11

La puerta principal estaba ligeramente entornada y, a las ocho de la mañana, en ese lugar deshabitado, la señal era de muy mal agüero. Ray se pasó un minuto largo contemplándola, indeciso, aunque sabía que no tendría más remedio que hacerlo. Empujó la puerta, apretó los puños como si el ladrón aún pudiera estar dentro y respiró hondo. La puerta se abrió con un chirrido y, cuando la luz se posó sobre los montones de cajas del vestíbulo, Ray descubrió unas huellas de barro en el suelo. El asaltante había entrado a través del jardín posterior, donde había mucho barro, y por alguna extraña razón había decidido salir por la puerta principal.

Ray extrajo lentamente la pistola del bolsillo.

Las veintisiete cajas verdes de Blake amp; Son aparecían diseminadas por todo el estudio del Juez. El sofá estaba volcado. Las puertas del armario situado bajo la estantería de libros permanecían abiertas. Aunque el escritorio de tapa corredera parecía intacto, los papeles del escritorio de caoba se hallaban esparcidos por el suelo.

El intruso había sacado las cajas, las había abierto y, al ver que estaban vacías, las había pisoteado y arrojado por doquier en un arrebato de furia. A pesar del silencio, Ray experimentó los efectos de la violencia y una sensación de debilidad.

Aquel dinero lo podía matar.

Cuando estuvo en condiciones de moverse, levantó el sofá y recogió los papeles. Estaba ordenando las cajas cuando oyó un ruido en el porche principal. Miró a hurtadillas a través de la ventana y vio a una anciana que llamaba a la puerta.

Claudia Gates conocía al Juez mejor que nadie. Había sido su relatora, secretaria, chofer y mucho más, según las habladurías que circulaban por la ciudad desde que Ray era pequeño. Durante casi treinta años, ella y el Juez habían viajado juntos por los seis condados del distrito Veinticinco, saliendo de Clanton a las siete de la mañana y regresando entrada la noche. Cuando no estaban en las salas, ambos compartían el despacho del Juez en el Palacio de justicia, donde ella mecanografiaba las transcripciones mientras él estudiaba los documentos.

En cierta ocasión, un abogado apellidado Turley los había sorprendido en una situación comprometida durante la pausa del almuerzo en el despacho y había cometido el imperdonable error de contárselo a otros. A partir de aquel momento, perdió todos los juicios en el Tribunal de Equidad y no consiguió ni un solo cliente. El Juez Atlee tardó cuatro años en inhabilitarlo.

—Hola, Ray —saludó Claudia a través de la cancela—. ¿Puedo entrar?

—Claro —contestó él, abriendo un poco más la puerta.

Ray y Claudia jamás se habían caído bien. Él siempre había experimentado la sensación de que ella recibía la atención y el afecto que les hubiera correspondido a él y a Forrest. Claudia, por su parte, lo consideraba una amenaza. En lo tocante al Juez Atlee, para ella todo el mundo representaba una amenaza.

Tenía pocos amigos y todavía menos admiradores. Se comportaba de forma cruel y descortés porque se pasaba la vida asistiendo a juicios. Y era arrogante porque le hablaba en susurros al gran personaje.

—Lo siento muchísimo.

—Yo también.

Al pasar con ella por delante del estudio, Ray cerró la puerta diciendo:

—No entres aquí.

Claudia no reparó en las huellas del intruso.

—Sé amable conmigo, Ray.

¿Por qué?

Entraron en la cocina, donde él sirvió café, y ambos se sentaron frente a frente.

—¿Puedo fumar? —preguntó Claudia.

—Como quieras —contestó Ray.

Por mí puedes fumar hasta que te asfixies, tía, pensó. Los trajes negros de su padre siempre estaban impregnados del acre olor de sus cigarrillos. Él le permitía fumar en el interior del automóvil, en su despacho del Palacio de Justicia, en el despacho de su casa y probablemente también en la cama. En cualquier sitio menos en la sala.

La afanosa respiración, la áspera voz, las incontables arrugas que le rodeaban los ojos… ah, los placeres del tabaco.

Había estado llorando, lo cual era un hecho insólito en su vida. Un verano en que trabajó como auxiliar de su padre, Ray había tenido la desgracia de presenciar el juicio de un doloroso caso de abusos sexuales infantiles. La declaración había sido tan triste y conmovedora que todo el mundo, incluidos el Juez y todos los abogados, se emocionaron hasta las lágrimas. Los únicos ojos secos de la sala eran los de la insensible Claudia.

—No puedo creer que haya muerto —dijo ella, arrojando una nube de humo hacia el techo.

—Llevaba cinco años muriéndose, Claudia. No ha sido una sorpresa.

—Aun así, es muy triste.

—Es muy triste, pero sufría mucho. La muerte ha sido una liberación.

—No quería que viniera a verle.

—Mejor no repetir lo de siempre, ¿vale?

La historia, según la versión que uno creyera, había sido la comidilla de Clanton durante casi dos décadas. Pocos años después de la muerte de la madre de Ray, Claudia se divorció de su marido por motivos que jamás se aclararon. Una parte de la ciudad creía que el Juez le había prometido casarse con ella cuando se divorciara. La otra mitad creía que el Juez, un Atlee por encima de todo, nunca había tenido intención de casarse con una plebeya como Claudia, y que ésta se divorció porque el marido la había sorprendido tonteando con otro hombre. Pasaron los años mientras ambos disfrutaban de las ventajas de la vida matrimonial, pero sin papeles y sin cohabitación efectiva. Ella seguía apremiando al Juez para que se casara y él insistía en aplazar la decisión. Era evidente que tenía lo que quería.

Al final, ella le planteó un ultimátum, lo cual resultó ser una estrategia equivocada. Los ultimátums no impresionaban a Reuben Atlee. Un año antes de que lo echaran de su puesto, Claudia se casó con un hombre nueve años más joven que ella. El Juez la despidió de inmediato y en los cafés y los clubs femeninos no se habló de otra cosa. Al cabo de unos cuantos años de inestabilidad, el marido más joven murió. Claudia se quedó tan sola como el Juez. Sin embargo, ella lo había traicionado volviéndose a casar y él jamás se lo había perdonado.

—¿Dónde está Forrest? —preguntó Claudia.

—Supongo que no tardará en venir.

—¿Cómo se encuentra?

—Es el mismo de siempre.

—¿Quieres que me vaya?

—Como prefieras.

—Quisiera hablar contigo, Ray. Necesito hablar con alguien.

—¿No tienes amigos?

—No. Reuben era mi único amigo.

Ray se echó hacia atrás cuando Claudia pronunció el nombre de pila de su padre. Claudia se introdujo el cigarrillo entre los pegajosos labios rojos, un apagado rojo de luto, no el rojo fuego por el que antaño fuera famosa. Debía de tener más de setenta años, pero muy bien llevados. Era esbelta, caminaba muy erguida y lucía un ajustado vestido que ninguna otra mujer de setenta y tantos años del condado de Ford se hubiera podido permitir el lujo de ponerse. Llevaba brillantes en los lóbulos de las orejas y en el dedo, aunque Ray no supo determinar si eran auténticos. También llevaba un bonito colgante de oro y dos pulseras de oro.

Era una furcia que ya iba para vieja, pero todavía tan activa como un volcán. Ray pensó que debía preguntarle a Harry Rex con quién estaba Claudia en aquellos momentos.

Volvió a llenar las tazas de café.

—¿De qué quieres hablar? —dijo.

—De Reuben.

M padre ha muerto. No me interesan tus historias.

—¿No podemos ser amigos?

—No. Siempre nos hemos despreciado. Ahora no nos vamos a besar y abrazar sobre el féretro. ¿Por qué tendríamos que hacerlo?

—Soy muy mayor, Ray.

—Y yo vivo en Virginia. Hoy asistiremos al entierro y después jamás nos volveremos a ver. ¿Qué te parece?

Ella encendió otro cigarrillo y lloró un poco más. Ray estaba pensando en el desorden del estudio y en lo que le diría a Forrest en caso de que éste irrumpiera en aquel momento en la casa y viera las huellas de pisadas y las cajas diseminadas por el suelo. Además, si Forrest veía a Claudia sentada a la mesa, era posible que le saltara al cuello.

A pesar de que no tenían pruebas, Ray y Forrest siempre habían sospechado que el Juez le pagaba una cantidad muy superior al sueldo habitual de los relatores de los tribunales. Un complemento a cambio de los complementos que ella le ofrecía. No resultaba difícil guardarle rencor.

—Me gustaría tener algo que recordar, eso es todo —dijo ella.

—¿Qué puedo ofrecerte yo?

—Tu padre ya no está. ¿A quién más puedo recurrir?

—¿Quieres dinero?

—No.

—¿Estás en la ruina?

—No, tengo la vida asegurada.

—Aquí no hay nada para ti.

—¿Tienes su testamento?

—Sí, y en él no se menciona tu nombre.

Claudia rompió a llorar y Ray empezó a enfurecerse. Ella recibía dinero veinte años atrás, cuando él trabajaba como camarero y se mantenía a base de mantequilla de cacahuete y trataba de sobrevivir otro mes sin que lo echaran del barato apartamento que ocupaba.

Ella siempre conducía un Cadillac nuevo cuando él y Forrest utilizaban unos cacharros. A ellos se les exigía vivir como aristócratas venidos a menos mientras que ella tenía un guardarropa y unas joyas sensacionales.

—Siempre prometió cuidar de mí —señaló Claudia.

—Rompió la promesa hace muchos años, Claudia. Déjalo ya.

—No puedo. Lo quería demasiado.

—Lo vuestro era sexo y dinero, no amor. Preferiría no hablar de eso.

—¿Qué hay en la herencia?

—Nada. Lo regaló todo.

—¿Cómo?

—Ya lo has oído. Ya sabes lo mucho que le gustaba extender cheques. La cosa fue a más cuando tú abandonaste el escenario.

—¿Y su pensión?

Ahora Claudia no lloraba: estaba hablando de negocios. Sus ojos verdes estaban secos y un extraño fulgor se había encendido en ellos.

—Lo cobró todo de golpe cuando dejó el cargo. Fue una terrible equivocación económica, pero lo hizo sin que yo lo supiera. Estaba furioso y medio loco de rabia. Cobró el dinero, vivía con parte de él y el resto lo regalaba a los boy scouts, las girl scouts, el Club de los Leones, los Hijos de la Confederación, el Comité para la Conservación de los Campos de Batalla Históricos, todo lo que tú quieras.

Si su padre hubiera sido un Juez corrupto, cosa que Ray no quería creer, Claudia habría estado al corriente de la existencia del dinero. Y era evidente que la ignoraba. Ray jamás había pensado que ella supiera algo, pues, de haberlo sabido, el dinero no habría permanecido escondido en el estudio. Si Claudia hubiera birlado una parte de los tres millones de pavos, todo el condado se habría enterado. Si ella tuviera un dólar, se sabría. A pesar de su aspecto, Ray sospechaba que Claudia pasaba estrecheces.

—Pensé que tu segundo marido tenía algo de dinero —le dijo Ray con excesiva crueldad.

—Y yo también —replicó ella, consiguiendo esbozar una sonrisa.

Ray soltó una risita por lo bajo. A continuación, ambos se echaron a reír y entonces el hielo se rompió de golpe. Claudia siempre había sido célebre por su franqueza.

—Jamás sacaste nada, ¿verdad?

—Ni un céntimo. Era un tipo muy guapo, varios años más joven que yo, ya sabes…

—Lo recuerdo muy bien. Menudo escándalo.

—Tenía cincuenta y un años y un pico de oro, me hablaba siempre del dinero que podríamos ganar con el petróleo. Nos pasamos cuatro años perforando como locos y yo acabé sin un centavo.

Ray se rio de buena gana. No recordaba haber hablado jamás de sexo y dinero con una septuagenaria. Imaginaba que Claudia le habría podido contar un montón de historias. Sus grandes éxitos.

—Tienes muy buen aspecto, Claudia, aún te queda tiempo para otro.

—Estoy cansada, Ray. Me siento vieja y cansada. Lo tendría que adiestrar y todo eso. No merece la pena.

—¿Qué ocurrió con el segundo?

—La palmó de un infarto y yo no recibí ni mil dólares —contestó Claudia.

—Pues el viejo ha dejado seis mil.

—¿Eso es todo? —preguntó ella con incredulidad.

—Ni acciones, ni bonos, ni cuentas pendientes, sólo una vieja casa y seis mil dólares en el banco. Claudia bajó la mirada, meneó la cabeza y se creyó todo lo que Ray le estaba diciendo. Ignoraba la existencia del dinero en efectivo.

—¿Qué pensáis hacer con la casa?

—Forrest la quiere incendiar y cobrar el seguro.

—No es mala idea.

—La venderemos.

Se oyó un ruido en el porche y, a continuación, una llamada. El reverendo Palmer quería comentar los detalles del funeral que había de celebrar en cuestión de dos horas. Claudia abrazó a Ray mientras ambos se encaminaban hacia su automóvil. Entonces lo volvió a abrazar y se despidió de él.

—Siento no haber sido más amable contigo —murmuró mientras él le abría la portezuela del automóvil.

—Adiós, Claudia. Te veré en la iglesia.

—Jamás me perdonó, Ray.

—Yo te perdono.

—¿Lo dices en serio?

—Sí. Estás perdonada. Ahora somos amigos.

—Te lo agradezco de todo corazón.

Claudia lo abrazó por tercera vez y se echó a llorar. Él la ayudó a subir al vehículo, un Cadillac, como siempre. Justo antes de arrancar, Claudia añadió:

—¿Y a ti te perdonó, Ray?

—Creo que no.

—Yo tampoco lo creo.

—Pero eso ahora no importa. Vamos a enterrarlo.

—Podía llegar a ser un hijo de puta de mucho cuidado, ¿verdad? —dijo Claudia, sonriendo entre lágrimas.

Ray no pudo por menos de echarse a reír. La antigua amante septuagenaria de su difunto padre acababa de llamar hijo de puta al gran hombre.

—Sí —convino con ella—. Vaya si podía.