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Cuando se quedó solo, Ray se sentó en el sillón de mimbre al otro lado del sofá vacío y trató de convencerse de que la vida sin su padre no sería demasiado distinta de la vida separado de él. Él se limitaría a intentar estar a la altura de las circunstancias y a dar unas comedidas muestras de duelo. Actuaría como se esperaba de él, pero sin poner el alma en ello; recogería sus cosas en Misisipí y regresaría corriendo a Virginia.

El estudio estaba iluminado por una bombilla de baja potencia bajo la polvorienta pantalla de una lámpara colocada sobre el escritorio de tapa corredera, y las sombras eran oscuras y alargadas. Al día siguiente se sentaría junto al escritorio y se entregaría a la tarea de examinar los papeles, pero aquella noche no.

Aquella noche tenía que pensar.

Forrest se había ido con Harry Rex, los dos borrachos. Tal como era de esperar, Forrest se había puesto de mal humor y se había empeñado en regresar a Memphis. Ray le había aconsejado que se quedara allí.

—Duerme en el porche si no quieres entrar en la casa —le dijo sin atosigarlo.

La excesiva insistencia sólo habría servido para provocar una pelea. Harry Rex dijo que, en circunstancias normales, hubiera invitado a Forrest a alojarse en su casa, pero su nueva mujer era muy estricta y probablemente dos borrachos hubieran sido demasiado para ella.

—Tú quédate aquí —le dijo Harry Rex, pero Forrest siguió en sus trece. Si ya era terco como una mula cuando estaba sereno, cuando llevaba unas copas de más no había quien lo aguantara. Ray había sido testigo de ello tantas veces que ya ni se acordaba, por lo que permaneció sentado en silencio mientras Harry Rex discutía con su hermano.

La cuestión se resolvió cuando Forrest decidió alquilar una habitación en el motel Deep Rock, al norte de la ciudad.

—Siempre iba allí cuando me veía con la mujer del alcalde hace quince años —explicó.

—Está lleno de pulgas —dijo Harry Rex.

—Eso es lo de menos.

—¿La mujer del alcalde? —preguntó Ray.

—Si yo te contara… —sonrió Harry Rex.

Se fueron pasadas las once y la casa se fue quedando cada vez más silenciosa.

La puerta principal tenía una aldaba y la del patio estaba provista de un cerrojo de seguridad. La puerta de la cocina, la única que había en la parte posterior de la casa, tenía un tirador muy endeble y una cerradura que no funcionaba. El Juez no sabía utilizar un destornillador y Ray había heredado su escasa destreza mecánica. Todas las ventanas estaban cerradas y aseguradas con un pestillo. No le cabía duda de que la mansión de los Atlee llevaba muchas décadas sin disponer de tantas medidas de seguridad. En caso necesario, dormiría en la cocina para vigilar el cuarto de las escobas.

Procuró no pensar en el dinero. Sentado en el refugio de su padre, preparó mentalmente una nota necrológica extraoficial.

El Juez Atlee había sido elegido para el Tribunal de Equidad del distrito Veinticinco en 1959 y había sido reelegido con una victoria arrolladora cada cuatro años hasta 1991. Treinta, y dos años de diligente servicio. Como jurista, su historial era intachable. Raras veces el Tribunal de Apelación revocaba alguna de sus sentencias. En ciertas ocasiones sus colegas le pedían que viera algún caso difícil en sus distritos. Era profesor invitado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Misisipí. Escribía centenares de artículos acerca de la práctica, los procedimientos y las tendencias. Dos veces había rechazado el nombramiento para el Tribunal Supremo de Misisipí; por nada del mundo quería dejar los juicios.

Cuando no llevaba puesta la toga, el Juez Atlee intervenía en todos los asuntos locales, la política, las actividades cívicas, las escuelas, las iglesias. Pocas decisiones se tomaban en el condado de Ford sin que él les diera el visto bueno y muy pocos proyectos se intentaban llevar a cabo si él no estaba de acuerdo. En distintos momentos había participado en todas las juntas, los consejos, las reuniones y comités. Elegía discretamente a los candidatos a los cargos locales y con la misma discreción ayudaba a derrotar a los que no contaban con su bendición.

En sus ratos libres, los pocos que le quedaban, estudiaba Historia, leía la Biblia y escribía artículos sobre jurisprudencia. Jamás en su vida había lanzado una pelota de béisbol con sus hijos, jamás en su vida se los había llevado a pescar.

Lo precedió en la muerte su mujer Margaret, muerta súbitamente a causa de un aneurisma en 1969. Le sobrevivían dos hijos.

Y, por el camino, había conseguido amasar una fortuna en efectivo.

Tal vez la clave del misterio del dinero se encontraba en el escritorio, en algún lugar de los papeles que allí se amontonaban, o puede que se ocultara en los cajones. Su padre tenía que haber dejado alguna indicación, o incluso una explicación directa. Tenía que haber alguna pista. A Ray no se le ocurría ninguna persona del condado de Ford que poseyera una suma de dos millones de dólares, y el hecho de conservar tanto dinero en efectivo era impensable.

Tenía que contarlo. Le había echado un vistazo un par de veces durante la tarde. El solo hecho de contar las veintisiete cajas de Blake amp; Son le había provocado una gran ansiedad. Esperaría a que se hiciera de día, antes de que la ciudad se despertara. Cubriría las ventanas de la cocina y sacaría las cajas de una en una.

Poco antes de la medianoche Ray encontró un colchón en el dormitorio de la planta baja, lo arrastró hasta el comedor y lo dejó a seis metros del cuarto de las escobas, en un punto desde el que podía ver el camino de la entrada y la casa de al lado. Arriba, en la mesita de noche del dormitorio del Juez encontró su Smith amp; Wesson del calibre 38. Con una almohada y una manta de lana que olían a humedad, trató infructuosamente de dormir.

El golpeteo procedía del otro lado de la casa. Era una ventana, aunque Ray tardó varios minutos en despertarse, despejarse, comprender dónde estaba y qué estaba oyendo. Un sonido como de picoteo, seguido de una sacudida más violenta y, a continuación, silencio. Una prolongada pausa mientras él se incorporaba sobre el colchón y asía la pistola. La casa estaba mucho más oscura de lo que él hubiera deseado, pues casi todas las bombillas se habían fundido y la tacañería del Juez había impedido que se sustituyeran.

Demasiado tacaño. Veintisiete cajas de dinero en efectivo.

Incluir las bombillas en la lista, eso sería lo primero que haría a la mañana siguiente.

Volvió a oír el ruido, demasiado firme y rápido como para que fueran unas hojas o unas ramas que rozaran la ventana agitadas por el viento. Tap, tap, tap, y después una fuerte sacudida de alguien que estaba tratando de abrirla.

Había dos automóviles en el camino de la casa, el suyo y el de Forrest. Cualquier idiota habría comprendido que había gente en la casa, de lo cual se deducía que al idiota en cuestión eso no le importaba. Debía de ir armado y seguramente sabía manejar el arma mucho mejor que él.

Ray se arrastró hasta el vestíbulo tumbado boca abajo, serpeando como un cangrejo y respirando como un velocista. Se detuvo en el pasillo a oscuras y prestó atención al silencio. Un silencio encantador. Vete, se repetía a sí mismo una y otra vez. Vete, por favor.

Tap, tap, tap, volvió a arrastrarse hacia el dormitorio de la parte de atrás con el arma en ristre. ¿Estaría cargada?, se preguntó demasiado tarde. Seguro que el Juez mantenía cargada el arma de su mesita de noche. El ruido era más fuerte y procedía de un pequeño dormitorio que en otros tiempos se había utilizado como habitación de invitados, pero que desde hacía varias décadas sólo servía para guardar trastos y cajas. Empujó suavemente la puerta con la cabeza y no vio más que unas cajas de cartón. La puerta se abrió más y golpeó una lámpara de pie, la cual se inclinó y cayó al suelo cerca de la primera de las tres ventanas oscuras.

Ray estuvo a punto de empezar a disparar, pero contuvo las municiones y la respiración. Permaneció tumbado, inmóvil sobre el combado suelo de madera durante lo que a él le pareció una hora, sudando, aguzando el oído y aplastando arañas sin oír nada. Las sombras subían y bajaban. Un ligero viento movía todas las ramas de los árboles y en lo alto, cerca del tejado, una rama más gruesa acariciaba suavemente la casa.

O sea que era el viento. El viento y los viejos fantasmas de Maple Run, un lugar poblado por muchos espíritus según su madre, pues era una casa antigua en la que habían muerto docenas de personas. Los esclavos estaban enterrados en el sótano, decía ella, y sus fantasmas vagaban por las estancias.

El Juez no soportaba las historias de fantasmas y las rebatía todas.

Cuando finalmente se incorporó, Ray tenía las rodillas y los codos entumecidos. Al final, consiguió levantarse, se apoyó en el marco de la puerta y contempló las tres ventanas con el arma dispuesta. En caso de que hubiera habido efectivamente un intruso, estaba claro que el ruido lo habría asustado. Pero, cuanto más tiempo permanecía allí, tanto más se convencía de que el causante del ruido sólo había sido el viento. Adoptó la decisión táctica de gatear en lugar de arrastrarse, pero, cuando regresó al vestíbulo, las rodillas le dolían tremendamente. Se detuvo junto a la puerta vidriera que daba acceso al comedor y esperó. El suelo estaba oscuro, pero la escasa luz del porche se filtraba oblicuamente a través de las persianas e iluminaba la parte superior de las paredes y el techo.

Se preguntó, no por primera vez, qué estaba haciendo exactamente un profesor de Derecho de una prestigiosa universidad aguardando al acecho en la oscuridad del hogar de su infancia, armado, desesperadamente dominado por un miedo invencible y a punto de pegarse un susto de muerte, y todo porque quería proteger desesperadamente un misterioso tesoro con el que había tropezado casualmente.

«Responde a esta pregunta», musitó para sus adentros.

La puerta de la cocina se abría a una pequeña plataforma de madera. Alguien estaba arrastrando los pies por allí, justo más allá de la puerta, y sus pisadas resonaban sobre las tablas. De pronto, se oyó el chirrido del tirador, aquel cuyo cerrojo no funcionaba. Quienquiera que fuera había adoptado la audaz decisión de entrar por la puerta en lugar de saltar subrepticiamente a través de una ventana.

Ray era un Atlee y aquél era su territorio. Por si fuera poco, se encontraba en Misisipí, donde se daba por sentado que las armas servían para protegerse. Ningún tribunal del estado se extrañaría de que tomara una drástica acción en semejantes circunstancias.

Se agachó junto a la mesa de la cocina, apuntó hacia la parte superior de la ventana por encima del fregadero y se dispuso a apretar el gatillo. Un sonoro disparo de arma de fuego rasgando la oscuridad y destrozando la ventana desde el interior de la casa aterrorizaría sin duda a cualquier ladrón.

Justo en el momento en que volvió a oír el chirrido de la puerta, apretó con más fuerza el gatillo, el percutor hizo clic, pero no ocurrió nada. El arma carecía de balas. La recámara giró, él apretó de nuevo con más fuerza, pero no se produjo ningún disparo. Presa del pánico, Ray tomó la jarra vacía de té que había sobre el mostrador y la arrojó contra la puerta. Para su gran alivio, el ruido fue muy, superior al que hubiera podido producir cualquier bala. Muerto de miedo, pulsó un interruptor de la luz y se acercó a la puerta, blandiendo el arma y gritando:

—¡Largo de aquí!

Cuando abrió la puerta de golpe y no vio a nadie, lanzó un profundo suspiro de alivio y volvió a respirar.

Se pasó media hora barriendo los cristales y metiendo el máximo ruido posible.

El policía se llamaba Andy y era sobrino de un compañero de instituto de Ray. La relación se estableció dentro de los primeros treinta segundos de su llegada y, una vez establecida, ambos se pusieron a hablar de fútbol americano mientras unos agentes inspeccionaban el exterior de Maple Run. No se observaba la menor señal de intento de allanamiento en ninguna de las ventanas de la planta baja. Nada tampoco en la puerta de la cocina excepto los cristales rotos. Arriba, Ray se puso a buscar las balas mientras Andy recorría una por una las habitaciones. Los dos registros fueron en vano. Ray preparó café y ambos se lo bebieron en el porche, donde permanecieron conversando en voz baja hasta altas horas de la madrugada. Andy, que era el único policía que protegía Clanton en aquellos momentos, confesó que, en realidad, no le necesitaban.

—Casi nunca ocurre nada la madrugada del lunes —dijo—. La gente está durmiendo y preparándose para el trabajo del día siguiente.

Bastó con qué Ray le pinchara un pon para que empezara a repasar la situación delictiva en el condado de Ford: robo de furgonetas, peleas en los garitos, trapicheo en Lowtown, el barrio de los negros. No había habido ni un solo asesinato en cuatro años, dijo orgullosamente el policía. Dos años atrás se había producido un robo en la sucursal de un banco. Siguió hablando por los codos mientras se tomaba una segunda taza. Ray se la llenaría una y otra vez y, en caso necesario, seguiría preparando café hasta el amanecer. Lo tranquilizaba la presencia de un coche patrulla con la identificación bien visible, aparcado delante de la casa.

Andy se fue a las tres y media de la madrugada. Ray se pasó una hora tumbado sobre el colchón, contemplando los agujeros del techo y sujetando un arma inútil. Luchó contra el sueño, imaginando estrategias para proteger el dinero. Pero no planes de inversión, eso podía esperar. Lo más apremiante era un plan para sacar el dinero del cuarto de las escobas y de la casa y llevarlo a algún lugar seguro. ¿Se vería obligado a llevárselo a Virginia? Desde luego, no podía dejarlo en Clanton, ¿verdad? ¿Y cuándo lo podría contar?

En determinado momento, el cansancio y la tensión emocional del día lo vencieron y se quedó dormido. Los golpeteos se reanudaron, pero él no los oyó. La puerta de la cocina, ahora asegurada mediante un sillón empujado contra la misma y un trozo de cuerda, chirrió y golpeó, pero Ray siguió durmiendo sin enterarse.