A medida que se acercaba el final, el Juez se había dedicado a organizar sus asuntos con diligencia. Los datos más importantes estaban en su estudio, al alcance de la mano.
Primero examinaron el escritorio de caoba. Un cajón contenía extractos bancarios correspondientes a diez años, todos pulcramente colocados en orden cronológico. Sus declaraciones de la renta estaban en otro. Había cinco gruesos libros mayores llenos de apuntes relativos a las donaciones que había hecho a todo aquel que se lo pedía. El cajón más grande estaba lleno de docenas de carpetas de cartulina tamaño carta. Carpetas de impuestos sobre el patrimonio, historiales médicos, antiguas escrituras y títulos de propiedad, facturas pendientes, cartas de sus médicos, su fondo de pensión. Ray examinó las carpetas sin abrirlas, exceptuando las correspondientes a las facturas pendientes. Había una por valor de trece dólares con ochenta centavos a la empresa de jardinería Waynes Lawnmower Repair, fechada una semana atrás.
—Siempre resulta un poco extraño examinar los papeles de alguien que acaba de morir —observó Harry Rex—. Me siento como un espía.
—Más bien como un investigador en busca de pistas —adujo Ray.
Estaba sentado a un lado del escritorio y Harry Rex al otro, ambos con las mangas de la camisa remangadas y sin corbata, delante de montones de pruebas. Forrest se mostraba tan servicial como de costumbre. Había apurado tres cervezas a modo de postre y ahora estaba durmiendo como un tronco en el columpio del porche de la entrada.
Pero por lo menos estaba allí, en lugar de haberse ido de juerga, como habría hecho en otros tiempos. Había desaparecido muchas veces a lo largo de los años. Si no hubiera asistido al funeral de su padre, nadie en Clanton se hubiera sorprendido. Otra lacra en el historial de aquel insensato chico de Atlee, otra anécdota que contar.
En el último cajón encontraron toda suerte de objetos personales: plumas, pipas, fotografías del Juez con sus compañeros en reuniones organizadas por el Colegio de Abogados, unas cuantas fotografías de Ray y Forrest tomadas unos años atrás, su licencia de matrimonio, el certificado de defunción de su mujer. En un viejo sobre sin abrir estaba la nota necrológica recortada del Clanton Chronicle, fechada el 12 de octubre de 1969, junto con una fotografía. Ray la leyó y se la pasó a Harry Rex.
—¿La recuerdas? —le preguntó Ray.
—Sí, fui a su entierro —contestó Harry, mirándola—. Era una bella dama sin demasiados amigos.
—¿Por qué no los tenía?
—Era del delta y casi toda esa gente tiene una buena dosis de sangre azul. Eso es lo que el Juez quería en una esposa, pero aquí la cosa no dio muy buen resultado. Ella creyó que se casaba con un hombre acaudalado. Por aquel entonces los jueces no ganaban gran cosa, por lo que ella tuvo que hacer un gran esfuerzo para ser mejor que nadie.
—A ti no te caía muy bien.
—No mucho. Ella me consideraba muy basto.
—Ya me lo imagino.
—Yo quería mucho a tu padre, Ray, pero no se derramaron muchas lágrimas en el funeral de tu madre.
—Mejor que examinemos los funerales de uno en uno.
—Perdón.
—¿Qué decía el testamento que le preparaste? Me refiero al último.
Harry Rex dejó la nota necrológica sobre el escritorio y se reclinó en su asiento. Miró al infinito a través de la ventana y después habló en voz baja.
—El Juez quería crear un fondo para que, cuando se vendiera esta casa, el dinero fuera a parar allí. Yo hubiera sido el fideicomisario y, como tal, hubiera tenido el placer de entregaros el dinero a ti y a él. —Señaló con la cabeza hacia el porche—. Pero los primeros cien mil dólares tendrían que ir a parar al estado. Y eso es lo que el Juez calculaba que le debía Forrest.
—Qué desastre.
—Traté de disuadirle.
—Gracias a Dios que lo quemó.
—Pues la verdad es que sí. Él era Consciente de que la idea no era muy buena, pero quería proteger a Forrest de sí mismo.
—Es lo que hemos estado intentando hacer durante veinte años.
—Pensó en todo. Quería dejártelo todo a ti, excluirle a él por completo, pero comprendió que eso sólo serviría para provocar enfrentamientos. Además, estaba furioso porque sabía que ninguno de vosotros querría vivir aquí y por eso me pidió que redactara un testamento en el que se cediera la casa a la Iglesia. Jamás llegó a firmarlo, después Palmer lo hizo enfadar a propósito de la pena de muerte y acabó abandonando la idea, diciendo que mandaría venderla a su muerte para entregar el dinero a obras de caridad. —Harry Rex estiró los brazos hacia arriba hasta sentir el crujido de la columna vertebral. Lo habían operado un par de veces de la espalda y jamás se sentía cómodo. Luego añadió—: Supongo que si os convocó a ti y a Forrest fue para decidir entre los tres qué hacer con la herencia.
—Entonces, ¿por qué hizo otro testamento en el último minuto?
—Eso nunca lo sabremos, ¿no crees? A lo mejor, se cansó del dolor. Sospecho que se había habituado a la morfina, tal como le ocurre a casi todo el mundo hacia el final. Quizá comprendió que se estaba muriendo.
Ray contempló los ojos del general Nathan Bedford Forrest, que llevaba casi un siglo vigilando severamente el estudio del Juez desde aquel lugar. Ray estaba seguro de que su padre habría deseado morir en el sofá para que el general le ayudara a superar aquel trance. El general lo sabía. Sabía cómo y cuándo había muerto el Juez. Sabía de dónde procedía el dinero. Sabía quién había allanado la casa y había revuelto el despacho la víspera.
—¿Incluyó alguna vez a Claudia? —preguntó Ray.
—Jamás. Era muy rencoroso, como bien sabes.
—Ella ha venido esta mañana.
—¿Qué quería?
—Creo que buscaba dinero. Dijo que el Juez siempre le había prometido que cuidaría de ella y preguntó qué ponía en el testamento.
—¿Y tú se lo has revelado?
—Con sumo placer.
—Está muy bien situada, no te preocupes por esa mujer. ¿Recuerdas al viejo Walter Sturgis el de Karraway, un contratista de obras tremendamente tacaño?
Harry Rex conocía a todos y cada uno de los treinta mil habitantes del condado, negros, blancos y, ahora, mexicanos.
—Creo que no.
—Corren rumores de que tiene medio millón de dólares en efectivo y Claudia va tras ellos. Ha conseguido que el tío se ponga camisas de golf y coma en el club de campo. El hombre les ha dicho a sus amiguetes que toma Viagra cada día.
—Buen chico.
—Claudia acabará con él.
Forrest se agitó en el columpio del porche y las cadenas chirriaron. Esperaron un momento hasta que se hizo de nuevo el silencio. Harry Rex abrió una carpeta.
—Aquí está la tasación —dijo—. Se la encargamos el año pasado a un tío de Tupelo, probablemente el mejor tasador del norte de Misisipí.
—¿Cuánto?
—Cuatrocientos mil.
—Vendida.
—A mí me pareció un precio muy alto. Pero, como es natural, el Juez creía que la casa valía un millón de dólares.
—Claro.
—Creo que el precio real podría rondar los trescientos mil dólares.
—No sacaremos ni la mitad. ¿En qué se basa la tasación?
—Aquí lo tenemos. Metros cuadrados de la vivienda, superficie del terreno, vista, comparaciones, lo de siempre.
—Dame una comparación.
Harry Rex pasó las páginas de la tasación.
—Aquí hay una. Una casa de la misma época y la misma superficie, con quince hectáreas de terreno, en las afueras de Holly Springs, se vendió hace un par de años por ochocientos de los grandes.
—Pero esto no es Holly Springs.
—Más bien no.
—Ésta es una ciudad de antes de la guerra de Secesión, con montones de casas antiguas.
—¿Quieres que denuncie al tasador?
—Sí, vamos a por él. ¿Tú qué pagarías por esta casa?
—Nada. ¿Quieres una cerveza?
—No.
Harry Rex se dirigió a la cocina arrastrando los pies y regresó con una lata de Pabst Blue Ribbon.
—No sé por qué compra esta marca —murmuró, bebiéndose una cuarta parte de la misma.
—Por costumbre.
Harry Rex miró a través de las persianas y sólo vio los pies de Forrest, colgando del columpio.
—No creo que esté demasiado interesado en la herencia de su padre.
—Es como Claudia: sólo quiere un cheque.
—El dinero sería su perdición.
Resultaba tranquilizador saber que Harry Rex compartía su opinión. Ray esperó a que éste regresara al escritorio porque quería verle bien los ojos.
—El Juez ganó menos de cuatro mil dólares el año pasado —declaró Ray, estudiando la declaración de la renta.
—Estaba enfermo —asintió Harry Rex, estirando la poderosa espalda y efectuando un movimiento de torsión antes de volver a sentarse—. Estuvo viendo casos hasta hace un par de años.
—¿Qué clase de casos?
—De todo tipo. Hace unos años tuvimos a un gobernador derechista de inclinaciones nazis…
—Lo recuerdo.
—Le gustaba soltar sermones cuando hacía campaña, los valores familiares, era contrario a todo menos a las armas. Resultó que le gustaban las señoras, su mujer lo sorprendió, se armó un gran escándalo. Los jueces de Jackson no quisieron saber nada del caso por razones obvias y entonces le pidieron al Juez que interviniera como árbitro.
—¿El asunto acabó en juicio?
—Pues sí, un juicio muy sonado, por cierto. La mujer se quedó con todos los bienes del gobernador, quien pensó que podría amedrentar al Juez. Ella se quedó con la mansión y con casi todo su dinero. Según las últimas noticias que he recibido, está viviendo encima del garaje de su hermano, pero con guardaespaldas, naturalmente.
—¿Viste alguna vez al Juez amedrentado?
—Nunca, ni una sola vez en treinta años.
Harry Rex tomó otro trago de cerveza mientras Ray examinaba otra declaración de la renta. Todo estaba en silencio. En cuanto volvió a oír los ronquidos de Forrest, Ray dijo:
—He encontrado dinero, Harry Rex.
Los ojos de Harry Rex no revelaron ninguna emoción. Ni complot, ni asombro, ni alivio. No parpadearon ni miraron fijamente. Harry Rex esperó y, finalmente, se encogió de hombros y preguntó:
—¿Cuánto?
—Toda una caja llena.
Seguirían otras preguntas a las que Ray ya había intentado adelantarse.
Una vez más, Harry Rex esperó un poco y después volvió a encogerse inocentemente de hombros.
¿Dónde?
—Allí, en el armario que hay detrás del sofá. Dinero en efectivo en una caja, más de noventa mil dólares.
Hasta aquel momento, no había dicho ninguna mentira. No había contado toda la verdad, pero no había mentido. Todavía no.
—¿Noventa mil dólares? —preguntó Harry Rex, en voz demasiado alta.
Ray asintió, mirando hacia el porche.
—Sí, en billetes de cien dólares —respondió, bajando un poco la voz—. ¿Tienes alguna idea acerca de su procedencia?
Harry Rex tomó otro trago de cerveza, contempló la pared con los ojos entornados y, al final, contestó:
—Pues no.
—¿Tal vez el juego? Has dicho que jugaba a los dados.
Otro trago.
—Sí, puede ser. Los casinos se inauguraron hace seis o siete años, y él y yo íbamos una vez por semana, sobre todo al principio.
—¿Lo dejaste?
—Ojalá. En confianza: iba constantemente. Jugaba tanto que no quería que el Juez lo supiera; por consiguiente, cuando iba con él, siempre jugaba poco. A la noche siguiente, regresaba y me jugaba hasta la camisa.
—¿Cuánto perdiste?
—Hablemos del Juez.
—De acuerdo, ¿ganaba en el juego?
—Por regla general, sí. En una buena noche ganaba unos dos mil.
—¿Y en una mala?
—Quinientos, era su límite. Si perdía, sabía cuándo detenerse. Este es el secreto del juego: es preciso saber dejarlo y hay que tener el valor de largarse. Y él lo hacía. Yo, en cambio, no.
—¿Iba sin ti?
—Sí, le vi una vez. Una noche salí y me fui a un nuevo casino, madre mía, ahora tenemos quince. Mientras jugaba al blackjack, las cosas se animaron en una mesa de dados muy cerca de allí. En medio de todo el revuelo, vi al Juez Atlee con una gorra de béisbol para que nadie lo reconociera. Sus disfraces no siempre daban resultado porque yo oía comentarios en la ciudad. Mucha gente va a los casinos y ve cosas.
—¿Con cuánta frecuencia iba?
—Cualquiera sabe. No tenía que dar explicaciones a nadie. Uno de mis clientes, uno de esos chicos Higginbotham que vendían automóviles usados, me dijo una vez que había visto al Juez Atlee en la mesa de los dados a las tres de la madrugada en Treasure Island. Entonces pensé que el Juez visitaba los casinos a altas horas de la madrugada para que la gente no le viera.
Ray efectuó unos rápidos cálculos mentales. Si el Juez hubiera jugado tres veces por semana durante cinco años y hubiera ganado dos mil dólares cada vez, sus ganancias habrían rondado el millón y medio de dólares.
—¿Pudo haber ocultado noventa mil dólares? —preguntó Ray.
Parecía una cantidad ridícula.
—Todo es posible, pero ¿por qué ocultarlos?
—Dímelo tú.
Ambos se pasaron un rato meditando la cuestión. Harry Rex apuró la cerveza y encendió un cigarro. Un lento ventilador de techo colgado sobre el escritorio esparcía el humo por la estancia. Harry Rex lanzó una nube de humo hacia el ventilador y dijo:
—Hay que pagar impuestos sobre las ganancias y, puesto que él no quería que nadie supiera que jugaba, es posible que prefiriera guardar discretamente el dinero.
—Pero ¿en los casinos no hay que rellenar impresos si ganas una cierta cantidad?
—Yo jamás he visto un puñetero impreso.
—Pero ¿y si hubieras ganado?
—Sí, hay que rellenarlos. Yo tenía un cliente que ganó once mil dólares en las máquinas tragaperras de cinco dólares. Le entregaron un impreso diez noventa y nueve, una notificación a Hacienda.
—¿Y en los dados?
—Si ganas más de diez mil dólares en fichas de una sola vez, hay que rellenar impresos. Por debajo de diez mil, no es preciso rellenar nada. Lo mismo que las transacciones en efectivo en un banco.
—Dudo que el Juez quisiera documentos.
—En efecto.
—¿Jamás habló de cantidades en efectivo cuando preparabais los testamentos?
—Jamás. El dinero es un secreto, Ray. No me lo puedo explicar. No, sé qué pensaba. Estoy seguro de que sabía que acabarían encontrándolo.
—Exacto, pero ahora la cuestión es qué hacer con él.
Harry Rex asintió y se introdujo el cigarro entre los labios. Ray se reclinó en su asiento y contempló el ventilador del techo. Durante un buen rato ambos meditaron qué hacer con el dinero. Ninguno de los dos se atrevía a sugerir la posibilidad de seguir ocultándolo sin más. Harry Rex decidió tomarse otra cerveza y Ray dijo que él también se tomaría una. A medida que pasaban los minutos, estuvo claro que no volverían a hablar del dinero, por lo menos aquel día. En cuestión de unas semanas, cuando se abriera el testamento y se llevara a cabo un inventario de los bienes, tendrían ocasión de volver sobre el asunto. O tal vez no lo hicieran.
Ray se había pasado dos días calculando si debía revelar a Harry Rex lo del dinero; no toda la fortuna, sino tan sólo una parte de ella. Tras haberlo hecho, había más preguntas que respuestas.
Apenas se había arrojado luz sobre el misterio. El Juez era aficionado a los dados y los juegos de azar se le daban bien, pero no parecía probable que hubiera ganado tres millones en siete años. Y haberlo hecho sin dar lugar a ningún papeleo ni haber dejado el menor rastro parecía imposible.
Ray regresó a las declaraciones de renta mientras Harry Rex examinaba los libros de las donaciones benéficas.
—¿A qué contable vas a recurrir? —preguntó Ray tras un prolongado silencio.
—Hay varios.
—Pero no de aquí.
—No, me mantengo apartado de ellos. Esta es una ciudad pequeña.
—Me parece que todos los papeles están en regla —dijo Ray, cerrando un cajón.
—Será fácil, exceptuando lo de la casa.
—Cuanto antes la pongamos en venta, mejor. La transacción no será rápida.
—¿Qué cantidad podemos pedir?
—Empecemos con trescientos mil.
—¿Pensáis arreglarla?
—No hay dinero, Harry Rex.
Poco antes de que se hiciera de noche, Forrest anunció que estaba cansado de Clanton, cansado de la muerte, cansado de permanecer en una vieja y deprimente casa en la que nunca se había sentido a gusto, cansado de Harry Rex y de Ray, y que se iba a Memphis, donde lo esperaban las mujeres y las fiestas.
—¿Cuándo volverás? —le preguntó a Ray.
—Dentro de dos o tres semanas.
—¿Para la validación del testamento?
—Sí —contestó Harry Rex Haremos una breve comparecencia ante el Juez. Si tú vienes, mejor, pero no es necesario.
—Ni hablar. Ya he visitado demasiados tribunales en mi vida.
Los hermanos bajaron por el camino particular de la casa hasta el automóvil de Forrest.
—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Ray, pero sólo porque se sintió obligado a mostrar interés.
—Muy bien. Nos vemos, hermano —dijo Forrest, deseoso de marcharse antes de que su hermano le soltara alguna estupidez—. Llámame cuando vuelvas —añadió.
Puso el automóvil en marcha y se alejó. Ray sabía que se detendría en algún lugar situado entre Clanton y Memphis, en algún tugurio con bar y mesa de billar, o bien simplemente en un almacén de cerveza para comprarse una caja entera e írsela bebiendo por el camino.
Forrest había sobrevivido admirablemente bien al entierro de su padre, pero la procesión iba por dentro. La fusión atómica no sería agradable.
Harry Rex tenía apetito, como de costumbre, y le preguntó a Ray si le apetecía comer bagre frito.
—No demasiado.
—Bien, hay un nuevo restaurante a la orilla del lago.
—¿Cómo se llama?
—La Choza del Bagre de Jeter.
—Estás de guasa.
—No, es exquisito.
Cenaron en una plataforma vacía que se proyectaba sobre un pantano en las rebalsas del lago. Harry Rex comía bagre dos veces a la semana; Ray una vez cada cinco años. El cocinero había sido muy generoso con la masa de rebozar y el aceite de cacahuete y Ray comprendió que pasaría una mala noche por varios motivos.
Se acostó con un arma cargada en la cama de su antigua habitación del piso de arriba, con las puertas y las ventanas cerradas y las tres bolsas de basura llenas de dinero a sus pies. En semejante situación, le resultaba muy difícil mirar a su alrededor en la oscuridad y evocar los gratos recuerdos de su infancia que en otras circunstancias hubieran estado a flor de piel. La casa estaba entonces muy fría y oscura, sobre todo después de la muerte de su madre.
En lugar de recordar, trató de dormir contando redondas fichas negras, por valor de cien mil dólares cada una, arrastradas por el Juez desde las mesas hasta las cajas. Contó con gran imaginación y ambición y no logró acercarse ni de lejos a la fortuna que había encontrado.