La duración estimada del vuelo a Atlantic City en el Bonanza era de ochenta y cinco minutos, exactamente treinta y cinco minutos más rápido que con el Cessna que Ray había alquilado hasta entonces. A primera hora de la mañana del sábado, él y Fog llevaron a cabo una exhaustiva revisión bajo la a menudo molesta supervisión de Dick Docker y Charlie Yates, que se paseaban por el interior del Bonanza con sus altos vasos de plástico llenos de un café malísimo como si, en lugar de simplemente observar, los que tuvieran que volar fueran ellos. Aquella mañana no tenían alumnos, pero en el aeródromo ya se había corrido la voz de que Ray iba a comprar el Bonanza y querían ver las cosas por sí mismos. Los rumores del hangar eran tan fidedignos como los chismorreos de cafetería.
—¿Cuánto pide ahora? —preguntó Docker, dirigiéndose más o menos a Fog Newton, quien estaba agachado bajo un ala del aparato vaciando un cárter de combustible y comprobando la posible existencia de agua o polvo en los depósitos.
—Ha bajado a cuatrocientos diez —contestó Fog, dándose importancia porque él estaría a cargo de aquel vuelo.
—Sigue siendo un precio muy alto —comentó Yates.
—¿Vas a presentar una oferta? —le preguntó Docker a Ray.
—Ocúpate de tus asuntos —replicó Ray sin mirarle.
Estaba examinando el aceite del motor.
—Éstos son nuestros asuntos —terció Yates, y todos se echaron a reír.
A pesar de la ayuda no solicitada, la revisión del aparato se completó sin problemas. Fog subió primero y se ajustó el cinturón de seguridad en el asiento de la izquierda. Ray se acomodó en el de la derecha y, en cuanto cerró la portezuela con fuerza, la aseguró y se colocó los auriculares, comprendió que había encontrado la máquina perfecta. El motor de doscientos caballos de potencia se puso en marcha con gran suavidad. Fog repasó lentamente los indicadores, los instrumentos y las radios y, cuando ambos hubieron terminado la lista de verificación previa al despegue, se puso en contacto con la torre. Se elevaría y le pasaría los mandos a Ray.
El viento era muy ligero y las nubes estaban muy altas y eran dispersas: un día casi perfecto para volar. Se separaron de la pista a ciento veinte kilómetros por hora, replegaron el tren de aterrizaje y subieron a doscientos cuarenta metros por minuto hasta que alcanzaron la prevista altitud de crucero de dos mil metros de altura. Para entonces, Ray ya estaba al mando del aparato y Fog explicaba los detalles del piloto automático, el tiempo de radar y el sistema de evitación de colisiones.
—Tiene de todo —ponderó Fog más de una vez.
Fog había hecho toda su carrera como piloto de la Armada, pero en los últimos diez años se había limitado a pilotar los pequeños Cessna, con los que había enseñado a volar a Ray y a otro millar de alumnos más. Un Bonanza era el Porsche de los monomotores y Fog estaba encantado de tener la insólita oportunidad de volar en uno de ellos. La ruta que les había asignado el tráfico aéreo los llevó justo al sur y al este de Washington, lejos del concurrido espacio aéreo que rodeaba el Aeropuerto Internacional Dulles y el Aeropuerto Nacional Reagan. Unos cincuenta kilómetros más allá y a más de mil quinientos metros de altura, distinguieron la cúpula del Capitolio y enseguida sobrevolaron la Chesapeake con el perfil de Baltimore a lo lejos. La bahía estaba preciosa, pero el interior del aparato resultaba mucho más interesante. Ray lo manejaba personalmente sin la ayuda del piloto automático. Mantuvo el rumbo y la altura asignada, habló con el control de Washington mientras escuchaba el incesante parloteo de Fog acerca de las prestaciones y las características del Bonanza.
Ambos pilotos hubieran deseado que el vuelo se prolongara varias horas, pero Atlantic City ya estaba muy cerca. Ray descendió a mil trescientos metros y después pasó a la frecuencia de aproximación. Con la pista de aterrizaje a la vista, Fog se puso nuevamente al mando del aparato y éste se deslizó hasta tocar tierra con suavidad. Rodando hacia la rampa general de aviación, pasaron por delante de dos hileras de pequeños Cessna y Ray no pudo por menos de pensar que aquellos días ya habían quedado atrás. Los pilotos siempre andaban buscando su siguiente aparato, y Ray ya había encontrado el suyo.
El casino preferido de Fog era el Rio, el que había en el paseo marítimo junto a otros varios. Acordaron reunirse a almorzar en una cafetería de la segunda sala y después cada cual se fue rápidamente por su camino. Ambos querían mantener en secreto su juego. Ray empezó a pasear entre las máquinas tragaperras y echó un vistazo a las mesas. Era sábado y el Rio estaba lleno de gente. Dio una vuelta y se acercó a las mesas de póquer. Fog estaba en medio de un grupo alrededor de una mesa, enfrascado en sus cartas y con un montón de fichas bajo las manos.
Ray tenía cinco mil dólares en el bolsillo, cincuenta de los billetes de cien dólares elegidos al azar de entre el tesoro escondido que había acarreado desde Clanton. Su único objetivo aquel día era el de soltar el dinero en dos casinos del paseo marítimo y comprobar que no era falso, ni estaba marcado ni era posible seguir su pista de ninguna manera. Tras su visita a Tunica la noche del lunes anterior, estaba casi seguro de que el dinero era auténtico.
Ahora casi deseaba que estuviera marcado. Si así fuera, era posible que el FBI lo localizara y le dijera de dónde procedían los millones. Él no había hecho nada malo. La parte culpable había muerto. Que interviniera la policía federal.
Encontró una silla vacía junto a una mesa de blackjack y depositó cinco billetes para que le dieran las fichas.
—Verdes —dijo como si fuera un veterano jugador.
—Cambiando quinientos —dijo el crupier sin apenas levantar la mirada.
—Cambie —fue la respuesta de un supervisor.
Las mesas estaban muy animadas. Se oía en segundo plano el rumor de las máquinas tragaperras. A lo lejos, una partida de dados estaba al rojo vivo y los hombres anunciaban a voz en grito los puntos de los dados.
El crupier tomó los billetes mientras Ray se quedaba momentáneamente petrificado. Los demás jugadores lo observaron con indiferente admiración. Todos ellos estaban jugando con fichas de cinco y diez dólares. Aficionados.
El crupier introdujo los billetes del Juez, todos perfectamente válidos, en la caja del dinero y contó veinte fichas verdes de veinticinco dólares para Ray, quien perdió la mitad de ellas durante los primeros quince minutos y se fue a tomar un helado. Le quedaban doscientos cincuenta dólares y no estaba preocupado en absoluto.
Se acercó a las mesas de los dados y contempló el bullicio y la confusión que reinaban en ellas. No podía creer que su padre hubiera llegado a dominar un juego tan complicado. ¿Dónde aprendía uno a tirar los dados en el condado de Ford, Misisipí?
Según la pequeña guía de juegos de azar que había adquirido en una librería, la apuesta básica era como un tanteo, por lo que, en cuanto se armó de valor, se situó entre otros dos jugadores y depositó las diez fichas que le quedaban en la línea de apuestas. Se arrojaron los dados, salieron doce puntos y la banca se llevó el dinero; Ray abandonó el Rio para visitar el Princess, en la puerta de al lado.
Por dentro todos los casinos eran iguales. Los vejetes contemplaban inútilmente las ranuras de las máquinas tragaperras. En las bandejas se iban depositando las suficientes monedas como para mantenerlos enganchados. Las mesas de blackjack estaban rodeadas de tranquilos jugadores que bebían sin cesar las cervezas y el whisky que la casa les regalaba. Unos jugadores muy serios rodeaban las mesas de los dados, pegando gritos. Unos cuantos asiáticos jugaban a la ruleta. Unas camareras enfundadas en unos uniformes ridículos enseñaban su cuerpo y servían bebidas.
Eligió una mesa de blackjack y repitió su actuación. Sus siguientes cinco billetes superaron la inspección del crupier. Apostó cien dólares en la primera mano, pero, en lugar de perder rápidamente el dinero, empezó a ganar.
Tenía en el bolsillo demasiado dinero que examinar como para perder el tiempo acumulando fichas, por lo que, cuando hubo duplicado la cantidad, sacó otros diez billetes y pidió fichas de cien dólares. El crupier lo comunicó al supervisor de las mesas, quien sonrió de oreja a oreja.
—Buena suerte —le deseó.
Una hora después se retiró de la mesa con veintidós fichas.
El siguiente casino de su recorrido fue el Forum, un establecimiento de aspecto más antiguo, en el que el olor a humo rancio de tabaco quedaba parcialmente camuflado por el de un desinfectante barato. La clientela también era más vieja porque, tal como no tardó en descubrir, la especialidad del Forum eran las máquinas tragaperras de un cuarto de dólar, y los mayores de sesenta y cinco años podían disfrutar de desayuno, almuerzo o cena gratis, lo que uno prefiriera. Las camareras rondaban los cincuenta y habían abandonado la idea de enseñar su cuerpo. Iban de un lado para otro, enfundadas en una especie de chándal con zapatillas deportivas a juego.
El límite en el blackjack eran diez dólares por mano. El crupier vaciló al ver el dinero de Ray sobre la mesa y sostuvo el primer billete a contraluz, como si finalmente hubiera descubierto a un falsificador. El supervisor de las mesas también examinó el billete mientras Ray ensayaba una excusa cualquiera: que le habían entregado aquel billete en el Rio, unas puertas más abajo.
—Tómelo —dijo el supervisor de las mesas, y pasó el momento de peligro. Había perdido trescientos dólares en una hora.
Fog aseguró que estaba haciendo saltar el casino cuando ambos se reunieron para tomar rápidamente un bocadillo juntos. Ray sólo tenía cien dólares, pero, como todos los jugadores, mintió, diciendo que estaba ganando un poco. Acordaron salir de allí a las cinco de la tarde para emprender el vuelo de regreso a Charlottesville.
El último dinero en efectivo que le quedaba a Ray se convirtió en fichas en una mesa de cincuenta dólares del Canyon Casino, el más nuevo del paseo marítimo. Se pasó un rato jugando, pero no tardó en cansarse de las cartas y se dirigió a la barra de la zona deportiva, donde se tomó un refresco mientras contemplaba un combate de boxeo retransmitido desde Las Vegas. Los cinco mil dólares que se había llevado a Atlantic City habían superado la prueba. Se iría de allí con cuatro mil setecientos dólares y dejaría un buen rastro. Lo habían filmado y fotografiado en siete casinos. En dos de ellos había rellenado unos impresos al cobrar el importe de las fichas en la caja. En otros dos había utilizado las tarjetas de crédito para retirar pequeñas cantidades con el fin de dejar más pruebas.
Si se pudiera localizar el origen del dinero del Juez, ya sabrían quién era él y dónde encontrarle.
Fog se mostró muy taciturno durante el trayecto de vuelta al aeropuerto. Su suerte había cambiado por la tarde.
—He perdido doscientos —reconoció al final, pero su actitud revelaba que había perdido mucho más—. ¿Y tú? —preguntó.
—He tenido una buena tarde —contestó Ray—. He ganado suficiente para pagar el alquiler del aparato.
—No está mal.
—¿Crees que podría pagarlo en efectivo?
—Pagar en efectivo sigue siendo legal —contesto Fog, animándose un poco.
—Pues pagaré en efectivo.
Durante la revisión previa al vuelo, Fog le preguntó a Ray si quería volar en el asiento de la izquierda.
—Lo consideraremos una clase —asintió.
La perspectiva de una transacción en efectivo le había elevado el ánimo.
Detrás de dos vuelos de abono, Ray rodó para situar el Bonanza en posición y esperó a que el tráfico se despejara un poco. Bajo la estrecha vigilancia de Fog, inició la maniobra de despegue, aceleró a ciento veinte kilómetros por hora y se elevó en el aire. El motor turboalimentado parecía dos veces más potente que el del Cessna. Ascendieron sin el menor esfuerzo hasta dos mil quinientos metros de altura y enseguida se sintieron los amos del mundo.
Dick Docker estaba dormitando en la Carlinga cuando entraron Ray y Fog para registrar los detalles del viaje y entregar los auriculares. Adoptó posición de firmes y se acercó al mostrador.
—No os esperaba tan pronto —musitó medio dormido mientras sacaba unos impresos de un cajón.
—Hemos hecho saltar la banca del casino —dijo Ray.
Fog había desaparecido en la sala de estudios de la academia de aviación.
—Qué barbaridad, en mi vida lo había oído.
Ray estaba pasando las hojas del cuaderno de bitácora.
—¿Vas a pagar ahora? —preguntó Dick, garabateando unos números en el papel.
—Sí, y quiero que me hagáis el descuento por pago en efectivo.
—No sabía que lo practicáramos.
—Pues ahora ya lo sabes. Es el diez por ciento.
—Se puede hacer. Sí, es el descuento de siempre.
—Dick volvió a calcular la cantidad y dijo:
—Total, mil trescientos veinte dólares.
Ray sacó un fajo de billetes y empezó a contar.
—No llevo de veinte. Aquí tienes mil trescientos. Mientras contaba a su vez el dinero, Dick le dijo:
—Hoy, ha venido un tipo, dijo que quería recibir unas clases y, no sé cómo, mencionó tu nombre.
—¿Quién era?
—Jamás le había visto.
—¿Y por qué mencionó mi nombre?
—Fue una cosa un poco rara. Le estaba hablando de los gastos y demás y, de pronto, preguntó si eras propietario de un avión. Comentó que te conocía de no sé dónde.
Ray mantenía ambas manos apoyadas en el mostrador.
—¿Te dijo cómo se llamaba?
—Se lo pregunté. Dolph no sé qué, no lo entendí muy bien. Empezó a comportarse de una manera un poco sospechosa y, al final, se fue. Yo lo observé y vi que se detenía a la altura de tu automóvil en el aparcamiento y que lo rodeaba como si fuera a robar o algo por el estilo, y después se fue. ¿Conoces a Dolph?
—Jamás he conocido a ningún Dolph.
—Yo tampoco. Jamás había oído hablar de un tal Dolph. Tal como te digo, todo fue un poco raro.
—¿Qué pinta tenía?
—Unos cincuenta y tantos años, bajito, delgado, con el cabello totalmente gris peinado hacia atrás, ojos oscuros como si fuera griego o algo así, parecía un vendedor de automóviles usados, botas de puntera puntiaguda.
Ray meneó la cabeza. No tenía ni idea.
—¿Y por qué no le pegaste un tiro? —preguntó Ray.
—Pensé que era un cliente.
—¿Y desde cuándo eres amable con los clientes?
—¿Vas a comprar el Bonanza?
—No. Era sólo un sueño.
Fog regresó y ambos se felicitaron mutuamente por el maravilloso viaje y prometieron repetirlo, como de costumbre. Mientras se alejaba en su automóvil, Ray vigiló todos los vehículos y todas las salidas. Lo estaban siguiendo.