10

Ray llevaba veinticuatro horas en Clanton y ya estaba deseando marcharse. Después del velatorio cenó con Harry Rex en el Claudes, el restaurante negro de la parte sur de la plaza cuyo menú especial del lunes consistía en pollo asado y unas judías guisadas con carne tan picante que después servían té helado a litros. Harry Rex estaba exultante por el éxito de su solemne despedida al Juez y, después de la cena, manifestó su deseo de regresar al Palacio de Justicia para controlar el resto del velatorio.

Era evidente que Forrest había abandonado la ciudad. Ray deseaba que estuviera en Memphis, portándose bien, en casa con Ellie, pero sabía que no. ¿Cuántas veces podría caer antes de morir? Harry Rex calculó que había un cincuenta por ciento de probabilidades de que Forrest pudiera asistir al entierro del día siguiente.

En cuanto se quedó solo, Ray salió de Clanton en dirección al oeste sin rumbo fijo. Había nuevos casinos a orillas del Rio a lo largo de más de cien kilómetros y, cada vez que regresaba a Misisipí, oía crecientes comentarios y chismorreos acerca de la más reciente industria del lugar. El juego legalizado había llegado al estado con la renta per cápita más baja de todo el país.

A una hora y media de distancia de Clanton, se detuvo para echar gasolina. Mientras llenaba el depósito, vio un nuevo motel al otro lado de la carretera. Todo era nuevo en lo que hasta tiempos muy recientes habían sido campos de algodón. Nuevas carreteras, nuevos moteles, restaurantes de comida rápida, gasolineras, vallas publicitarias, todo ello consecuencia y efecto de los casinos situados a dos kilómetros de distancia.

El motel disponía de habitaciones a dos niveles, con unas puertas que se abrían al aparcamiento. Al parecer, la noche no era muy movida. Pagó treinta y nueve dólares con noventa y nueve centavos por una habitación doble de la planta baja, situada en la parte posterior donde no se oía el ruido de automóviles ni camiones. Aparcó el Audi lo más cerca que pudo de su habitación y, en cuestión de segundos, consiguió introducir las bolsas de basura en la habitación.

El dinero cubría toda una cama. No se detuvo para admirarlo porque estaba convencido de que era sucio. Y probablemente estaría marcado de alguna manera. A lo mejor incluso era falso. Fuera lo que fuese, él no se lo podía quedar.

Todos los billetes eran de cien dólares, algunos recién salidos de la fábrica de moneda y otros un poco usados. No había ninguno demasiado gastado y ninguno de ellos estaba fechado antes de 1986 o después de 1994. Aproximadamente la mitad estaban unidos en fajos de dos mil dólares, y Ray decidió contarlos primero: cien mil dólares en billetes de cien dólares medían unos cuarenta centímetros de altura. Contó el dinero desde una cama y después lo colocó en pulcras hileras y secciones en la otra. Lo hizo muy despacio porque le sobraba tiempo. Mientras tocaba el dinero, lo frotaba entre el índice y el pulgar e incluso aspiraba su olor para intentar detectar si era falso. La verdad era que parecía auténtico.

Treinta y una secciones más unas cuantas sobras, 3.118.000 dólares para ser más exactos. Descubiertos como un tesoro enterrado en la casa medio derruida de un hombre que, a lo largo de toda su vida, había ganado menos de la mitad.

Le resultaba imposible no admirar la fortuna que tenía delante. ¿Cuántas veces en su vida tendría ocasión de contemplar tres millones de pavos? ¿A cuántas personas se les ofrecía aquella oportunidad? Ray se sentó en un sillón apoyando la cabeza en las manos, y, mientras contemplaba las pulcras hileras de dinero en efectivo, experimentó una especie de mareo y se preguntó de dónde habría salido y a dónde se dirigía.

El sonido de la portezuela de un automóvil al cerrarse en el exterior lo devolvió a la realidad. Aquél era un lugar estupendo para que le robaran a uno. Cuando viajas por ahí con millones de dólares en efectivo, todo el mundo se convierte en un ladrón en potencia.

Volvió a guardarlo todo en las bolsas, volvió a colocarlo en el maletero de su automóvil y se dirigió al casino más próximo.

Su relación con los juegos de azar se limitaba a una juerga de un fin de semana en Atlantic City con otros dos profesores de Derecho, los cuales habían leído un libro acerca de un sistema de ganar a los dados y estaban seguros de que podrían derrotar a la banca. No había sido así. Ray raras veces había jugado a las cartas. Se había instalado en una mesa de blackjack con apuestas de cinco dólares y, tras pasarse dos días en aquella jaula ruidosa, había ganado sesenta dólares y había jurado no regresar jamás. Las pérdidas de sus compañeros jamás se pudieron establecer, pero él sabía que los jugadores suelen mentir acerca de sus éxitos.

Para ser un lunes por la noche había bastante público en el club Santa Fe, un edificio construido a toda prisa de tamaño aproximado al de un campo de fútbol americano. Una torre anexa de diez pisos albergaba a los huéspedes, la mayoría de ellos jubilados del Norte que jamás habían soñado con poner los pies en Misisipí, pero que se habían dejado tentar por las incontables ranuras de las máquinas tragaperras y la ginebra gratuita que les ofrecían mientras jugaban.

Llevaba en el bolsillo cinco billetes sacados de cinco secciones distintas del botín que había contado en la habitación del motel. Se acercó a una mesa vacía de blackjack cuya crupier estaba medio dormida y depositó el primer billete sobre la mesa.

—Juego —dijo.

—Se juega cien dijo la crupier, volviendo la cabeza hacia un lugar donde no había nadie que la oyera.

Tomó el billete, lo restregó entre los dedos sin demasiado interés y lo puso en juego.

Tiene que ser auténtico, pensó Ray, tranquilizándose un poco. Ella se pasa el día viéndolos. La crupier barajó las cartas, las distribuyó, llegó rápidamente a veinticuatro, tomó el billete del tesoro escondido del Juez Atlee y depositó dos fichas negras. Ray decidió jugar las dos, doscientos dólares por apuesta: nervios de acero. La chica barajó rápidamente las cartas: tenía quince y sacó un nueve. Ahora Ray tenía cuatro fichas negras. En menos de un minuto había ganado trescientos dólares.

Haciendo sonar las cuatro fichas negras que guardaba en el bolsillo, empezó a pasear por el casino. Atravesó primero la zona de las máquinas tragaperras, donde los jugadores eran más mayores y no armaban tanto alboroto; casi parecían estar clínicamente muertos mientras permanecían sentados en sus taburetes y empujaban una y otra vez la manivela hacia abajo, contemplando las pantallas con aire de tristeza. En la mesa de los dados, la situación estaba al rojo vivo y un ruidoso grupo de palurdos rugía unas instrucciones que carecían de sentido para él. Contempló un momento la escena, totalmente desconcertado por los dados, las apuestas y el cambio de manos de las fichas.

En otra mesa vacía de blackjack arrojó el segundo billete de cien dólares con aire de jugador avezado. El crupier se lo acercó al rostro, lo sostuvo a contraluz, lo restregó entre las yemas de los dedos y lo acercó al encargado de las mesas, quien desconfió inmediatamente de él. El encargado de las mesas se sacó del bolsillo una lupa, se la acercó al ojo izquierdo y examinó el billete cual si fuera un cirujano. Justo cuando Ray ya se disponía a largarse y huir a toda prisa entre la gente, oyó que uno de ellos decía:

—Es bueno.

No supo cuál de ellos, pues estaba mirando desesperadamente a su alrededor en busca de guardas de seguridad. El crupier regresó a la mesa y colocó el dinero sospechoso delante de Ray.

—Juéguelo —indicó éste.

A los pocos segundos, la reina de corazones y el rey de picas miraron a Ray, que acababa de ganar su tercera mano seguida.

Puesto que el crupier estaba bien despierto y su supervisor había llevado a cabo una concienzuda inspección, Ray decidió dar por zanjado el asunto de una vez por todas. Se sacó del bolsillo los otros tres billetes de cien dólares que le quedaban y los depositó sobre la mesa. El crupier los inspeccionó meticulosamente uno por uno, después se encogió dé hombros y preguntó:

—¿Quiere cambio?

—No, juéguelos.

—Se juegan trescientos dólares en efectivo —anunció el crupier en voz alta mientras el supervisor de las mesas se acercaba y se situaba a su espalda.

Ray se plantó con un diez y un seis. El banquero sacó un diez y un cuatro y, al sacar el as de diamantes, Ray ganó la partida. El dinero desapareció y fue sustituido por seis fichas negras. Ahora Ray tenía diez, es decir, mil dólares, y además había averiguado que los restantes treinta mil billetes ocultos en el maletero de su automóvil no eran falsos. Dejó una ficha de propina y fue a tomarse una cerveza.

El bar se encontraba situado a unos cuantos centímetros por encima de la sala, por lo que uno podía observar toda la actividad de la sala mientras tomaba una copa. También podía ver en cualquiera de las doce pantallas que allí había partidos de béisbol profesional, repeticiones de la Asociación Nacional de Carreras de Vehículos Trucados, partidos de bolos o cualquier otra cosa. Pero aún no se permitía apostar sobre los partidos que se retransmitían.

Era consciente de los peligros que planteaba el casino. Tras comprobar que el dinero era auténtico, lo siguiente era averiguar si estaba marcado de alguna manera. Las sospechas del segundo crupier y de su supervisor tal vez bastarían para que los chicos de arriba examinaran los billetes. Ray estaba seguro de que lo tenían en sus pantallas de vídeo, como a todos los demás clientes. La vigilancia en los casinos era exhaustiva; lo sabía a través de sus listillos compañeros que pretendían hundir la banca en la mesa de los dados.

En caso de que el dinero hiciera saltar las alarmas, podrían encontrarlo fácilmente, ¿verdad?

Pero ¿en qué otro lugar podría conseguir que examinaran el dinero? ¿Y si entrara en el First National de Clanton y le entregara al cajero unos cuantos billetes? «¿Le importa echarles un vistazo, señor Dempsey? Quisiera saber si son auténticos». Ningún cajero de Clanton había visto jamás dinero falso, por lo que, a la hora del almuerzo, toda la ciudad se habría enterado de que el chico del Juez Atlee andaba por ahí con los bolsillos llenos de dinero sospechoso.

Había pensado en la posibilidad de esperar hasta que estuviera de nuevo en Virginia. Acudiría a su abogado, quien buscaría a un experto que examinaría con carácter estrictamente confidencial una muestra del dinero. Pero no podía esperar tanto. En caso de que el dinero fuera falso, lo quemaría. Si no era así, no estaba seguro de qué hacer con él.

Se bebió lentamente la cerveza, dándoles tiempo para que pudieran enviar a un par de individuos vestidos de negro, quienes se acercarían a él y le dirían: «¿Tiene un minuto, por favor?». Era consciente de que no podían trabajar tan rápido. Si el dinero estaba marcado, tardarían días en localizar su procedencia. ¿Y si lo sorprendían con el dinero marcado? ¿Cuál sería su delito? Lo había encontrado en la casa de su difunto padre, un lugar que él y su hermano habían heredado según el testamento. Él era el albacea testamentario y no tardaría en asumir la responsabilidad de proteger los bienes. Disponía de unos meses para informar de ello al tribunal de, validación y a las autoridades tributarias. En caso de que el Juez hubiera acumulado el dinero por medios ilegales, lo sentiría mucho, pero su padre ya había muerto. Él no había hecho nada malo, al menos de momento.

Se fue con sus ganancias a la primera mesa de blackjack y depositó una apuesta de quinientos dólares.

La crupier llamó por señas a su supervisor, quien se acercó cubriéndose la boca con los nudillos de una mano mientras con el dedo índice de la otra mano se golpeaba una oreja con gesto displicente, como si las apuestas de quinientos dólares en la mesa de blackjack fueran un acontecimiento cotidiano en el club Santa Fe. Le dieron un as y un rey y la crupier empujó hacia él setecientos cincuenta dólares.

—¿Le apetece beber algo? —preguntó el supervisor de las mesas, luciendo una sonrisa repleta de dientes cariados.

—Una cerveza Beck —contestó Ray—, e inmediatamente apareció una camarera como llovida del cielo.

Apostó cien dólares en la siguiente mano y perdió. Colocó rápidamente tres fichas para la siguiente mano y ganó. Ganó ocho de las siguientes diez manos, alternando apuestas de cien y de quinientos dólares como si supiera muy bien lo que estaba haciendo. El supervisor de las mesas se situó detrás de la crupier. Presuntamente se enfrentaban a un jugador profesional al que convenía vigilar y filmar. Los demás casinos serían informados.

Si hubiesen sabido la verdad…

Perdió varias apuestas seguidas de doscientos dólares y después, por puro gusto, depositó diez fichas para una audaz y temeraria apuesta de mil dólares. Le quedaban otros tres millones de dólares en el maletero. Aquello era calderilla. Cuando le cayeron dos reinas al lado de las fichas, las contempló con rostro impasible, como si llevara años ganando de aquella manera.

—¿Le apetece cenar, señor? —le preguntó el supervisor de las mesas.

—No —contestó Ray.

—¿Podríamos ayudarle en algo?

—Les agradecería una habitación.

—¿Doble o suite?

Un imbécil hubiera contestado: «Una suite, naturalmente», pero Ray se contuvo.

—Cualquier habitación me irá bien.

No había previsto quedarse allí, pero, tras haberse tomado dos cervezas, le pareció más prudente no conducir. ¿Y si un agente rural lo detenía? ¿Qué haría el agente si registraba el maletero?

—No hay problema, señor —dijo el supervisor de las mesas—. Ahora mismo le inscribimos en el registro.

Se pasó una hora igualando las pérdidas con las ganancias. La camarera se acercaba cada cinco minutos ofreciéndole bebidas, pero él conservaba la primera cerveza. Durante una mano contó treinta y nueve fichas negras.

A medianoche empezó a bostezar y recordó lo poco que había dormido la víspera. Guardaba la llave de la habitación en el bolsillo. La mesa tenía un límite de mil dólares por mano; de lo contrario, se lo hubiera jugado todo de golpe y lo hubiera perdido envuelto en un resplandor de gloria.

Colocó diez fichas negras en el círculo y, en presencia de un numeroso público, se alzó con la victoria. Otras diez fichas y la banca perdió con veintidós. Ray recogió sus fichas, dejó cuatro para la crupier y se encaminó hacia la caja. Llevaba tres horas en el casino.

Desde su habitación del quinto piso podía vigilar el aparcamiento de abajo y, puesto que su automóvil deportivo estaba a la vista, se sintió obligado a hacerlo. A pesar del cansancio, no podía conciliar el sueño. Acercó un sillón a la ventana y trató de dormir, pero le resultaba imposible dejar de pensar.

¿Acaso el Juez había descubierto los casinos? ¿Y si el origen de su fortuna fuera el juego, un pequeño y lucrativo vicio que había mantenido en secreto?

Cuanto más se repetía que la idea era descabellada, tanto más se convencía Ray de que había descubierto el origen del dinero. Que él supiera, el Juez jamás había invertido en bolsa, pero, en caso de que lo hubiera hecho y hubiera sido otro Warren Buffett, ¿por qué guardar las ganancias en efectiva y ocultarlas debajo de unas estanterías de libros? Además, los correspondientes papeles tendrían que ser muy numerosos.

Si hubiera llevado una doble vida de Juez corrupto, sumando todas las listas de causas del rural estado de Misisipí no había ni tres millones de dólares que robar. Y el hecho de aceptar sobornos hubiera requerido la participación de otras muchas personas.

Tenían que haber sido los juegos de azar. Era un asunto de dinero en efectivo. Ray acababa de ganar seis mil dólares en una sola noche. Había sido por pura suerte, pero ¿acaso no se trataba de eso? A lo mejor, al viejo se le daban bien las cartas o los dados. Tal vez había ganado un premio gordo en las máquinas tragaperras. Vivía solo y no tenía que dar explicaciones a nadie.

Podía haber ganado.

Pero ¿tres millones de dólares en siete años? ¿Acaso los casinos no exigían papeleo cuando las ganancias eran importantes? ¿Impresos fiscales y cosas por el estilo?

¿Y por qué ocultarlo? ¿Por qué no regalarlo como el resto de su dinero?

Pasadas las tres, Ray abandonó la habitación de cortesía y durmió en el interior de su automóvil hasta el amanecer.