En la plaza de Clanton había tres cafés, dos para los blancos y uno para los negros. El Tea Shoppe solían frecuentarlo los banqueros, los abogados y los comerciantes, y su zona más animada correspondía a la parte que ocupaban los burócratas que hablaban de la bolsa, la política y el golf. El Claudes, el restaurante de los negros, llevaba cuarenta años en la brecha y servía la mejor comida.
El Coffee Shop era el local de los granjeros, los policías y los obreros de las fábricas que hablaban de fútbol y de caza. Harry Rex lo prefería a los otros, al igual que algunos abogados que gustaban de comer con la gente a la que representaban. Abría a las cinco de la mañana, excepto los domingos, y a las seis ya estaba abarrotado. Ray aparcó en la plaza muy cerca de él y cerró su automóvil. El sol asomaba por encima de las colinas hacia el este. Conduciría aproximadamente quince horas y esperaba llegar a casa más o menos a medianoche.
Harry Rex estaba sentado a una mesa junto a la ventana, hojeando un periódico de Jackson con unas páginas tan dobladas y desordenadas que nadie más hubiera sido capaz de leerlo.
—¿Alguna noticia interesante? —preguntó Ray. En Maple Run no había televisión.
—Nada en absoluto —rezongó Harry Rex, sin apartar la vista de los editoriales—. Te enviaré todas las notas necrológicas. —Deslizó sobre la mesa una arrugada sección del periódico del tamaño de un libro de bolsillo—. ¿Quieres leer todo eso?
—No, tengo que irme.
—¿Pero comerás primero?
—Sí.
—¡Oye, Dell! —gritó Harry Rex hacia el otro extremo del café.
La barra, los reservados y las demás mesas estaban llenos de clientes, exclusivamente hombres, todos ellos hablando y comiendo.
—¿Dell aún sigue aquí? —preguntó Ray.
—Ella no envejece —contestó Harry Rex, haciendo una señal con la mano—. Su madre tiene ochenta años y su abuela cien. Seguirá aquí mucho después de que nos hayan enterrado a todos.
A Dell no le gustaba que la llamaran a gritos. Se acercó a ellos con una cafetera, y su expresión ofendida desapareció en cuanto reconoció a Ray, a quien abrazó.
—Llevaba veinte años sin verte —comentó. Después se sentó, le agarró el brazo y le dio el pésame.
—Fue un funeral espléndido, ¿verdad? —dijo Harry Rex.
—No recuerdo otro mejor —contestó ella, como si eso tuviera que consolar e impresionar a Ray.
—Gracias —dijo él con los ojos llorosos, no a causa de la tristeza sino por la mezcla de perfumes baratos que se arremolinaba alrededor de Dell.
De pronto, Dell se levantó de un salto.
—¿Qué vais a comer? —preguntó—. Invita la casa.
Harry Rex eligió crepes y salchicha para los dos. Dell se retiró, dejando tras ella una espesa nube de fragancias.
—Te espera un largo viaje. Las crepes se te quedarán pegadas a las costillas.
Tras pasarse tres días en Clanton, todo se le estaba pegando a las cosillas. Estaba deseando dar largos paseos por la campiña de los alrededores de Charlottesville y comer platos mucho más ligeros.
Para su gran alivio, nadie lo reconoció. A aquella hora no había ningún otro abogado en el Coffee Shop ni gente que hubiera conocido lo suficiente al Juez como para asistir a su funeral. Los policías y los mecánicos no miraban a su alrededor, pues estaban demasiado ocupados contando chistes y chismorreos. Curiosamente, Dell mantenía la boca cerrada. Después de la primera taza de café, Ray se relajó y empezó a disfrutar de las oleadas de conversación y las risas que lo rodeaban.
Dell regresó a la mesa con comida suficiente para ocho; un montón muy alto de gruesas crepes para Harry Rex y un montón más bajo para Ray, una salchicha tan grande que debía de contener un cerdo entero, una bandeja de panecillos con un cuenco de mantequilla, galletas y un tarro de mermelada casera. ¿Qué falta hacían los panecillos habiendo crepes? Dell apoyó la mano en el hombro de Ray.
—Era un hombre encantador —dijo antes de retirarse.
—Tu padre era muchas cosas —comentó Harry Rex, untando sus crepes calientes con por lo menos un kilo de mermelada casera—. Pero desde luego no era encantador.
—Más bien no —convino Ray—. ¿Había venido aquí alguna vez?
—Que yo recuerde, no. No desayunaba, no le gustaban las multitudes, aborrecía las charlas intrascendentes y prefería levantarse lo más tarde posible. No creo que éste fuera su local. A lo largo de los últimos nueve años, apenas se le vio por la plaza.
—¿Y ella de qué lo conocía?
—De la sala de justicia. Una de sus hijas tuvo un bebé. El padre ya tenía familia. Un auténtico desastre.
Harry consiguió introducirse en la boca una ración de crepes capaz de atragantar a un caballo. Y, a continuación, un trozo de salchicha.
—Y tú estuviste metido en ello, claro.
—Claro. El Juez la trató muy bien —respondió con la boca llena.
Ray se sintió obligado a tomar un buen bocado de su comida. Con la mermelada derramándose por todas partes, se inclinó hacia delante y se acercó a la boca un tenedor lleno.
—El Juez era una leyenda, Ray, y tú lo sabes. La gente de aquí lo estimaba. Jamás había obtenido menos del ochenta por ciento de los votos en el condado de Ford.
Ray asintió con un gesto mientras se iba comiendo las crepes. Estaban calientes y jugosas, pero no sabían muy bien.
—Si nos gastamos cinco mil pavos en la casa —dijo Harry Rex sin introducirse más comida en la boca—, obtendremos mucho más por la venta. Es una buena inversión.
—Cinco mil dólares, ¿para qué?
Ray se limpió la boca con un solo y prolongado movimiento.
—Primero hay que limpiarlo todo. Rociarlo con aerosol, lavarlo, fumigarlo, limpiar los suelos, las paredes y los muebles para que huela mejor. Después pintar el exterior y la planta baja. Arreglar el tejado para que los techos no se manchen. Cortar la hierba, arrancar la maleza, darle un buen baldeo. Puedo encontrar gente por ahí que lo haga.
Harry Rex se introdujo otra ración en la boca y esperó la respuesta de Ray.
—Sólo hay seis mil dólares en el banco —señaló éste.
Dell pasó velozmente por su lado y consiguió volver a llenarles a ambos la taza de café y darle a Ray una palmada en el hombro sin perder el ritmo de sus pasos.
—Tienes más en la caja que has encontrado —replicó Harry Rex, al tiempo que cortaba otro trozo de crepe.
¿Crees que debemos gastarlo?
—He estado pensando en ello —contestó Harry Rex, tomando un sorbo de café—. La verdad es que me he pasado toda la noche pensando en ello.
—¿Y qué?
—Hay dos cuestiones, una es importante y la otra no. —Un rápido bocado de modestas proporciones que le permitiera hablar—. La primera, ¿de dónde procede? Eso es lo que queremos saber, aunque en realidad carece de importancia. Si atracó un banco, ahora ya ha muerto. Si lo ganó en los casinos y no pagó impuestos, ya ha muerto. Si le gustaba simplemente el olor del dinero y se pasó muchos años ahorrando, ya ha muerto. ¿Me sigues?
Ray asintió con la cabeza y dijo:
—Muy bien. Lo tenía escondido.
Estaba oyendo el chirrido de las ventanas. Estaba viendo las cajas de Blake amp; Son esparcidas y pisoteadas por el suelo.
No pudo evitar contemplar a través de la luna del local su coche lleno hasta los topes y listo para huir.
—Si incluyes este dinero en el testamento, la mitad irá a parar a Hacienda.
—Ya lo sé, Harry Rex. ¿Tú qué harías?
—No soy la persona más indicada para responder a esta pregunta. Me he pasado dieciocho años en guerra con el fisco y ya te puedes imaginar quién está ganando. Yo no. Que se vayan a la mierda.
—¿Éste es tu consejo como abogado?
—No, como amigo. Si quieres un consejo legal, te diré que es preciso reunir e inventariar todos los bienes según la legislación del estado de Misisipí, con sus correspondientes anotaciones y enmiendas.
—Gracias.
—Yo tomaría unos veinte mil, los colocaría en el testamento para hacer frente a los pagos por adelantado, después esperaría un largo periodo y entregaría a Forrest la mitad del resto.
—Eso es lo que yo llamo un consejo legal.
—No, es de simple sentido común.
El misterio de los panecillos se resolvió cuando Harry Rex los atacó.
—¿Qué tal un panecillo? —preguntó a pesar de que Ray los tenía más al alcance de la mano.
—No, gracias.
Harry Rex partió dos de ellos por la mitad, los untó con mantequilla y les añadió una gruesa capa de mermelada.
—¿Seguro que no?
—Sí, seguro. ¿Crees que el dinero podría estar marcado de alguna manera?
—Sólo si procediera de un rescate o del tráfico de droga. No irás a pensar que Reuben Atlee estaba metido en estos chanchullos, ¿verdad?
—De acuerdo. Gástate cinco mil.
—Te alegrarás de haberlo hecho.
Un hombrecillo vestido con pantalones y camisa caqui a juego se detuvo junto a la mesa.
—Perdona, Ray, soy Loyd Darling —dijo, con una cordial sonrisa en los labios. Tendió la mano mientras hablaba—. Tengo una granja justo al este de la ciudad.
Ray le estrechó la mano y se levantó un poco. El señor Loyd Darling era el principal propietario de tierras del condado de Ford. En otros tiempos había sido profesor de Ray en la escuela dominical.
—Me alegro mucho de verle.
—No te levantes —dijo Darling, apoyando la mano en el hombro de Ray—. Sólo quería decirte que siento mucho lo del Juez.
—Gracias, señor Darling.
—No había hombre que superara en nobleza a Reuben Atlee. Te acompaño en el sentimiento.
Ray se limitó a inclinar la cabeza. Harry Rex había dejado de comer y parecía al borde de las lágrimas. Loyd se retiró y el almuerzo se reanudó. Harry Rex inició el relato de una de sus hazañas bélicas contra los abusos del fisco. Tras tomarse uno o dos bocados más, Ray se sintió atiborrado de comida y, mientras fingía escuchar, pensó en la gran cantidad de personas intachables que tanto admiraban a su padre, en todos los Loyd Darling que veneraban al viejo. ¿Y si el dinero no procediera de los casinos? ¿Y si se hubiera cometido algún crimen, alguna horrible y secreta estafa perpetrada por el Juez? Sentado allí entre la gente del Coffee Shop, contemplando a Harry Rex sin prestarle atención, Ray Atlee tomó una decisión. Se juró a sí mismo que, si alguna vez descubría que la suma guardada en el maletero de su automóvil procedía de una actividad en cierto modo ilícita, nadie lo sabría jamás. Él no mancillaría la reputación del Juez Reuben Atlee.
Firmó un contrato consigo mismo, se estrechó la mano, hizo un juramento de sangre y juró ante Dios. Nunca lo revelaría.
Se despidieron en la acera delante de uno de los numerosos bufetes de abogados. Harry Rex lo abrazó como un oso y Ray trató de devolverle el abrazo, pero estaba inmovilizado.
—No puedo creer que haya muerto —dijo Harry Rex con los ojos nuevamente empañados.
—Lo sé, lo sé.
El hombre se alejó sacudiendo la cabeza y reprimiendo las lágrimas. Ray saltó al interior de su Audi y abandonó la plaza sin volver la cabeza hacia atrás. A los pocos minutos llegó a las afueras de la ciudad y pasó por delante del cine al aire libre en el que se había introducido el porno en la ciudad. Luego circuló ante la fábrica de zapatos, en una de cuyas huelgas había mediado el Juez. Pasó por delante de todo hasta que, al final, se encontró en la campiña, lejos del tráfico y lejos de la leyenda. Echó un vistazo al cuentakilómetros y advirtió que estaba conduciendo a casi ciento cincuenta kilómetros por hora.
Tenía que evitar a la policía y también las colisiones por detrás. El viaje era largo, pero la hora de llegada a Charlottesville revestiría una importancia decisiva. Si llegaba demasiado temprano, habría mucho tráfico peatonal en su céntrica calle. Si era demasiado tarde, la patrulla nocturna tal vez lo viera y le hiciera preguntas.
Una vez traspasada la frontera de Tennessee, se detuvo para echar gasolina e ir al lavabo. Había tomado demasiado café. Y demasiada comida. Intentó llamar a Forrest a través del móvil, pero no hubo respuesta. Lo consideró una noticia ni buena ni mala; con Forrest nada era previsible.
Se puso nuevamente en marcha manteniendo una velocidad de noventa por hora, y el tiempo empezó a transcurrir. El condado de Ford se fue desvaneciendo en otra vida. Todo el mundo tenía que ser de algún sitio y Clanton no era un mal lugar para que uno lo considerara su casa. Pese a ello, si jamás volvía a verlo, tampoco lo lamentaría.
Los exámenes se iniciarían en cuestión de una semana, luego se celebraría la graduación, y después empezaría la pausa estival. Se suponía que él estaba investigando y escribiendo, de manera que en los tres meses siguientes no estaría obligado a dar clase. Eso significaba que tendría muy pocas cosas que hacer.
Regresaría a Clanton y pronunciaría el juramento como albacea del testamento de su padre. Tomaría todas las decisiones que Harry Rex le pidiera que tomara. Y trataría de resolver el misterio del dinero.