en el gran hombre de una pequeña ciudad.

—Bueno, pues yo no pienso ir.

—No estabas invitado. Guárdala.

Cuando Carl se fue, Ray regresó a su escritorio con la invitación en la mano. Apoyó los pies en el escritorio, cerró los ojos y empezó a soñar despierto. Se imaginó a Kaley con un provocador vestido negro sin espalda, unos cortes laterales hasta los muslos, un pronunciado escote en V, guapa a rabiar, trece años más joven que Vicki y mil veces más en forma que ésta, saliendo a la pista para bailar con él, que tampoco era un mal bailarín, moviéndose al compás de los sincopados ritmos Motown de los Drifters mientras todo el mundo los miraba y se preguntaba: «Y ésos, ¿quiénes son?».

Entonces, como respuesta, Vicki se vería obligada a arrastrar al viejo Lew a la pista, al pobre Lew, cuyo esmoquin no podría ocultar su redonda barriguita; el pobre Lew, con sus mechoncitos de cabello gris por encima de las orejas; Lew, el viejo chivo, tratando de ganarse el respeto público con sus esfuerzos por salvar a unos pájaros de la extinción; Lew, el de la espalda artrítica, que arrastra los pies y se mueve como un camión de la basura; Lew, tan orgulloso de haber ganado el trofeo de aquella esposa, ataviada con su vestido de un millón de dólares que dejaba al descubierto una parte excesiva de sus huesos espléndidamente escuálidos.

Él y Kaley estarían mucho más guapos y bailarían mucho mejor, pero ¿qué iban a demostrar con ello?

Sería divertido, pero mejor dejarlo correr. Ahora que tenía dinero, no pensaba perder el tiempo con semejantes bobadas.

El viaje por carretera a Washington duraba dos horas y buena parte del mismo resultaba muy pintoresco y agradable. Sin embargo, ahora su sistema preferido de viaje había cambiado. Él y Fog volaron durante treinta y ocho minutos en el Bonanza hasta el Aeropuerto Nacional Reagan, donde los autorizaron a regañadientes a tomar tierra a pesar de la previa reserva de espacio. Ray tomó un taxi y, en quince minutos, se plantó en el Departamento del Tesoro de la avenida Pensilvania.

Un compañero suyo de la Facultad de Derecho tenía un cuñado con cierta influencia en el Departamento del Tesoro. Se habían efectuado unas cuantas llamadas, por lo que el señor Oliver Talbert recibió al profesor Atlee en su cómodo despacho de la OPI, la Oficina de Planchas e Impresiones. El profesor estaba llevando a cabo unas investigaciones acerca de un proyecto un tanto impreciso y necesitaba que alguien le dedicara menos de una hora. Talbert no era el cuñado, pero le habían pedido que lo sustituyera.

Empezaron con el tema de las falsificaciones y Talbert le explicó a grandes rasgos los problemas que se planteaban en aquellos momentos, casi todos ellos relacionados con la tecnología… sobre todo con las impresoras de inyección de tinta y la moneda falsa creada por ordenador. Él tenía allí unas muestras de las mejores imitaciones. Con una lupa, le indicó los defectos, la falta de detalle en la frente de Benjamin Franklin, la ausencia de unas finas líneas en el fondo del dibujo, la tinta corrida en los números de serie.

—Esto es un producto muy bueno —dijo—. Y los falsificadores cada vez se superan.

—¿Éstos dónde los encontraron? —preguntó Ray, a pesar de que la cuestión carecía de la menor importancia.

Tag estudió la etiqueta de la parte posterior de la tabla de muestra.

—En México —respondió sin añadir nada más.

Para adelantarse a los falsificadores, el Departamento del Tesoro invertía grandes sumas en el desarrollo de su propia tecnología. Impresoras que conferían a los billetes un efecto casi holográfico, filigranas, tintas tornasoladas, configuración de impresión de trazo fino, retratos ampliados descentrados y escáneres capaces de detectar una falsificación en menos de un segundo. El método más eficaz hasta la fecha era uno que todavía no se había utilizado. Cambiar simplemente el color del dinero. Pasar de verde a azul, de azul a amarillo y de éste a rosa. Retirar el antiguo e inundar los bancos con los nuevos billetes; de esta manera, los falsificadores no podrían seguir el ritmo, al menos ésa era la teoría de Talbert.

—Pero eso el Congreso no lo permitiría —concluyó éste, meneando la cabeza.

La principal preocupación de Ray era la localización del origen del dinero auténtico, cosa que, al final, consiguió plantear. El dinero no está marcado por obvias razones, le explicó Talbert. Si el estafador viera las señales en los billetes, el timo se vendría abajo. Marcar los billetes significaba simplemente registrar los números de serie, una tarea antaño muy pesada, pues se hacía manualmente. Talbert le contó a Ray la historia de un secuestro y un rescate. El dinero se recibió minutos antes de que se decidiera el lugar de la entrega. Dos docenas de agentes del FBI trabajaron desesperadamente para anotar los números de serie de los billetes de cien dólares. Cada número de serie tenía once dígitos.

—El rescate ascendía a un millón de dólares —dijo— y se les acabó el tiempo. Registraron unos ochenta mil, pero no todos. Atraparon a los secuestradores un mes después con algunos billetes marcados y así terminó el caso.

Pero ahora un nuevo escáner había facilitado mucho la tarea. Fotografiaba diez billetes a la vez, cien en cuarenta segundos.

—Y, una vez grabados los números de serie, ¿cómo encuentran ustedes el dinero? —preguntó Ray, haciendo anotaciones en un cuaderno de apuntes.

¿Acaso Talbert esperaba otra cosa?

—De dos maneras. Primero, si se localiza al estafador con el dinero, simplemente se atan cabos y se procede a su detención. Así atrapan la DEA, el Departamento de Lucha contra la Droga, y el FBI a los narcotraficantes. Se detiene a un camello, se cierra un trato con él, se le entregan veinte mil dólares en billetes marcados para que le compre coca a su proveedor y entonces se atrapa a los peces más gordos que tienen en su poder el dinero del estado.

—¿Y si no se atrapa al estafador? —preguntó Ray, quien no pudo evitar pensar en su difunto padre.

—Entonces se echa mano del segundo sistema, mucho más complicado. En cuanto la Reserva Federal retira el dinero, se escanea una muestra aleatoria del mismo. Si se encuentra un billete marcado, es posible llegar hasta el banco que lo facilitó. Pero entonces ya es demasiado tarde. De vez en cuando, una persona con dinero marcado lo utiliza durante algún tiempo en una zona determinada, y de esta manera hemos atrapado a algunos estafadores.

—Parece bastante difícil.

—Mucho —reconoció Talbert.

—Hace unos años leí la historia de unos cazadores de patos que se tropezaron con los restos de un avión que había sufrido un accidente —dijo Ray en tono indiferente. El relato había sido cuidadosamente ensayado—. A bordo encontraron una cantidad de dinero en efectivo, al parecer casi un millón de dólares. Pensaron que era dinero procedente del narcotráfico y se quedaron con él. Resultó que tenían razón: el dinero estaba marcado y no tardó en ser localizado en la pequeña ciudad donde ellos vivían.

—Creo que recuerdo el caso —dijo Talbert.

Debo de estar haciéndolo muy bien, pensó Ray.

M pregunta es: ¿hubieran podido esas personas o quienquiera que hubiera encontrado el dinero, mostrarlo simplemente a la DEA o el FBI o el Tesoro para ver si estaba marcado y, en caso afirmativo, averiguar su procedencia?

Talbert se rascó la mejilla con un huesudo dedo, reflexionó acerca de la pregunta y se encogió de hombros.

—No veo por qué razón no hubieran podido hacerlo —contestó—. Pero el problema es obvio. Habrían corrido el peligro de perder el dinero.

—Estoy seguro de que semejante situación no debe de producirse muy a menudo —dijo Ray, y ambos se echaron a reír.

Talbert le contó la historia de un Juez de Chicago que les sacaba a los abogados pequeñas sumas, quinientos y mil dólares cada vez, para agilizar los casos y dictar sentencias favorables. Llevaba muchos años haciéndolo cuando alguien dio el chivatazo al FBI. Se pusieron en contacto con algunos abogados y los convencieron de que colaboraran. Se registraron los números de serie de los billetes y, durante los dos años de vigilancia, trescientos cincuenta mil dólares pasaron a escondidas a través del tribunal a los pegajosos dedos del Juez. Cuando procedieron a su detención, el dinero había desaparecido. Alguien había advertido en secreto al funcionario corrupto. Al final, el FBI encontró el dinero en el garaje del hermano del Juez en Arizona y todo el mundo acabó en la cárcel.

Ray no pudo evitar removerse en su asiento. ¿Habría sido una casualidad o acaso Talbert estaba intentando decirle algo? Sin embargo, a medida que el relato se iba desarrollando, se tranquilizó y procuró disfrutar de él, a pesar de la coincidencia. Talbert no sabía nada acerca de su padre.

Mientras regresaba en taxi al aeropuerto, Ray efectuó unos cálculos en su cuaderno de apuntes. Un Juez como el de Chicago, robando a razón de ciento setenta y cinco mil dólares al año, hubiera tardado veintiséis años en acumular tres millones. Y aquello era Chicago, con cientos de salas de justicia y miles de prósperos abogados que manejaban casos mucho más importantes que los del norte de Misisipí. El sistema judicial de allí era una industria en la que las cosas se podían agilizar, algunas personas podían cerrar los ojos y se podían pagar sobornos. En el mundo del Juez Atlee, un puñado de personas se encargaba de todo y, en caso de que se hubiera entregado o recibido dinero, la gente se habría enterado. Era imposible sacar tres millones de dólares del distrito Veinticinco de Equidad por la sencilla razón de que allí no había semejante cantidad de dinero.

Llegó a la conclusión de que tendría que efectuar un nuevo viaje a Atlantic City. Se llevaría más dinero para someterlo a una prueba final. Tenía que averiguar si el dinero del Juez estaba marcado.

Fog estaría encantado.