Había un enorme centro de flores sobre su escritorio, con una tarjeta firmada por los alumnos de su clase sobre la legislación antimonopolio. Cada uno de ellos había escrito una breve frase de condolencia y él las leyó todas. Junto al centro de flores se amontonaban las tarjetas de sus compañeros de la facultad.
Enseguida se supo que había regresado y, a lo largo de toda la mañana, aquellos mismos compañeros pasaron por allí para saludarle, darle la bienvenida y darle el pésame. Casi todos los profesores formaban un grupo cerrado. Podían discutir entre sí acerca de cuestiones intrascendentes relacionadas con la política del campus, pero, en momentos de necesidad, se apresuraban a cerrar filas.
Ray se alegró mucho de verlos. La mujer de Alex Duffman le envió una bandeja de sus infames pastelillos de chocolate y nueces, cada uno de los cuales pesaba por lo menos cuatrocientos gramos y engordaban un kilo, concentrado sobre todo en la cintura. Naomi Kraig le entregó un ramo de rosas de su jardín.
A última hora de la mañana apareció Carl Mirk y cerró la puerta a su espalda. Era el amigo más íntimo de Ray en la facultad y sus respectivas carreras profesionales habían seguido caminos sorprendentemente parecidos. Ambos tenían la misma edad y sus progenitores eran jueces en unas pequeñas localidades y habían dirigido la vida de sus pequeños condados durante varias décadas. El padre de Carl seguía administrando justicia y estaba dolido con su hijo porque éste no había regresado para ejercer la profesión en el bufete de la familia. Pero, al parecer, su rencor se estaba esfumando con el paso de los años, mientras que el Juez Atlee se había llevado el suyo a la tumba.
—Cuéntame qué ha ocurrido —dijo Carl, que no tardaría en hacer el mismo viaje a su ciudad natal del norte de Ohio.
Ray le habló de la silenciosa casa, demasiado silenciosa, recordó ahora, y le describió la escena del hallazgo del Juez.
—¿Lo encontraste muerto? —preguntó Carl.
El relato de los acontecimientos prosiguió hasta que Carl preguntó:
—¿Crees que aceleró un poco los acontecimientos?
—Así lo espero. Sufría mucho.
—Dios mío.
Ray reveló todos los detalles y recordó cosas en las cuales no había vuelto a pensar desde el domingo anterior. Las palabras brotaban sin esfuerzo y el relato iba ejerciendo un efecto terapéutico. Carl sabía escuchar.
Ray le describió a Forrest y a Harry Rex con toda precisión.
—En Ohio no tenemos personajes así —dijo Carl.
Cuando ambos contaban historias acerca de sus pequeñas localidades de origen, por regla general a sus compañeros de la ciudad, solían exagerar los hechos y adornar a los personajes con rasgos inexistentes para conferirles mayor fuerza. Con Forrest y Harry Rex no era necesario. La verdad ya era suficientemente pintoresca de por sí.
El velatorio, el funeral, el entierro. Cuando Ray se refirió finalmente al toque de silencio y al descenso del féretro, ambos tenían los ojos empañados. Carl se levantó de un salto.
—Qué manera tan impresionante de morir —dijo—. Lo siento en el alma.
—Yo me alegro de que todo haya terminado.
—Bienvenido y feliz regreso. A ver si mañana almorzamos juntos.
—¿Qué día es mañana?
Viernes.
—Pues vamos a almorzar.
Para su clase sobre antimonopolio del mediodía, Ray pidió unas pizzas y se las comió en el patio con sus alumnos. Trece o catorce de ellos estaban presentes. Ocho de ellos se graduarían en cuestión de dos semanas. Pero los alumnos estaban más preocupados por Ray y por la muerte de su padre que por sus exámenes finales. Ray sabía que la situación no tardaría en cambiar.
Cuando se terminaron la pizza, los despidió y ellos se dispersaron. Kaley se quedó un poco rezagada, tal como llevaba haciendo en los últimos meses. Existía una rígida distancia entre el profesorado y los alumnos, y Ray Atlee no estaba dispuesto a transgredirla.
Le gustaba demasiado su trabajo como para ponerlo en peligro tonteando con una alumna. Sin embargo, en cuestión de dos semanas, Kaley dejaría de ser una alumna, se convertiría en una graduada y dichas normas ya no tendrían validez. El coqueteo se había intensificado un poco: una pregunta importante después de clase, una visita a su despacho para que le indicara una tarea que le faltaba, y siempre aquella sonrisa y aquella mirada que se prolongaba justo un segundo más de lo debido.
Era una chica corriente con un rostro encantador y un trasero como para detener el tráfico. En Brown había jugado al hockey sobre hierba y al lacrosse, y conservaba una atlética y esbelta figura. Contaba veintiocho años, era viuda sin hijos y tenía un montón de dinero que le había pagado la empresa fabricante del planeador en el que su marido había sufrido un accidente a escasos kilómetros de la costa en Cape Cod. Lo encontraron a una profundidad de dieciocho metros, todavía con el cinturón de seguridad abrochado y con las alas del aparato partidas en dos mitades. Ray había examinado el informe del accidente en Internet. También había encontrado los archivos judiciales en Rhode Island, donde Kaley había presentado la demanda. Se había llegado a un acuerdo por el cual ella recibiría un anticipo de cuatro millones de dólares y quinientos mil dólares anuales durante los siguientes veinte años. Ray se había guardado la información para él solo.
Tras haberse pasado los dos primeros años de carrera persiguiendo a los chicos, ahora Kaley perseguía a los hombres. Ray conocía por lo menos a otros dos profesores de la facultad que estaban recibiendo las mismas atenciones que él. Uno estaba casualmente casado. Era evidente que todos se mostraban tan cautos como Ray.
Ambos se dirigieron a la entrada de la Facultad de Derecho conversando tranquilamente acerca del examen final. Ella coqueteaba cada vez con más audacia, animándose por momentos, pues era la única que sabía adónde podía ir a parar con todo aquello.
—Algún día me gustaría volar —anunció.
Cualquier cosa menos volar. Ray pensó en su joven esposo y en su horrible muerte y, por unos instantes, no supo qué decir.
—Cómprese un billete —le dijo al final con una sonrisa en los labios.
—No, no, con usted en un pequeño aparato. Volemos a algún sitio.
—¿Algún lugar en particular?
—Simplemente me gustaría dar una vuelta por ahí. Estoy pensando en matricularme en algún curso.
—Pues yo pensaba en algo más tradicional, tal vez un almuerzo o una cena cuando usted se haya graduado.
Ella se le acercó un poco más, de tal forma que cualquiera que hubiera pasado por allí en aquel momento no hubiera tenido la menor duda de que ambos, alumna y profesor, estaban comentando alguna actividad ilícita.
—Faltan diecisiete días —dijo ella, como si no pudiera esperar tanto para acostarse con él.
—Pues entonces, la invitaré a cenar dentro de dieciocho días.
—No, rompamos las reglas ahora que todavía soy estudiante. Vamos a cenar antes de mi graduación.
Ray estuvo a punto de aceptar.
—Me temo que no será posible. La ley es la ley. Y nosotros estamos aquí porque la respetamos.
—Por supuesto, pero es tan fácil olvidarla… Entonces, ¿tenemos una cita?
—No, tendremos una cita.
Ella le dedicó otra radiante sonrisa de las suyas y se alejó. Ray trató por todos los medios de no admirarla mientras se iba, pero le fue imposible.
El camión de alquiler pertenecía a una empresa de mudanzas del norte de la ciudad que cobraba sesenta dólares al día. Ray trató de negociar una tarifa de media jornada, pues sólo necesitaría el vehículo unas cuantas horas, pero tuvo que aceptar el precio estipulado. Recorrió exactamente quinientos metros y se detuvo en Chaneys Self-Storage, un enorme almacén y guardamuebles recién construido, rodeado por una valla de tela metálica tachonada de relucientes pinchos. Unas videocámaras montadas sobre postes de alumbrado vigilaron todos sus movimientos mientras aparcaba y se acercaba a pie al despacho.
Había mucho espacio disponible.
Una nave de tres por tres metros valía cuarenta y ocho dólares mensuales, sin calefacción ni aire acondicionado, una puerta metálica y luz en abundancia.
—¿Es a prueba de incendios? —preguntó Ray.
—Totalmente —contestó la señora Chaney, apartando con la mano el humo de su propio cigarrillo mientras rellenaba los impresos—. Aquí todo está hecho de bloques de hormigón.
En Chaneys todo era seguro. Contaban con vigilancia electrónica, explicó la mujer, señalando los cuatro monitores colocados sobre un estante a su izquierda. En el estante situado a su derecha había un pequeño televisor, en el que la gente gritaba y se peleaba en una especie de tertulia que ahora ya se había convertido en una auténtica trifulca. Ray adivinó qué estante era objeto de más atención.
—Guardias las veinticuatro horas del día —añadió la señora Chaney mientras seguía rellenando los papeles—. Verja cerrada en toda momento. Jamás se ha producido un robo y, si alguna vez ocurriera algo, tenemos toda clase de seguros. Firme aquí mismo. Catorce B.
Una póliza de seguros para tres millones de dólares, pensó Ray mientras garabateaba su nombre. Pagó en efectivo el alquiler de seis meses y tomó las llaves de la 14B.
Regresó dos horas después con seis cajas de almacenamiento nuevas, un montón de ropa usada y un par de muebles sin ningún valor que había adquirido en un mercadillo del centro de la ciudad para que todo tuviera más autenticidad. Aparcó en el pasadizo delante de la 14B y descargó y almacenó rápidamente los trastos.
El dinero estaba guardado en unas bolsas isotérmicas herméticamente cerradas para impedir la entrada de aire y de agua, cincuenta y tres en total. Había colocado las bolsas isotérmicas en la parte inferior de las seis cajas de almacenamiento y las había cubierto cuidadosamente con papeles, carpetas y notas de investigación que había considerado útiles hasta hacía muy poco tiempo. Ahora sus pulcras carpetas tenían un destino mucho más importante. Había añadido unos cuantos libros de bolsillo usados para más seguridad.
Si un ladrón entrara por casualidad en la 14B, lo más probable era que se largara tras echar un vistazo a las cajas. El dinero estaba muy bien escondido y protegido. Exceptuando una caja de seguridad en un banco, a Ray no se le ocurría ningún lugar mejor para guardar su dinero.
Lo que sucedería en último extremo con los millones era un misterio cada vez más profundo. El hecho de que ahora la suma estuviera a salvo en Virginia no constituía ningún consuelo, contrariamente a lo que él había esperado.
Se pasó un buen rato contemplando las cajas y los demás trastos sin experimentar el deseo de marcharse. Se juró a sí mismo no pasarse cada día por allí para echar un vistazo, pero, en cuanto hubo pronunciado el juramento, empezó a ponerlo en duda.
Cerró la puerta metálica con un candado nuevo. Cuando se alejó en su vehículo, el guardia estaba despierto y las videocámaras controlaban la verja cerrada.
Fog Newton estaba preocupado por el tiempo. Uno de sus alumnos estaba efectuando un vuelo de ida y vuelta a Lynchburg y, según el radar, las tormentas se acercaban rápidamente. Durante la breve sesión de instrucciones al alumno antes del vuelo, no se esperaban nubes y no se habían hecho previsiones meteorológicas.
—¿Cuántas horas de vuelo tiene? —preguntó Ray.
—Treinta y una —contestó Fog gravemente.
No había ningún aeropuerto entre Charlottesville y Lynchburg, sólo montañas.
—Tú no vas a volar, ¿verdad?
—Me gustaría.
—Olvídalo. Esta tormenta se está formando con mucha rapidez. Vamos a verla.
Nada atemorizaba más a un instructor que un alumno en el aire en medio del mal tiempo. Todos los vuelos de instrucción se tenían que planificar cuidadosamente: ruta, tiempo, combustible, situación meteorológica, aeródromos secundarios y actuación de emergencia. Y cada vuelo tenía que contar con la autorización por escrito del instructor. En una ocasión, Fog había prohibido volar a Ray porque había una ligera posibilidad de hielo a mil seiscientos metros de altura en un día absolutamente despejado.
Cruzaron el hangar hasta la rampa donde un Lear estaba aparcando y apagando los motores. Al oeste, más allá de las estribaciones de la montaña, se distinguía el primer atisbo de nubes. El viento había adquirido una considerable fuerza.
—De diez a quince nudos, con ráfagas —calculó Fog—. Un viento claramente de costado.
Ray no hubiera intentado un aterrizaje en semejantes condiciones.
Detrás del Lear, un Bonanza estaba rodando hacia la rampa; cuando el aparato estuvo más cerca, Ray observó que era el que él llevaba dos meses codiciando.
—Ahí va tu avión —señaló Fog.
—Ojalá —contestó Ray.
El Bonanza aparcó y apagó los motores muy cerca de ellos y, cuando la rampa volvió a quedarse tranquila, Fog añadió:
—Tengo entendido que ha bajado el precio.
—¿A cuánto?
—Sobre los cuatrocientos veinticinco. Cuatrocientos cincuenta era un poco exagerado.
El propietario, que viajaba solo, descendió y sacó las maletas de la parte de atrás. Fog seguía escudriñando el cielo y consultando su reloj. Ray mantenía los ojos clavados en el Bonanza, cuyo propietario estaba cerrando la portezuela para marcharse.
—Vamos a tomarlo para dar una vuelta —dijo Ray.
—¿El Bonanza?
—Pues claro. ¿Cuánto cobra de alquiler?
—Es negociable. Conozco bien a este tío.
—Vamos a alquilarlo, por un día y efectuar un vuelo de ida y vuelta a Atlantic City.
Fog se olvidó de las nubes que se estaban acercando y del alumno novato para mirar a Ray.
—¿Lo dices en serio?
—¿Por qué no? Podría ser divertido.
Aparte de los vuelos y el póquer, Fog apenas tenía otros intereses.
—¿Cuándo?
—El sábado. Pasado mañana. Salimos temprano y regresamos tarde.
Fog se sumió súbitamente en una profunda reflexión. Consultó su reloj, miró una vez más hacia el oeste y después hacia el sur. Dick Docker gritó desde una ventana:
—Yankee Tango está a algo más de un kilómetro y medio.
—Gracias a Dios —murmuró Fog para sus adentros, relajándose visiblemente. Él y Ray se acercaron un poco más al Bonanza para examinarlo con más detenimiento—. El sábado, ¿eh?
—Sí, todo el día.
—Me pondré en contacto con el propietario. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo.
Los vientos amainaron un momento y Yankee Tango tomó tierra casi sin el menor esfuerzo. Fog se relajó todavía más y consiguió sonreír.
—No sabía que te gustara el juego —dijo mientras ambos cruzaban la rampa.
—Sólo un poco de blackjack, nada serio —dijo Ray.