Empujaron el precioso féretro del Juez Atlee por el pasillo central y lo dejaron junto al altar, delante del púlpito donde el reverendo Palmer lo aguardaba, ataviado con una túnica negra. No se levantó la tapa del féretro para gran decepción de los presentes, la mayoría de los cuales seguía aferrada al antiguo ritual sureño de contemplar al difunto por última vez, en un extraño intento de intensificar al máximo el dolor.
—De eso ni hablar —contestó cortésmente Ray cuando el señor Magargel le preguntó si quería que levantaran la tapa del féretro. Cuando todo estuvo en su sitio, Palmer extendió lentamente los brazos, después los bajó y los presentes se sentaron.
En el primer banco a su derecha estaban los dos hijos. Ray se había puesto su traje nuevo y parecía muy cansado. Forrest, vestido con unos pantalones vaqueros y una chaqueta de ante negro, se mostraba extremadamente sereno. A su espalda se encontraban Harry Rex y los demás portadores del féretro y, detrás de ellos, una triste serie de antiguos jueces ya también con un pie en el sepulcro. En el primer banco a su izquierda se sentaban dignatarios, políticos, un antiguo gobernador del estado, un par de jueces del Tribunal Supremo de Misisipí. Clanton jamás había visto tanto poder reunido.
La iglesia estaba abarrotada y había personas de pie junto a las paredes, bajo las vidrieras de colores. El triforio de arriba también estaba lleno. En el auditorio del sótano se apretujaban más amigos y admiradores que seguirían la ceremonia a través de un sistema de altavoces.
A Ray le impresionó la cantidad de gente. Forrest ya estaba consultando su reloj. Había llegado hacía quince minutos y el que le pegó la bronca fue Harry Rex, no Ray. El traje nuevo estaba sucio, explicó. Además, Ellie le había comprado la chaqueta de ante negro años atrás y le había dicho que sería muy adecuada para la ocasión.
Con ciento treinta kilos, no salía de casa y Ray y Harry Rex se lo agradecían. Había conseguido en cierto modo que Forrest se mantuviera apartado de sus adicciones, pero no tardaría en tener el mono. Por mil razones, Ray estaba deseando regresar a Virginia.
El reverendo rezó, pronunciando un breve y elocuente mensaje de gratitud por la vida de aquel gran hombre. Después presentó a un coro juvenil que había ganado premios nacionales en un concurso de música en Nueva York. El Juez Atlee les había donado tres mil dólares para el viaje, según Palmer. Entonaron dos canciones que Ray jamás había oído y que le parecieron preciosas.
El primer elogio —sólo habría dos muy breves, siguiendo las instrucciones de Ray— estuvo a cargo de un anciano que a duras penas consiguió llegar al púlpito, pero, una vez allí, sorprendió a los presentes con su poderosa y bien modulada voz. Había estudiado Derecho con Reuben cien años atrás. Contó dos anécdotas sin ninguna gracia y después la poderosa voz empezó a debilitarse.
El reverendo leyó algunos pasajes de las Sagradas Escrituras y, a continuación, pronunció unas palabras de consuelo por la pérdida de un ser querido, aunque éste ya fuera viejo y hubiera vivido una existencia en toda su plenitud.
El segundo elogio lo pronunció un joven negro llamado Nakita Poole, una especie de leyenda en Clanton. Poole pertenecía a una familia muy violenta del sur de la ciudad y, de no haber sido por un profesor de Química del instituto, habría abandonado los estudios a los quince años y se habría convertido en un número más en las estadísticas. El Juez lo conoció en el transcurso dé una desagradable disputa familiar ante los tribunales y se interesó por el chico. Poole tenía una asombrosa capacidad para las ciencias y las matemáticas. Terminó siendo el primero de su clase, presentó solicitudes de admisión en los mejores colegios universitarios y fue aceptado en todas partes. El Juez escribió entusiastas cartas de recomendación y echó mano de todas sus influencias. Nakita eligió Yale, pero su asignación económica lo cubría todo menos el dinero de bolsillo. El Juez Atlee se pasó cuatro años escribiéndole una carta semanal, cada una de las cuales iba acompañada de un cheque por valor de veinticinco dólares.
—Yo no era el único que recibía cartas y cheques —les dijo a los presentes que, lo escuchaban en silencio—. Éramos muchos.
Ahora Nakita era médico y estaba a punto de trasladarse a África, donde trabajaría como voluntario durante dos años.
—Echaré de menos sus cartas —y las damas presentes en la iglesia se echaron a llorar.
El forense Thurber Foreman fue el siguiente. Llevaba muchos años siendo un elemento habitual en todos los funerales del condado de Ford y el Juez había expresado el deseo de que tocara su mandolina y entonara el himno Un poco más cerca de Ti. Su canto fue muy hermoso, y logró terminarlo a pesar del llanto.
Al final, Forrest empezó a enjugarse las lágrimas. En cambio, Ray se limitó a contemplar fijamente el féretro, preguntándose de dónde habría salido el dinero. ¿Qué habría hecho el viejo? ¿Qué pensaba exactamente que iba a ocurrir con el dinero cuando él muriera?
Tras un breve mensaje del reverendo, los portadores del féretro empujaron el catafalco del Juez Atlee hacia la salida de la iglesia. El señor Magargel acompañó a Ray y a Forrest por el pasillo y bajó con ellos los peldaños hasta la limusina que esperaba detrás del coche fúnebre.
Como en todas las ciudades pequeñas, en Clanton se observaba una gran afición por las procesiones fúnebres. Todo: el tráfico se detenía. Los que no formaban parte del cortejo permanecían de pie en las aceras, contemplando con tristeza el paso del vehículo mortuorio y el interminable desfile de automóviles que lo seguía. Todos los agentes a tiempo parcial se enfundaban en sus uniformes y bloqueaban algo, una calle, un callejón o los espacios de aparcamiento.
El coche fúnebre rodeó el Palacio de Justicia, donde la bandera ondeaba a media asta y los funcionarios del condado ocupaban la acera con aire compungido. Los comerciantes de la plaza salieron para despedir al Juez Atlee.
Lo enterraron en la parcela de los Atlee, junto a su esposa largo tiempo olvidada y entre los antepasados a los que tanto veneraba. Sería el último Atlee que recibiera sepultura en el condado de Ford, pero eso nadie lo sabía. En realidad, a nadie le importaba. Ray sería incinerado y sus cenizas se esparcirían sobre las montañas del Blue Ridge. Forrest comprendía que estaba más cerca de la muerte que su hermano mayor, pero aún no había decidido los detalles finales. Sólo sabía que no deseaba ser enterrado en Clanton. Ray era partidario de la incineración. A Ellie le gustaba la idea de un panteón. Forrest prefería no plantear el tema.
Los asistentes al funeral se apretujaron debajo y alrededor de una carpa carmesí de la Funeraria Magargel, demasiado pequeña para acogerlos a todos. La carpa cubría la tumba y cuatro hileras de sillas plegables. En realidad se habrían necesitado mil asientos.
Ray y Forrest se sentaron tan cerca del féretro que casi lo rozaban con las rodillas y escucharon las palabras de despedida del reverendo Palmer. Sentado en una silla plegable junto al borde de la tumba abierta de su padre, Ray se sorprendió de sus propios pensamientos. Quería irse a casa. Echaba de menos su aula y a sus alumnos. Echaba de menos sus vuelos y el panorama del valle de Shenandoah desde mil quinientos metros de altura. Estaba cansado e irritable y no quería pasarse otras dos horas en el cementerio, manteniendo charlas intrascendentes con personas que recordaban el día de su nacimiento.
La mujer de un predicador pentecostalista pronunció las palabras finales. Entonó el himno Asombrosa Gracia y, durante cinco minutos, el tiempo se quedó en suspenso. Su hermosa voz de soprano resonó por todas las suaves lomas del cementerio, consolando a los muertos y dando esperanza a los vivos. Hasta los pájaros interrumpieron sus vuelos.
Un muchacho del Ejército interpretó a la trompeta el toque de silencio y todo el mundo se deshizo en lágrimas. Doblaron la bandera y se la entregaron a Forrest, quien sollozaba y sudaba bajo la maldita chaqueta de ante. Mientras las últimas notas se perdían en el bosque, Harry Rex rompió a llorar a su espalda. Ray se inclinó y tocó el féretro. Pronunció una silenciosa despedida y después apoyó los codos sobre las rodillas y ocultó el rostro en las manos.
La ceremonia del entierro terminó rápidamente. Era la hora del almuerzo. Ray pensó que, si permaneciera allí sentado contemplando el féretro, la gente lo dejaría en paz. Forrest le rodeó los hombros con su poderoso brazo y ambos dieron la impresión de que pensaban quedarse allí hasta que oscureciera. Harry Rex recuperó la compostura y asumió el papel de portavoz de la familia. De pie en el exterior de la carpa, dio las gracias a las autoridades por su presencia, felicitó a Palmer por la espléndida ceremonia, alabó a la esposa del predicador por su hermosa versión del himno, le dijo a Claudia que no podía sentarse con los chicos y que tenía que circular, y añadió otras muchas cosas. Los sepultureros esperaban junto a un árbol de las inmediaciones con las palas en la mano.
Cuando todos se hubieron retirado, incluido el señor Magargel y su equipo de colaboradores, Harry Rex se sentó en la silla del otro lado de Forrest y, durante un buen rato, los tres permanecieron sentados allí, contemplando fijamente el ataúd incapaces de marcharse. El único sonido que se oía era el de una excavadora que esperaba a lo lejos. Pero a ellos les daba igual. ¿Cuantas veces entierra uno a su padre?
¿Y qué importancia tiene el tiempo para un sepulturero?
—Un funeral espléndido —comentó finalmente Harry Rex, que era un experto en semejantes cuestiones.
—Él hubiera estado orgulloso —dijo Forrest.
—Le encantaban los buenos funerales —añadió Ray—. En cambio, aborrecía las bodas.
—Pues a mí me encantan las bodas —dijo Harry Rex.
—¿Van cuatro o cinco? —preguntó Forrest.
—De momento, cuatro.
Un hombre vestido con un uniforme de trabajo del ayuntamiento se acercó a ellos y les preguntó en voz baja:
—¿Desean que lo bajemos ahora?
Ni Ray ni Forrest supieron qué responder. Harry Rex no dudó ni un instante.
—Sí, por favor —contestó.
El hombre accionó una manivela por debajo de una tabla encajada bajo el reborde de la tumba. Muy lentamente, el féretro descendió. Ellos lo contemplaron hasta que tocó el fondo de tierra.
El hombre retiró las cuerdas, la tabla y la manivela, y se marchó.
—Creo que todo ha terminado ya —dijo Forrest.
El almuerzo consistió en unos tamales y unas sodas en un restaurante con servicio para automovilistas situado en las afueras de la ciudad, lejos de los lugares abarrotados en los que seguramente alguien los habría interrumpido para hacer algún comentario amable sobre el Juez. Se sentaron a una mesa de madera bajo una enorme sombrilla y contemplaron el paso de los automóviles.
—¿Cuándo os vais? —preguntó Harry Rex.
—Mañana a primera hora —contestó Ray—. Nos quedan algunos asuntos pendientes.
—Lo sé. Lo haremos esta tarde.
—¿Qué clase de asuntos? —preguntó Forrest.
Cuestiones relacionadas con la validación —contestó Harry Rex—. Dentro de un par de semanas abriremos el testamento, cuando Ray pueda regresar. Ahora tenemos que examinar los documentos del Juez y ver el trabajo que hay que hacer.
—Eso parece asunto del albacea.
—Pero tú puedes ayudar.
Mientras comía, Ray no podía dejar de pensar en su automóvil, aparcado en una transitada calle cerca de la iglesia presbiteriana. Allí estaría seguro.
—Anoche estuve en el casino —anunció con la boca llena.
—¿En cuál de ellos? —preguntó Harry Rex.
—El Santa Fe o no sé qué, el primero que encontré. ¿Has estado allí?
—He estado en todos —contestó Harry Rex, con expresión de no sentir el menor deseo de regresar.
Exceptuando las drogas ilegales, Harry Rex había explorado todos los vicios.
—Yo también —dijo Forrest, un hombre para quien las excepciones no existían—. ¿Qué tal te fue? —le preguntó a su hermano.
—Gané dos mil en el blackjack. Me ofrecieron una habitación.
—Yo he pagado esa maldita habitación —dijo Harry Rex—. Y probablemente todo el piso.
—Me encantan las copas gratis que te ofrecen —intervino Forrest—. Veinte pavos el refresco.
Ray tragó saliva y decidió echar el anzuelo.
—Encontré unas cerillas del Santa Fe en el escritorio del viejo. ¿Acaso visitaba el casino en secreto?
—Pues claro —contestó Harry Rex—. Él y yo solíamos ir una vez a la semana. Le encantaban los dados.
—¿El viejo? —preguntó Forrest—. ¿Le gustaban los juegos de azar?
—Pues sí.
—O sea que ahí fue a parar el resto de mi herencia. Lo que no donaba a obras benéficas, lo perdía en el juego.
—No, en realidad, era bastante buen jugador.
Ray simuló sorprenderse tanto como Forrest, pero se alegró de haber dado con una primera pista, por insignificante que fuera. Le parecía casi imposible que el Juez hubiera amasado semejante fortuna jugando a los dados una vez a la semana.
Él y Harry Rex seguirían con la cuestión más adelante.