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El solitario silencio de un viernes a última hora de la mañana fue interrumpido por el timbre de la puerta. Ray había estado durmiendo hasta muy tarde y aún intentaba quitarse de encima el cansancio del viaje de regreso a casa. Tres periódicos y cuatro tazas de café después, ya estaba casi completamente despejado.

Había una caja de Harry Rex enviada por correo urgente, llena de cartas de admiradores y de recortes de periódicos. Ray lo extendió todo sobre la mesa del comedor y empezó con los artículos. El Clanton Chronicle del miércoles había publicado un reportaje en primera plana con una impresionante fotografía de Reuben Atlee, con toga y martillo incluidos. La fotografía tenía veinte años de antigüedad por lo menos. En ella aparecía el Juez con el cabello más tupido y oscuro y un cuerpo que llenaba mejor la toga. El titular rezaba: «Muere el Juez Atlee a los 79 años». En la primera plana figuraban tres artículos. Uno de ellos era una retórica nota necrológica. Otro era una serie de comentarios de sus amigos. El tercero era un homenaje al Juez y a su sorprendente generosidad.

El Ford County Times también publicaba una fotografía de unos cuantos años atrás. En ella el Juez Atlee aparecía sentado en el porche de su casa con una pipa en la mano y parecía mucho más viejo, pero esbozaba una insólita sonrisa. Llevaba puesto un jersey y tenía pinta de abuelo. El reportero lo había engatusado para que aceptara el reportaje con la excusa de la guerra de Secesión y de Nathan Bedford Forrest y se apuntaba la posibilidad de publicación de un libro acerca del general y de los hombres del condado de Ford que habían combatido con él.

En los reportajes apenas se mencionaba a los hijos de Atlee. El hecho de referirse a uno hubiera entrañado la necesidad de referirse al otro, y en Clanton la gente prefería evitar el tema de Forrest. Resultaba dolorosamente evidente que los hijos no formaban parte de la vida de su padre.

«Pero hubiéramos podido formar parte de ella», pensó Ray. Había sido el padre quien había optado desde el principio por mantener una relación limitada con los hijos, y no al revés. Aquel hombre tan maravilloso que había regalado tanto a tantos, había dedicado muy poco tiempo a su propia familia.

Los reportajes y las fotografías lo llenaron de tristeza, lo cual le resultaba un poco molesto, pues no tenía intención de estar triste aquel viernes. Había resistido bastante bien desde que descubriera el cadáver de su padre cinco días atrás. En momentos de dolor y tristeza, había echado mano de sus propios recursos interiores y había encontrado la fuerza necesaria para morderse el labio y seguir adelante sin venirse abajo. El paso del tiempo y la distancia que lo separaba de Clanton le habían sido inmensamente útiles y ahora, de una manera inesperada, había tropezado con los recordatorios más tristes.

Las cartas las había recogido Harry Rex en el apartado de correos del Juez en Clanton, en el Palacio de Justicia y en el buzón de las cartas de Maple Run. Algunas estaban dirigidas a Ray y Forrest, otras a la familia del Juez Atlee. Había prolijas cartas de abogados que habían actuado en presencia del gran hombre y habían admirado su dedicación a la ley. Había tarjetas de pésame de personas que, por alguna razón, habían comparecido ante el Juez Atlee en algún juicio por divorcio, una adopción o alguna cuestión de delincuencia juvenil, y cuyas vidas habían cambiado gracias a su imparcialidad. Había notas de amigos de todo el estado… jueces en activo, antiguos compañeros de la universidad, políticos a quienes el Juez había ayudado a lo largo de los años y amigos que deseaban presentar sus condolencias y evocar gratos recuerdos.

La mayor parte correspondía a los que habían sido favorecidos por la generosidad del Juez. Las cartas eran largas y sinceras y muy parecidas entre sí. El Juez Atlee había enviado con discreción un dinero desesperadamente necesario y, en muchos casos, ello había dado lugar a un cambio trascendental en la vida de alguien.

¿Cómo era posible que un hombre tan generoso hubiera muerto con más de tres millones de dólares escondidos debajo de unas estanterías de libros?

Estaba claro que había guardado más de lo que había donado. A lo mejor, el Alzheimer había penetrado subrepticiamemte en su vida, o era posible que el Juez padeciera alguna otra dolencia no diagnosticada. ¿Y si se hubiera estado deslizando hacia la demencia? La respuesta más fácil hubiera sido la de que el Juez se había vuelto loco, pero ¿cuántos locos habrían sido capaces de reunir semejante cantidad de dinero?

Tras haber leído unas veinte cartas y tarjetas, Ray se tomó un respiro. Se acercó al pequeño balcón que daba a la calle y contempló a los peatones de abajo. Su padre jamás había visto Charlottesville y, aunque Ray estaba seguro de que alguna vez le había pedido que fuera a visitarlo, no recordaba haberle hecho una invitación concreta. Habrían podido hacer muchas cosas juntos. Jamás habían viajado a ninguna parte, a pesar de que ambos vivían solos y no tenían dificultades económicas.

El Juez comentaba a menudo su deseo de visitar Gettysburg, Antietam, Bull Run, Chancellorsville y Appomatox, y así lo hubiera hecho a poco interés que Ray hubiera mostrado. Pero a Ray no le interesaba volver a combatir una antigua guerra y siempre cambiaba de tema.

El remordimiento lo azotó con fuerza y no consiguió quitárselo de encima. Se había comportado como un egoísta.

Había una encantadora tarjeta de Claudia, en la que ésta le daba las gracias por haber hablado con ella y haberla perdonado. Había amado a su padre durante muchos años y se llevaría su dolor hasta la tumba. «Llámame, por favor», le suplicaba, y después firmaba enviándole besos y abrazos. Y ahora su actual novio toma Viagra, según Harry Rex, pensó Ray.

El nostálgico viaje a casa quedó bruscamente interrumpido por una sencilla tarjeta anónima que le congeló los latidos del corazón y le puso la piel de gallina.

El único sobre de color de rosa de todo el montón contenía una tarjeta que rezaba: «Con todo el afecto». Dentro había un pequeño papel con un mensaje mecanografiado que decía: «Sería un error gastar el dinero. Hacienda está a una llamada telefónica de distancia». El sobre se había echado al correo en Clanton el miércoles, al día siguiente del funeral, y estaba dirigido a la familia del Juez Atlee en Maple Run.

Ray lo apartó a un lado mientras examinaba las demás tarjetas y cartas. En aquel momento, todas le parecieron iguales y pensó que ya había leído suficiente. El sobre rosado aguardaba como un arma cargada, a la espera de que él volviera a dedicarle su atención.

Releyó la amenaza en el balcón, agarrado a la barandilla, y trató de analizar las cosas. Murmuró las palabras en la cocina mientras se preparaba un poco más de café. Había dejado la nota encima de la mesa para poder verla desde cualquier lugar de su caótico apartamento.

Volvió a salir al balcón y contempló cómo aumentaba el tráfico de peatones en la calle a medida que se acercaba el mediodía, pensando que cualquiera que levantara los ojos hacia él podía ser la persona que tal vez estuviera al corriente de la existencia del dinero. Si entierras una fortuna y te enteras de que se la estás escamoteando a alguien, puedes volverte loco.

El dinero no le pertenecía; eso bastaba para que le siguieran los pasos, lo vigilaran, lo denunciaran e incluso le hicieran daño.

Después se burló de su propia paranoia. No quiero vivir así, pensó, y se dispuso a tomar una ducha.

Quienquiera que fuera, sabía exactamente dónde guardaba el Juez el dinero. Haz una lista, se dijo, sentado desnudo en el borde de la cama mientras el agua chorreaba hasta el suelo. El delincuente que cortaba el césped una vez a la semana. A lo mejor, tenía mucha labia, se había hecho amigo del Juez y pasaba algún rato en la casa. Entrar en ella era muy fácil. A lo mejor, cuando el Juez se iba en secreto a los casinos, el tipo que cortaba el césped se introducía en la casa y robaba lo que podía.

Claudia tendría que figurar en el primer lugar de la lista. Ray podía imaginársela sin ningún esfuerzo entrando en Maple Run siempre que el Juez la llamaba. No se acuesta uno con una mujer durante veinte años y después se aparta de ella sin sustituirla por otra. Las vidas de ambos habían estado tan unidas que resultaba fácil suponer que el idilio continuaba. Nadie había estado más cerca de Reuben Atlee que Claudia. Si alguien conocía la procedencia del dinero, tenía que ser ella.

Si hubiera querido tener la llave de la casa, la hubiera tenido, por más que no se precisaba ninguna llave. Su visita la mañana del funeral pudo haber obedecido a la vigilancia y no al afecto, aunque había interpretado muy bien su papel. Dura, inteligente, lista, insensible y vieja, pero no tanto. Se pasó quince minutos pensando en Claudia y llegó al convencimiento de que ella era la persona que seguía la pista del dinero.

Le vinieron a la mente otros dos nombres, pero no pudo añadirlos a la lista. El primero era Harry Rex, pero en cuanto musitó su nombre, se avergonzó. El otro era Forrest, aunque la idea también era ridícula. Forrest llevaba nueve años sin poner los pies en la casa. Suponiendo por pura hipótesis que de alguna manera se hubiera enterado de la existencia del dinero, jamás lo hubiera abandonado. Si Forrest tuviera tres millones de dólares en efectivo, se causaría graves daños a sí mismo y a quienes lo rodearan.

La elaboración de la lista le supuso un gran esfuerzo, pero no lo condujo a ninguna parte. Quería darse prisa, pero, en su lugar, introdujo unas cuantas prendas viejas en dos fundas de almohada y se dirigió a Chaneys, donde las descargó en la 14B. Nadie había tocado nada, las cajas estaban justo en el mismo sitio donde él las había dejado la víspera. El dinero seguía tan bien guardado como al principio. Mientras permanecía allí dentro sin querer marcharse hasta el último momento, pensó que a lo mejor estaba dejando un rastro. Estaba claro que alguien se había enterado de que había sacado el dinero del estudio del Juez. Por una cantidad de dinero tan elevada, cualquiera hubiera podido contratar a unos investigadores privados para que lo siguieran.

Tal vez lo habían seguido desde Clanton a Charlottesville y desde su apartamento al Chaneys SelfStorage.

Se maldijo a sí mismo por ser tan negligente. ¡Piensa un poco, hombre! ¡El dinero no te pertenece!

Cerró la 14B todo lo herméticamente que pudo. Mientras cruzaba la ciudad para ir a almorzar con Carl, miró a través de los espejos retrovisores y observó a los demás conductores, pero, a los cinco minutos, se burló de sí mismo y se hizo la promesa de no vivir como un animal acosado.

¡Que se queden con el maldito dinero! Un problema menos. Que entren en la 14B y se lo lleven. Su vida no se vería afectada en absoluto. No, señor.