15

Después de haber planeado sus movimientos con tanto detalle, no le extrañó que todo le saliera mal. La hora de la llegada fue adecuada, las once y veinte de la noche del miércoles, 10 de mayo. Esperaba poder dejar el coche sobre el bordillo, a dos pasos de la puerta de la planta baja de su apartamento, pero a otros conductores se les había ocurrido la misma idea. La acera jamás había estado tan bloqueada por una hilera ininterrumpida de automóviles, pero, para su atribulada satisfacción, todos ellos tenían una notificación de multa bajo el parabrisas.

Podía aparcar en la calle y efectuar varios viajes de ida y vuelta, pero semejante proceder hubiera podido provocar problemas. El pequeño aparcamiento situado en la parte posterior de su edificio tenía cuatro plazas, una reservada para él, pero cerraban la verja a las once.

Así pues, se vio obligado a utilizar un oscuro garaje prácticamente abandonado que se encontraba a tres manzanas de distancia, un enorme espacio de varios niveles que de día estaba siempre ocupado, pero de noche se quedaba siniestramente vacío.

Había considerado esa posibilidad a lo largo de muchas horas mientras circulaba en dirección nordeste planeando la ofensiva, y le había parecido la menos atractiva de todas las opciones. Era el plan D o E, situado en los últimos lugares de la lista. Aparcó en el primer nivel, bajó con su maleta de fin de semana, cerró las portezuelas del vehículo y se fue, presa de una gran inquietud. Se alejó corriendo mientras sus ojos escudriñaban rápidamente en todas direcciones, como si unas bandas armadas lo estuvieran vigilando y esperando. Se notaba las piernas y la espalda entumecidas a causa del viaje, pero tenía cosas que hacer.

El apartamento ofrecía exactamente el mismo aspecto que tenía cuando lo había dejado, lo cual constituyó para él un extraño alivio. Lo esperaban treinta y cuatro mensajes, seguramente de compañeros y amigos que deseaban expresarle sus condolencias. Los escucharía más tarde. En lo más hondo de un diminuto armario del pasillo, debajo de una manta y un poncho y de toda una serie de cachivaches que había arrojado allí sin orden ni concierto en lugar de colocarlos y guardarlos como es debido, encontró una bolsa de tenis Wimbledon de color rojo que llevaba por lo menos dos años sin tocar. Aparte de las maletas que, a su juicio, resultarían demasiado sospechosas, era la bolsa más grande que se le ocurría.

Si hubiera tenido un arma, se la habría guardado en el bolsillo. Pero Charlottesville no era una ciudad peligrosa y prefería vivir sin armas. Tras el episodio del domingo en Clanton, las pistolas y las armas en general le infundían más terror que nunca. Había dejado la pistola del Juez escondida en un armario de Maple Run.

Con la bolsa colgada del hombro, cerró la puerta de la calle y echó a andar con la mayor indiferencia de que fue capaz por la céntrica vía. La calle estaba bien iluminada, siempre había uno o dos policías vigilando, y los peatones de aquella hora solían ser muchachos rebeldes con el pelo teñido de verde, algún que otro borrachín y unos pocos rezagados que regresaban lentamente a casa. Charlottesville era una ciudad tranquila pasada la medianoche. Había caído un aguacero acompañado de truenos poco antes de su llegada, por lo que el pavimento estaba mojado y soplaban fuertes ráfagas de viento. Se cruzó con una joven pareja que caminaba tomada de la mano, pero no vio a nadie más por el camino.

Había pensado en la posibilidad de echarse al hombro las bolsas de basura como si fuera Papá Noel, apurando el paso desde dondequiera que hubiera aparcado hasta su apartamento. Hubiera podido acarrear el dinero en tres viajes y reducir su permanencia en la calle. Pero dos factores le impidieron hacerlo. Primero, ¿y si una de las bolsas se rompía y un millón de dólares quedaba diseminado por la acera? Todos los ladronzuelos y los borrachines de la ciudad saldrían de los callejones, atraídos como tiburones por la sangre. Segundo, el espectáculo de alguien arrastrando unas bolsas que parecían de basura hacia al interior de un apartamento en lugar de sacarlas a la calle sería lo bastante sospechoso como para llamar la atención de la policía.

«¿Qué lleva usted en la bolsa, señor?», podría preguntarle un agente.

«Nada. Basura. Un millón de dólares». Ninguna de las respuestas le parecía correcta.

Por consiguiente, el plan consistiría en armarse de paciencia, tomarse todo el tiempo que fuera necesario, acarrear el botín en pequeñas cantidades y no preocuparse por los muchos viajes que tuviera que realizar, pues el factor menos importante sería su cansancio. Ya descansaría después.

Lo más terrorífico sería trasladar el dinero de una bolsa a otra, permaneciendo inclinado sobre su maletero, sin llamar la atención. Afortunadamente, el garaje estaba vacío. Introdujo billetes en la bolsa de tenis hasta que casi no pudo cerrar la cremallera, miró a su alrededor como si acabara de asesinar a alguien, y se fue.

Llevaba más o menos un tercio de una bolsa de basura… trescientos mil dólares. Más que suficiente para que lo detuvieran o lo acuchillaran. En ese momento lo que más necesitaba era conservar la sangre fría, pero sus andares y movimientos distaban mucho de parecer naturales. Sus ojos miraban directamente hacia delante, reprimiendo el deseo de volver la vista arriba y abajo, a derecha e izquierda, para que no se les escapara ningún detalle. Un temible adolescente con piercings en la nariz pasó dando trompicones por su lado, bastante colocado.

Ray apuró un poco más el paso, sin estar muy seguro de si tendría el valor de hacer ocho o nueve viajes más al garaje.

Un borracho sentado en un oscuro banco le gritó algo indescifrable, Avanzó tambaleándose, se detuvo y se alegró de no ir armado. En aquellos momentos, hubiera podido disparar contra cualquier cosa que se moviera. El dinero le resultaba cada vez más pesado a medida que recorría las manzanas, pero consiguió llegar a casa sin el menor contratiempo. Derramó el dinero sobre la cama, cerró todas las puertas posibles, y efectuó otro viaje hasta su automóvil.

En su quinto viaje, se tropezó con un loco que emergió de las sombras y le preguntó:

—¿Qué demonios estás haciendo?

Sostenía un objeto oscuro en la mano. Ray sospechó que era un arma, con la cual lo quería matar.

—Apártate de mi camino —le dijo con la mayor grosería posible, pero se notaba la boca seca.

—No haces más que ir y venir —le gritó el viejo.

Despedía un pestazo insoportable y le ardían los ojos como si fuera un demonio.

—Ocúpate de tus asuntos —le contestó Ray sin interrumpir la marcha.

El viejo pegó un brinco y se situó delante de él. El tonto del pueblo.

—¿Qué ocurre? —preguntó una voz clara y cortante a su espalda.

Ray se detuvo y vio acercarse a un policía con la porra en la mano.

Ray se deshizo en sonrisas.

—Buenas noches, agente.

Respiraba afanosamente y tenía el rostro empapado en sudor.

—¡Éste se lleva algo entre manos! —gritó el viejo—. No hace más que ir y venir, ir y venir. Cuando va, lleva la bolsa vacía. A la vuelta, la bolsa está llena.

—Tranquilo, Gilly —dijo el agente, y Ray respiró un poco más hondo.

Le horrorizó descubrir que alguien lo había estado observando, pero se tranquilizó por el hecho de que este alguien fuera del jaez de Gilly.

—¿Qué lleva en la bolsa? —preguntó el agente. Era una pregunta sin trascendencia que entraba de lleno en terreno peligroso, por lo que, durante una décima de segundo, Ray, el profesor de Derecho, estuvo a punto de soltar un sermón acerca de detenciones, registros, arrestos e interrogatorios policiales permisibles. Finalmente lo dejó correr y, en su lugar, soltó tranquilamente la frase que tenía preparada.

—Esta noche he jugado al tenis en el Boars Head. He sufrido una lesión en el tendón y ahora voy a pie para que se me alivie. Vivo allí —añadió, señalando hacia su apartamento situado dos manzanas más abajo. El agente se volvió hacia Gilly diciendo:

—No puedes andar por ahí gritando a la gente, Gilly, ya te lo he dicho. ¿Sabe Ted que estás en la calle?

—Lleva algo en la bolsa —insistió Gilly en voz baja, mientras el policía se lo llevaba de allí.

—Sí, hombre, es dinero —dijo el agente—. Estoy seguro de que este tipo ha atracado un banco y tú lo has descubierto. Buen trabajo.

—Pero primero está vacía y después está llena.

—Buenas noches, señor —dijo el agente, volviendo la cabeza.

—Buenas noches.

Ray, el jugador de tenis lesionado, caminó media manzana renqueando para que lo vieran otros personajes que tal vez estarían acechando en la oscuridad. Cuando arrojó la quinta carga sobre la cama, sacó una botella de whisky del pequeño bar y se sirvió un buen trago.

Esperó un par de horas, tiempo suficiente para que Gilly regresara junto a Ted, quien cabía esperar que le administrara un medicamento y lo mantuviera encerrado el resto de la noche, y tiempo suficiente tal vez para que se produjera un cambio de turno y hubiera otro agente efectuando la ronda. Dos horas muy largas en cuyo transcurso imaginó toda suerte de guiones protagonizados por su automóvil en el garaje. Robo, actos de vandalismo, incendio, retirada del vehículo por equivocación por parte de alguna empresa de grúas, cualquier cosa que cupiera imaginar.

A las tres de la madrugada salió de su apartamento vestido con pantalones vaqueros, botas de excursionista y una sudadera de la Armada con la palabra VIRGO sobre el pecho. Había abandonado la bolsa roja de tenis y la había sustituido por una vieja cartera de cuero que no podría contener tanto dinero, pero que tampoco llamaría la atención de ningún agente de policía. Iba armado con un cuchillo de cortar carne que había introducido en la parte interior del cinturón bajo la sudadera, listo para extraerlo en un santiamén y utilizarlo contra los sujetos como Gilly o cualquier otro asaltante. Era una locura y lo sabía, pero tampoco él estaba en su sano juicio en aquellos momentos y lo sabía muy bien. Se encontraba muerto de cansancio, llevaba tres noches sin dormir, estaba un poco achispado por efecto de los tres whiskis, firmemente decidido a poner el dinero a buen recaudo y temía que volvieran a detenerlo por el camino.

Hasta los borrachines se habían esfumado a las tres de la madrugada. Las calles del centro aparecían desiertas. Sin embargo, al entrar en el garaje, vio algo que lo aterrorizó. Al final de la calle, a la luz de una farola, un grupo de cinco o seis adolescentes negros caminaba muy despacio más o menos en la dirección en la que él se encontraba, profiriendo gritos, hablando en voz alta y buscando camorra.

Sería imposible hacer media docena más de viajes sin tropezarse con ellos. El plan final se elaboró en el acto.

Ray puso en marcha el Audi y abandonó el garaje. Dio la vuelta y se detuvo en la calle, junto a los vehículos aparcados en la acera, cerca de la puerta de su apartamento. Apagó el motor y las luces, abrió el maletero y tomó el dinero. A los cinco minutos, toda la fortuna estaba arriba, donde tenía que estar.

A las nueve de la mañana lo despertó el teléfono. Era Harry Rex.

—Despierta, muchacho —rezongó éste—. ¿Qué tal fue el viaje?

Ray se acercó al borde de la cama y trató de abrir los ojos.

—De maravilla —contestó con un gruñido.

—Ayer hablé con una agencia inmobiliaria, Baxter Redd, una de las mejores de la ciudad. Visitamos la casa, nos lo pateamos todo. Menudo desastre. Bueno, la cuestión es que él quiere basarse en el valor de la tasación, cuatrocientos de los grandes, y cree que podemos sacar por lo menos doscientos cincuenta mil. Él cobrará el habitual seis por ciento. ¿Estás ahí?

—Sí.

—Pues entonces di algo, hombre.

—Sigue adelante.

—Cree que tenemos que gastarnos un poco de pasta para arreglarla, un poco de pintura, un poco de cera para el suelo y una buena hoguera tampoco estaría de más. Me ha recomendado un servicio de limpieza. ¿Estás ahí?

—Sí.

Harry Rex llevaba varias horas levantado, fortalecido sin duda gracias a un nuevo festín a base de crepes, panecillos y salchicha.

—Bueno pues, ya he contratado a un pintor y a un techador. Muy pronto necesitaremos una inyección de capital.

—Volveré dentro de un par de semanas, Harry Rex, ¿no crees que podría esperar?

—Por supuesto que sí. ¿Tienes resaca?

—No, sólo estoy cansado.

—Bueno pues, espabila, aquí ya son más de las nueve.

—Gracias.

—Hablando de resacas —añadió Harry Rex, bajando súbitamente la voz y suavizando el tono—. Anoche me llamó Forrest.

Ray se incorporó y arqueó la espalda.

—Eso no puede ser nada bueno —suspiró.

—No, no lo es. Estaba colocado, no sé si de droga o de alcohol, probablemente de ambas cosas. En cualquier caso, está metido en ello hasta las cejas. Parecía medio borracho y a punto de quedarse dormido, pero, de pronto, se puso hecho una furia y me pegó una bronca.

—¿Qué quería?

—Dinero. No ahora mismo, dice, asegura que no está sin blanca, pero le preocupa la casa y el testamento, y quiere asegurarse de que tú no lo estafes.

—¿Que yo no lo estafe?

—Estaba muy colocado, Ray, no se lo tengas en cuenta. No obstante, dijo cosas muy graves.

—Te escucho.

—Te lo digo para que lo sepas, pero, por favor, no te enfades. Dudo mucho que esta mañana recuerde lo que dijo anoche.

—Adelante, Harry Rex.

—Dijo que el Juez siempre te había dispensado un trato de favor y que por eso te nombró albacea de su testamento, que tú siempre le sacaste más al viejo y que mi obligación es vigilarte y proteger sus intereses en la testamentaría porque tú intentarás estafarle el dinero, etcétera.

—No ha tardado mucho que digamos, ¿eh? Acabamos de enterrarlo.

—Pues sí.

—No me extraña.

—Mejor que te prepares. Va muy colocado y es posible que te llame y te suelte las mismas estupideces.

—Ya las he oído otras veces, Harry Rex. El nunca es culpable de sus problemas. Siempre hay alguien que quiere fastidiarle. Es típico de los adictos.

—Cree que la casa vale un millón de dólares y que mi obligación es obtener por ella esta cantidad. De lo contrario, podría contratar a otro abogado, bla, bla, bla. No me preocupa porque, tal como ya te he dicho, llevaba una tajada descomunal.

—Es de pena.

—Pues sí, pero tocará fondo y volverá a estar sereno dentro de una semana, más o menos. Entonces la bronca se la echaré yo a él. No ocurrirá nada.

—Lo siento, Harry Rex.

—Forma parte de mi trabajo. Uno de los placeres del ejercicio de la abogacía.

Ray se preparó una cafetera con una fuerte mezcla italiana que le encantaba y que había echado enormemente de menos en Clanton. Ya casi se había terminado la primera taza cuando se le despertó el cerebro.

Las dificultades que pudiera haber con Forrest seguirían su curso. A pesar de sus muchos problemas, su hermano era fundamentalmente inofensivo. Harry Rex se encargaría de llevar todos los asuntos de la testamentaría y se haría un reparto equitativo de todo lo que quedara. En cuestión de un año, Forrest recibiría un cheque con más dinero del que jamás hubiera visto en su vida.

La imagen de los empleados del servicio de limpieza sueltos por Maple Run lo preocupaba un poco. Ya estaba viendo a docenas de mujeres recorriendo la casa como hormigas, contentas de tener tantas cosas que limpiar. ¿Y si tropezaran con otro tesoro diabólicamente dejado por el Juez? ¿Colchones llenos de billetes? ¿Armarios repletos de pasta? Eso era imposible. Él había examinado la casa centímetro a centímetro. Cuando encuentras tres millones de dólares escondidos, sientes el impulso de levantar las tablas del suelo. Incluso se había abierto camino entre las arañas del sótano, una mazmorra que ninguna mujer de la limpieza se atrevía a pisar.

Se llenó otra taza de café muy cargado y se dirigió a su dormitorio, donde se sentó en una silla y contempló los montones de billetes. Y ahora, ¿qué?

En medio de la borrosa confusión de los últimos cuatro días, sólo se había concentrado en trasladar el dinero al lugar donde ahora se encontraba. Debía programar el siguiente paso, y se le ocurrían muy pocas ideas. Lo único evidente era que debía ocultar y proteger el dinero.