9

A las siete y media, el sol lo despertó. El dinero seguía intacto y en su sitio. Las puertas y las ventanas no se habían abierto, que él supiera. Se preparó un café y, mientras se bebía la primera taza junto a la mesa de la cocina, tomó una importante decisión. Si alguien iba detrás del dinero, él no podía dejarlo ni un solo instante desprotegido.

Las veintisiete cajas de Blake amp; Son no cabrían en el pequeño maletero de su pequeño turismo Audi. El teléfono sonó a las ocho. Era Harry Rex, informando de que Forrest había sido acompañado al motel Deep Rock, de que las autoridades del condado habían autorizado la ceremonia en la rotonda del Palacio de Justicia a las cuatro y media de aquella tarde, y de que él ya había contratado una soprano y una guardia de color. Y de que ya estaba trabajando en la redacción de un panegírico en honor a su estimado amigo.

—¿Y qué hay del féretro? —preguntó.

—Nos reuniremos con Magargel a las diez —contestó Ray.

—Muy bien. Recuerda: elígelo de roble. Al Juez le gustaría.

Se pasaron unos cuantos minutos hablando de Forrest, la misma conversación que tantas veces habían mantenido. Cuando colgó, Ray empezó a actuar con rapidez. Abrió todas las ventanas y las persianas para ver y oír a cualquier visitante que se acercara. En las cafeterías de la plaza se estaba corriendo rápidamente la noticia de la muerte del Juez Atlee y cabía la posibilidad de que hubiera alguna visita.

La casa tenía demasiadas puertas y ventanas y él no podía pasarse las veinticuatro horas del día montando guardia. Si alguien iba detrás del dinero, este alguien podría hacerse con él. A cambio de unos cuantos millones de dólares, una bala alojada en la cabeza de Ray sería una inversión de lo más rentable.

Tenía que cambiar el dinero de sitio.

Trabajando delante de la puerta del cuarto de las escobas, sacó la primera caja y vació el dinero en una bolsa de la basura de plástico negro. Le siguieron otras ocho cajas y, cuando ya tuvo más de medio millón de dólares en la primera bolsa, la arrastró hasta la puerta de la cocina y echó un rápido vistazo al exterior. Volvió a colocar las cajas vacías en el armario situado bajo la estantería. Llenó otras dos bolsas de basura. Hizo marcha atrás con su automóvil muy pegado a la plataforma y lo más cerca posible de la cocina y, a continuación, inspeccionó el paisaje en busca de presencia humana. No halló ni rastro. Los únicos vecinos eran las solteronas de la casa de al lado y éstas ni siquiera podían ver la televisión en su cuarto de estar. Corriendo desde la puerta hasta el automóvil, cargó la fortuna en el maletero, reacomodó las bolsas y, aunque parecía que el maletero no podría cerrarse, bajó con fuerza la tapa. Esta se cerró con un chasquido y Ray Atlee lanzó un profundo suspiro de alivio.

No sabía muy bien cómo iba a descargar el botín en Virginia y trasladarlo desde el aparcamiento hasta su apartamento, bajando por una transitada calle peatonal. Ya se preocuparía por eso más tarde.

El Deep Rock tenía un restaurante de comidas baratas, un grasiento e incómodo local que Ray jamás había visitado, pero era el mejor sitio donde comer al día siguiente de la muerte del Juez Atlee. En las tres cafeterías de la plaza proliferarían los chismes y las anécdotas acerca del gran personaje, y Ray prefería mantenerse al margen de todo aquello.

Forrest ofrecía un aspecto aceptable. Ray lo había visto mucho peor en otras ocasiones. Llevaba la misma ropa que la víspera y no se había duchado, pero eso en Forrest no era insólito. Tenía los ojos enrojecidos pero no hinchados. Dijo que había dormido bien, pero que necesitaba un poco de combustible. Ambos pidieron huevos con jamón.

—Te veo cansado —dijo Forrest, tomando un sorbo de café solo.

En efecto, Ray se sentía agotado.

—Estoy bien, un par de horas de descanso me bastarán para ponerme en marcha.

Contempló a través de la luna del establecimiento su Audi, aparcado lo más cerca posible del restaurante.

Dormiría en el maldito cacharro en caso necesario.

—Qué extraño —dijo Forrest—. Cuando estoy limpio de mis vicios, duermo como un bebé. Ocho o nueve horas de sueño profundo. En cambio, cuando no lo estoy, tengo suerte si puedo dormir cinco horas. Y, además, no es un sueño profundo.

—Tengo una curiosidad… cuando estás limpio, ¿piensas en tu siguiente tanda de bebida?

—Siempre. La cosa va en aumento, como el sexo.

Puedes pasarte sin él durante algún tiempo, pero la presión va aumentando y, tarde o temprano, tienes que buscar un alivio. Alcohol, sexo, drogas, al final me acaban derrotando.

—Has resistido ciento cuarenta días.

—Ciento cuarenta y dos.

—¿Cuál es el récord?

—Catorce meses. Salí de la terapia de desintoxicación hace unos cuantos años, un gran centro de desintoxicación que pagaba el viejo, y me pasé mucho tiempo sin caer. Pero después me vine abajo.

—¿Por qué? ¿Qué te pasó?

—Siempre ocurre lo mismo. Cuando eres un adicto, puedes caer en cualquier momento y lugar por cualquier motivo. No han diseñado ningún medio capaz de contenerme. Soy un adicto, hermano, así de sencillo.

—¿Estás todavía enganchado a las drogas?

—Pues claro. Anoche fue el alcohol, esta noche será lo mismo y mañana también. A finales de semana, haré cosas peores.

—¿Y tú las quieres hacer?

—No, pero ya sé lo que ocurre.

La camarera les sirvió los platos. Forrest tomó un panecillo, lo untó rápidamente con mantequilla y le dio un buen bocado. Cuando pudo hablar, dijo:

—El viejo ha muerto, Ray. Me parece increíble. Ray también estaba deseando cambiar de tema.

Como siguieran hablando de los defectos de Forrest, acabarían peleándose.

—Sí, pensé que estaba preparado para ello, pero ya veo que no.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

—En noviembre, cuando lo operaron de la próstata. ¿Y tú?

Forrest vertió salsa de tabasco sobre los huevos revueltos y sopesó la pregunta.

—¿Cuándo sufrió el infarto?

Habían sido tantos los achaques y las intervenciones quirúrgicas que costaba recordarlo todo.

—Tuvo tres.

—El de Memphis.

—Ese fue el segundo —dijo Ray—. Hace cuatro años.

—Exacto. Me pasé algún tiempo con él en el hospital. Qué demonios, no estaba ni a seis manzanas de mi casa. Pensé que era lo menos que podía hacer.

—¿De qué hablasteis?

—De la guerra de Secesión. Seguía pensando que la habíamos ganado.

Ambos sonrieron al recordarlo y comieron en silencio unos momentos. El silencio terminó cuando Harry Rex los localizó. Tomó un panecillo mientras les revelaba los últimos detalles de la espléndida ceremonia que le estaba preparando al Juez Atlee.

—Todo el mundo quiere ir a la casa —dijo con la a boca llena.

—Eso queda descartado —dijo Ray.

—Es lo que yo no me canso de repetirles. ¿Querréis recibir invitados esta noche?

—No —contestó Forrest.

—¿Deberíamos hacerlo? —preguntó Ray.

—Es la costumbre, en la casa o en la funeraria. Pero, si no se hace, no pasa nada. Yo no soy como esos que se ofenden y se niegan a hablar contigo.

—Vamos a celebrar un velatorio en el Palacio de Justicia y un entierro, ¿no basta con eso? —dijo Ray.

—Yo creo que sí.

—Yo no pienso pasarme toda la noche en la funeraria, abrazando a unas ancianas que se han dedicado a chismorrear acerca de mí durante veinte años —intervino Forrest—. Hazlo tú, si quieres, pero yo no iré.

—Vamos a prescindir de eso —declaró Ray.

—Has hablado como un auténtico albacea —dijo Forrest con una despectiva sonrisa en los labios.

—¿Albacea? —preguntó Harry Rex.

—Sí, había un testamento sobre su escritorio, fechado el sábado. Un sencillo testamento de una sola página, en el que nos lo deja todo a los dos, enumera los bienes y me nombra albacea. Y quiere que tú te encargues de la validación, Harry Rex.

Harry Rex había dejado de masticar. Se frotó la nariz con un dedo regordete y miró al otro lado del local.

—Qué extraño —comentó, visiblemente desconcertado por algo.

¿Qué?

—Le redacté un largo testamento hace un mes.

Los tres habían dejado de comer. Ray y Forrest se intercambiaron una mirada que no transmitía nada, pues ninguno de los dos tenía la menor idea acerca de lo que el otro estaba pensando.

—Supongo que debió de cambiar de idea —apuntó Harry Rex.

—¿Qué decía el otro testamento? —preguntó Ray.

—No puedo revelarlo. Era mi cliente y por tanto se trata de un asunto confidencial.

—Aquí yo me pierdo, tíos —dijo Forrest—. Perdonadme que no sea abogado.

—El único testamento válido es el último —explicó Harry Rex—. Anula todos los testamentos anteriores; por consiguiente, lo que dijera el Juez en el testamento que yo le preparé, carece de importancia.

—Pero ¿por qué no nos puedes decir lo que decía el anterior testamento? —preguntó Forrest.

—Porque yo, como abogado, no puedo comentar el testamento de un cliente.

—Pero el testamento que preparaste no es válido, ¿verdad?

—En efecto, pero de todos modos no puedo hablar de él.

—Qué asco —dijo Forrest, mirando enfurecido a Harry Rex.

Los tres respiraron hondo y, a continuación, tomaron un buen bocado.

Ray comprendió de inmediato que tendría que ver el otro testamento, y muy pronto, por cierto. Si mencionaba el botín del armario, Harry Rex estaría al corriente. En ese caso, el dinero se tendría que sacar a toda prisa del maletero del coche, volver a guardarlo en las cajas de Blake amp; Son y devolverlo a su sitio. Entonces habría que incluirlo en la testamentaría, que era un documento público.

—¿No habrá una copia del testamento que tú redactaste en su despacho? —preguntó Forrest, mirando en la dirección aproximada de Harry Rex.

—No.

—¿Estás seguro?

—Estoy razonablemente seguro —contestó Harry Rex—. Cuando se redacta un nuevo testamento, hay que destruir el anterior. No conviene que alguien encuentre el antiguo y lo valide. Hay personas que cambian el testamento cada año y, como abogados, sabemos que hay que quemar los anteriores. El Juez era firme partidario de destruir los testamentos anulados porque se había pasado treinta años arbitrando disputas testamentarias.

El hecho de que su íntimo amigo supiera algo acerca de su difunto padre y no quisiera revelarlo enfrió la conversación. Ray decidió esperar hasta que pudiera quedarse a solas con Harry Rex para someterlo a un implacable interrogatorio.

—Magargel está esperando —le dijo a Forrest.

—Será divertido.

Empujaron el hermoso ataúd de madera de roble por el ala este del Palacio de Justicia sobre un catafalco cubierto de terciopelo morado. El señor Magargel encabezaba la marcha mientras un auxiliar empujaba. Detrás del féretro caminaban Ray y Forrest, seguidos de una guardia de color de los boy scouts con sus banderas y sus uniformes caqui impecablemente planchados.

Puesto que Reuben V. Atlee había combatido por su país, el féretro estaba cubierto con las Barras y Estrellas. Y, por este motivo, un contingente de reservistas del arsenal de la zona se cuadró cuando el capitán retirado Atlee fue colocado en el centro de la rotonda. Harry Rex esperaba allí, ataviado con un elegante traje negro, de pie delante de una larga hilera de adornos florales.

También estaban presentes todos los demás abogados del condado, los cuales, siguiendo las indicaciones de Harry Rex, se habían situado en una zona acordonada especialmente destinada a ellos, cerca del féretro. Asistían al evento todos los representantes del municipio y el condado, los funcionarios del Palacio de Justicia, la policía y los agentes del sheriff. Cuando Harry Rex se adelantó para iniciar su intervención, todo el mundo empujó hacia delante para verlo mejor. Arriba, en el segundo y el tercer piso del Palacio de Justicia, la gente se apoyó en las barandillas de hierro y miró hacia abajo. Ray vestía un flamante traje azul marino adquirido unas horas antes en Popes, el único sastre de la ciudad. Costaba trescientos diez dólares y era el más caro del establecimiento, pero el señor Pope insistió en hacerle un descuento del diez por ciento sobre el elevado precio. El nuevo traje de Forrest era de color gris oscuro, costaba doscientos ochenta dólares sin el descuento y también lo había pagado Ray. Forrest llevaba veinte años sin ponerse un traje y había jurado que no pensaba ponerse ninguno para el funeral. Sólo una dura reprimenda de Harry Rex consiguió que visitara la tienda de Pope.

Los hijos se situaron en un extremo del féretro y Harry Rex en el otro. Billy Boone, el bedel de edad indefinida del Palacio de Justicia, colocaba cuidadosamente un retrato del Juez Atlee en el centro. Lo había pintado diez años atrás un artista del lugar con carácter gratuito y todo el mundo sabía que al Juez no le gustaba demasiado. Lo había colgado detrás de una puerta de su despacho del Palacio de Justicia anexo a la sala donde administraba justicia para que nadie lo viera. Tras su derrota electoral, los personajes del condado lo colgaron en la sala principal, por encima del estrado.

Se habían impreso unos programas para la «Despedida al Juez Reuben Atlee». Ray se dedicó a leer el suyo con interés porque no deseaba mirar a su alrededor. Todos los ojos estaban clavados en él y en Forrest. El reverendo Palmer pronunció una pomposa plegaria. Ray había insistido en que la ceremonia fuera breve. Al día siguiente tendría lugar el entierro.

Los boy scouts se adelantaron con la bandera y guiaron a los presentes en el juramento de Lealtad, después la hermana Oleda Shumpert, de la Iglesia del Espíritu Santo de Dios en Cristo, se adelantó para entonar una melancólica versión de «Nos reuniremos en el Rio», sin acompañamiento musical, pues estaba claro que no lo necesitaba para nada. La letra y la música hicieron asomar las lágrimas a los ojos de muchos de los presentes, incluidos los de Forrest, el cual permanecía inmóvil junto a su hermano, con la cabeza inclinada.

De pie junto al féretro mientras la poderosa voz resonaba por toda la rotonda, Ray experimentó por primera vez el peso de la muerte de su padre. Pensó en todo lo que hubieran podido hacer juntos, ahora que ambos eran mayores, en todo lo que no habían hecho cuando él y Forrest eran niños. Pero él había vivido su vida y el Juez había vivido la suya, y a ambos les había parecido bien así.

No era justo recuperar ahora el pasado por el simple hecho de que el viejo hubiera muerto, se repetía hasta la saciedad. Era natural que, en la muerte, deseara haber hecho algo más, pero lo cierto era que el Juez se había pasado muchos años guardándole rencor tras su partida de Clanton. Y, lamentablemente, desde que abandonara el ejercicio de su profesión, su padre se había convertido en un recluso.

Un momento de debilidad, tras el cual Ray volvió a erguir los hombros. No pensaba hacerse ningún reproche por el hecho de haber elegido un camino que no era el que su padre exigía.

Harry Rex dio comienzo a lo que él mismo prometió que iba a ser un breve panegírico.

—Hoy nos hemos reunido aquí para despedir a un viejo amigo —empezó—. Todos sabíamos que este día estaba muy próximo y todos rezábamos para que no llegara jamás.

Enumeró los principales acontecimientos de la carrera del Juez y después se refirió a su primera comparecencia ante el gran hombre treinta años atrás, cuando él acababa de terminar la carrera de Derecho. Se ocupaba del sencillo caso de un divorcio consentido que al final acabó perdiendo.

Todos los abogados habían oído la anécdota centenares de veces, pero aún conseguían reírse en el momento apropiado. Ray los miró y empezó a estudiarlos como grupo. ¿Cómo era posible que en una ciudad tan pequeña hubiera tantos abogados? Conocía a la mitad de ellos. Muchos de los viejos que había conocido en su infancia y en su época de estudiante habían muerto o estaban retirados. A muchos de los más jóvenes jamás los había visto.

Sin embargo, a él lo conocían todos, por supuesto. Era el hijo del Juez Atlee.

Ray empezó a comprender que su precipitada marcha de Clanton después del entierro sólo sería provisional. Muy pronto se vería obligado a regresar, para comparecer brevemente ante el Juez en compañía de Harry Rex a fin de iniciar la validación, preparar un inventario y cumplir otra media docena de obligaciones en su calidad de albacea del testamento de su padre. Eso sería fácil y rutinario, y sólo le llevaría unos días. No obstante, si intentaba resolver el misterio del dinero, era posible que le esperaran semanas, tal vez meses de trabajo.

¿Sabría algo alguno de los abogados allí presentes? El dinero debía de proceder de algún acuerdo judicial, ya que el Juez no desarrollaba ninguna otra actividad aparte de la ley. Al contemplarlos, Ray no acertó a imaginar ninguna fuente lo bastante rica como para generar la suma que ahora permanecía oculta en el maletero de su pequeño automóvil. Todos ellos eran abogados de poca monta en una pequeña ciudad, que se las veían y deseaban para pagar sus facturas y trataban por todos los medios de ganarle la partida al tipo de la puerta de al lado. Allí no había grandes cantidades de dinero. El bufete Sullivan contaba con ocho o nueve abogados que representaban los intereses de los bancos y las compañías de seguros y ganaban justo lo suficiente para codearse con los médicos en el club de campo.

En todo el condado no había ningún abogado auténticamente adinerado. Irv Chamberlain, el de las gafas de gruesos cristales y el peluquín, poseía varios centenares de hectáreas transmitidas a través de varias generaciones, pero no podía venderlas porque no había compradores. Además, se decía que pasaba muchas horas en los nuevos casinos de Tunica.

Mientras Harry desgranaba su monótono discurso, Ray siguió examinando a los abogados. Alguien compartía el secreto. Alguien estaba al corriente de la existencia del dinero. ¿Sería algún ilustre miembro del colegio de abogados del condado de Ford?

La voz de Harry Rex se quebró y Ray comprendió que había llegado el momento de abandonar sus reflexiones. Harry Rex dio las gracias a todos por su presencia y anunció que la capilla ardiente del Juez permanecería abierta en el Palacio de Justicia hasta las diez de la noche. Acto seguido, dio instrucciones para que la procesión se iniciara en el lugar donde Ray y Forrest se encontraban. Siguiendo sus indicaciones, la gente se dirigió hacia el ala este y se formó una cola que serpeaba hacia la salida.

Por espacio de una hora, Ray se vio obligado a sonreír y a estrechar manos y a dar amablemente las gracias a todos por su presencia. Escuchó docenas de breves comentarios acerca de su padre y de las vidas en las que tanto había influido aquel gran hombre. Abrazó a ancianas que no conocía de nada. La procesión avanzaba lentamente para pasar primero por delante de Ray y Forrest y, a continuación, por delante del féretro, ante el cual cada persona se detenía y contemplaba tristemente el imperfecto retrato del Juez para seguir después hacia el ala oeste, donde esperaban los libros de firmas. Harry Rex iba de acá para allá, dirigiendo a la gente como un político.

En determinado momento de aquella dura prueba, Forrest desapareció, murmurando a Harry Rex que se iba a su casa de Memphis y que estaba muerto de cansancio.

Al final, Harry Rex le dijo a Ray en voz baja:

—La cola rodea todo el Palacio de Justicia. Es posible que tengas que pasar aquí toda la noche.

—Sácame de aquí —le contestó Ray, también en voz baja.

—¿Necesitas ir al lavabo? —preguntó Harry Rex, levantando la voz lo suficiente para que lo oyeran los de la cola que estaban más cerca.

—Sí —contestó Ray, y empezó a retirarse.

Ambos se alejaron murmurando como si estuvieran comentando asuntos vitales y entraron en un estrecho pasillo. A los pocos segundos salieron a la parte posterior del Palacio de Justicia.

Se fueron de allí en el automóvil de Ray, naturalmente, rodeando primero la plaza para contemplar el panorama. La bandera de la fachada del Palacio de Justicia ondeaba a media asta. Una multitud aguardaba pacientemente para rendir homenaje al Juez.