7

Detrás del coche fúnebre se encontraba el forense del condado Thurber Foreman, a bordo de la misma furgoneta Dodge de color rojo que conducía cuando Ray estudiaba en la universidad, y lo seguía el reverendo Silas Palmer de la Primera Iglesia Presbiteriana, un escocés menudo y de edad indefinida que había bautizado a los dos hijos de Atlee. Forrest se alejó con disimulo y fue a esconderse en el patio posterior mientras Ray recibía a la comitiva en el porche de la fachada. Les presentaron las condolencias. El señor B. J. Magargel, de la funeraria, y el reverendo Palmer estaban casi al borde de las lágrimas. Thurber había visto innumerables cadáveres, pero no tenía el menor interés profesional por aquél, y se mostraba aparentemente indiferente, por lo menos, de momento.

Ray los acompañó al estudio, donde los tres contemplaron respetuosamente al Juez Atlee el tiempo suficiente para que Thurber declarara oficialmente su muerte. Lo hizo sin pronunciar ni una sola palabra, se limitó a asentir en dirección al señor Magargel, con una sombría y burocrática inclinación de la barbilla cuyo significado era: «Está muerto. Ya se lo puede llevar».

El señor Magargel asintió también con un gesto, completando de este modo el silencioso ritual que tantas veces habían cumplido juntos.

Thurber sacó una sola hoja de papel y formuló las preguntas esenciales. Nombre completo del Juez, fecha y lugar de nacimiento, parientes más próximos. Por segunda vez Ray dijo que no quería la autopsia.

Ray y el reverendo Palmer se retiraron y se sentaron alrededor de la mesa del comedor. El clérigo estaba mucho más emocionado que el hijo. Adoraba al Juez y lo consideraba amigo íntimo suyo.

Una ceremonia digna de la categoría de Reuben Atlee atraería a muchos amigos y admiradores, y debía ser planeada hasta el último detalle.

—Reuben y yo estuvimos hablando de ello no hace mucho —dijo Palmer con la ronca voz a punto de quebrársele de un momento a otro.

—Me parece muy bien —dijo Ray.

—Él mismo eligió los himnos y los pasajes de las Sagradas Escrituras e hizo una lista de los portadores del féretro.

Ray aún no había pensado en aquellos detalles. Es posible que se le hubiera ocurrido pensar en ellos de no haber tropezado con un par de millones de dólares en efectivo. Su atareado cerebro escuchaba a Palmer y captaba casi todas sus palabras, pero después volvía al cuarto de las escobas y empezaba a girar vertiginosamente. De repente, se puso nervioso al pensar que Thurber y Magargel estaban solos en el estudio con el Juez. Tranquilízate, se repetía una y otra vez.

—Gracias —dijo, lanzando un sincero suspiro de alivio al saber que los detalles ya se habían resuelto. El auxiliar del señor Magargel introdujo una camilla a través de la puerta principal, cruzó el vestíbulo y pasó por la puerta del estudio del Juez con cierta dificultad.

—También quería un velatorio —añadió el reverendo.

Los velatorios eran tradicionales, el necesario preludio de un entierro decente, sobre todo entre los más viejos.

Ray asintió con un gesto.

—Aquí, en la casa.

—No —replicó Ray de inmediato—. Aquí, no.

En cuanto se quedó solo, experimentó el deseo de inspeccionar todos los rincones de la casa en busca de más botín. Estaba muy preocupado por el tesoro del cuarto de las escobas. ¿Cuánto dinero habría? ¿Cuánto tiempo tardaría en contarlo? ¿Sería auténtico o falso? ¿De dónde habría salido? ¿Qué haría con él? ¿Adónde lo llevaría? ¿A quién se lo diría? Necesitaba permanecer a solas para pensar, para arreglarlo todo y elaborar un plan.

—Tu padre se mostró muy claro al respecto —insistió Palmer.

—Perdone, reverendo. Se celebrará un velatorio, pero no aquí.

—¿Puedo preguntar el motivo?

—Mi madre.

El clérigo sonrió y asintió con la cabeza diciendo:

—Recuerdo muy bien a tu madre.

—La dejaron amortajada sobre la mesa en el salón de la parte anterior y, durante dos días, toda la ciudad desfiló por delante de ella. Mi hermano y yo nos escondimos arriba y no tuvimos más remedio que maldecir a nuestro padre por aquel espectáculo. —A Ray le ardían los ojos y su voz sonaba muy firme—. No celebraremos un velatorio en esta casa, reverendo.

Ray era absolutamente sincero y, además, estaba preocupado por la seguridad de la casa. Un velatorio exigiría que una agencia se encargara de una limpieza a fondo, que una empresa preparara la comida y que una floristería enviara las coronas. Y toda aquella actividad se iniciaría por la mañana.

—Lo comprendo —asintió el clérigo.

El auxiliar de la funeraria salió primero de espaldas, tirando de la camilla que el señor Magargel empujaba muy despacio. El Juez fue cubierto de la cabeza a los pies con una blanca sábana almidonada, cuidadosamente remetida bajo su cuerpo. Lo sacaron seguidos por Thurber, cruzaron el porche y bajaron los peldaños con el último Atlee que viviría en Maple Run.

Media hora después, Forrest volvió a salir desde algún lugar de la parte posterior de la casa. Sostenía en la mano un vaso alto lleno de un sospechoso líquido marrón que no era té helado.

—¿Ya se han ido? —preguntó, mirando hacia el camino particular de la casa.

—Sí —contestó Ray.

Estaba sentado en los peldaños de la entrada, fumando un habano. Forrest se acomodó a su lado e inmediatamente se percibió el aroma de malta agria.

—¿Dónde has encontrado eso? —preguntó Ray.

—El viejo tenía un escondrijo en el cuarto de baño. ¿Quieres un poco?

—No. ¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde hace treinta años.

Una docena de sermones le vinieron a la mente, pero Ray los rechazó. Ya se habían pronunciado muchas veces y estaba claro que no habían surtido el menor efecto, pues allí estaba Forrest bebiendo bourbon tras haberse pasado ciento cuarenta y un días sin probar el alcohol.

—¿Cómo está Ellie? —preguntó Ray, tras dar una prolongada calada al cigarro.

—Tan loca como siempre.

—¿La veré en el entierro?

—No, pesa ciento treinta kilos. Su limite son setenta y cinco kilos. Por debajo de setenta y cinco kilos, sale de casa. Por encima de los setenta y cinco kilos, se queda encerrada.

—¿Y cuándo ha pesado menos de setenta y cinco kilos?

—Hace tres o cuatro años. Encontró a un médico excéntrico que le administró unas pastillas. Adelgazó y llegó a pesar cincuenta kilos. El médico acabó en la cárcel y ella engordó cien kilos más. Pero ciento treinta kilos son su límite máximo. Se pesa cada día y se pone histérica si la aguja rebasa los ciento treinta.

—Le dije al reverendo Palmer que celebraríamos un velatorio, pero no aquí, en casa.

—El albacea eres tú.

—¿Estás de acuerdo?

—Por supuesto.

Un largo trago de bourbon, otra larga calada al cigarro.

—¿Y qué hay de la bruja que te abandonó? ¿Cómo se llama?

—Vicki.

—Ah, sí, Vicki. Me cayó mal ya el mismo día de la boda.

—Ojalá a mí me hubiera pasado lo mismo.

—¿Anda todavía por allí?

—Sí, la vi la semana pasada en el aeródromo, bajando de su jet privado.

—Se casó con aquel viejo cabrón, ¿verdad?, aquel timador de Wall Street.

—Exactamente. Pero mejor hablemos de otra cosa.

—Tú siempre has hecho subir de categoría a las mujeres.

—Lo cual es siempre una grave equivocación. Forrest siguió bebiendo y añadió:

—Hablemos del dinero. ¿Dónde está?

Ray se echó ligeramente hacia atrás y sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho, pero Forrest contemplaba el césped del jardín y no se dio cuenta. ¿De qué dinero me estás hablando, mi querido hermano?

—Lo regaló.

—Pero ¿por qué?

—El dinero era suyo, no nuestro.

—Pero ¿por qué no nos ha dejado un poco a nosotros?

No muchos años atrás, el Juez le había confesado a Ray que, a lo largo de un periodo de más de quince años, se había gastado más de noventa mil dólares en minutas de abogados, pago de multas y terapias de desintoxicación para Forrest. Hubiera podido darle el dinero a Forrest para que se lo gastara en beber y esnifar, o bien entregarlo para obras benéficas y familias necesitadas. Ray tenía una profesión y se podía mantener.

—Nos ha dejado la casa —dijo Ray.

—¿Qué haremos con ella?

—La venderemos, si tú quieres. El dinero se añadirá a todo lo demás. El cincuenta por ciento se irá en impuestos de sucesión. La validación del testamento durará un año.

—Dime el resultado final.

—Tendremos suerte de poder repartirnos cincuenta mil dólares dentro de un año.

Pero, como es natural, había otros bienes. El dinero de Blake amp; Son permanecía inocentemente escondido en el cuarto de las escobas, pero Ray necesitaba tiempo para evaluarlo. ¿Sería dinero sucio? ¿Se tendría que incluir en la testamentaría? En caso afirmativo, daría origen a terribles problemas. En primer lugar, habría que explicar su procedencia. En segundo lugar, por lo menos la mitad se perdería en impuestos. En tercer lugar, Forrest tendría los bolsillos llenos de dinero y probablemente eso lo mataría.

—¿O sea que dentro de un año tendré veinticinco mil dólares? —preguntó Forrest.

Ray no supo si lo había dicho emocionado o asqueado.

—Algo así.

—¿Tú quieres la casa?

—No, ¿y tú?

—Ni hablar. Jamás volveré aquí.

—Vamos, Forrest.

—Me echó de casa, ¿sabes?, me dijo que ya había deshonrado bastante a la familia. Me dijo que jamás volviera a poner los pies en este lugar.

—Y después te pidió perdón.

Otro rápido trago.

—Sí, es verdad. Pero este lugar me deprime. Tú eres el albacea, encárgate de ello. Envíame un cheque cuando termine la validación del testamento.

—Por lo menos tendríamos que revisar juntos sus pertenencias.

—Ni hablar —dijo Forrest, levantándose—. Quiero una cerveza. Han pasado cinco meses y quiero una cerveza. —Se estaba dirigiendo a su automóvil mientras hablaba—. ¿Te apetece una?

—No.

—¿Me acompañas?

Ray hubiera deseado ir para proteger a su hermano, pero el impulso de quedarse para vigilar los bienes de la familia Atlee era más fuerte. El Juez jamás cerraba la casa bajo llave. ¿Dónde estarían las llaves?

—Te espero aquí —dijo.

—Como quieras.

El siguiente visitante no constituyó ninguna sorpresa. Ray se encontraba en la cocina revolviendo los cajones y buscando las llaves cuando oyó una sonora voz, rugiendo en la entrada. Aunque llevaba años sin oírla, no le cupo la menor duda de que pertenecía a Harry Rex Vonner.

Se abrazaron, un abrazo de oso por parte de Harry Rex, un cauto estrujón por parte de Ray.

—Lo siento mucho —repitió varias veces Harry Rex.

Era alto, tenía un tórax y un vientre enormes, y una poblada y enmarañada barba. Ese hombre adoraba al Juez Atlee y hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa por sus chicos. Era un brillante abogado atrapado en una pequeña localidad, a quien el Juez Atlee siempre había recurrido cuando Forrest tuvo problemas con la justicia.

—¿Cuándo has llegado? —preguntó Harry Rex.

—Sobre las cinco. Lo encontré en su estudio.

—Me he pasado dos semanas ocupado con un juicio y no había hablado con él. ¿Dónde está Forrest?

—Ha ido a comprarse una cerveza.

Ambos asimilaron la gravedad de aquel hecho. Se sentaron en sendas mecedoras, cerca del columpio.

—Me alegro de verte, Ray.

—Y yo a ti, Harry Rex.

—No puedo creer que haya muerto.

—Yo tampoco. Pensaba que siempre estaría con nosotros.

Harry Rex se enjugó los ojos con la manga.

—No sabes cuánto lo siento —murmuró—. Es que no puedo creerlo. Me parece que nos vimos hace un par de semanas. Iba de un lado para otro, tan perspicaz como siempre, le dolía, pero no se quejaba.

—Le dieron un año de vida y eso fue hace aproximadamente doce meses. Pero yo pensaba que seguiría aguantando.

—Yo también. Era un hombre muy fuerte.

—¿Te apetece un poco de té?

—Te lo agradecería.

Ray se dirigió a la cocina, llenó dos vasos de té instantáneo y regresó con ellos al porche diciendo:

—No es muy bueno que digamos.

Harry Rex tomó un sorbo y se mostró de acuerdo.

—Pero por lo menos está frío.

—Tenemos que organizar un velatorio, Harry Rex, pero no queremos hacerlo aquí. ¿Se te ocurre alguna idea?

Harry lo pensó sólo un segundo y después se reclinó contra el respaldo de la mecedora con una gran sonrisa en los labios.

—Coloquémoslo en el Palacio de Justicia, en la rotonda del primer piso, amortajado como un rey.

—¿Hablas en serio?

—¿Por qué no? A él le encantaría. Hablaré con el sheriff y conseguiré la autorización pertinente. A todo el mundo le gustará. ¿Cuándo será el entierro?

—El martes.

—Entonces celebraremos el velatorio mañana por la tarde. ¿Quieres que yo pronuncie unas palabras?

—Por supuesto. ¿Por qué no lo organizas todo tú?

—Eso está hecho. ¿Ya habéis elegido el ataúd?

—Íbamos a hacerlo mañana por la mañana.

—Que sea de roble, déjate de todas estas bobadas del bronce y el cobre. El año pasado enterramos a mi madre en un ataúd de roble y fue lo más bonito que he visto en mi vida. Magargel puede hacer que le envíen uno de Tupelo en cuestión de dos horas. Y déjate de tumbas. No son más que un timo. Las cenizas a las cenizas y el polvo al polvo y que se pudra todo, es la mejor manera. Los episcopalianos lo hacen muy bien.

Ray estaba un poco aturdido por todo aquel torrente de consejos, pero los agradeció a pesar de todo. En su testamento el Juez no hablaba del ataúd, pero pedía específicamente una tumba. Y quería una bonita lápida. A fin de cuentas, era un Atlee y lo iban a enterrar entre los otros grandes personajes de la familia.

Si alguien sabía algo acerca de los asuntos del Juez, éste era Harry Rex.

Mientras contemplaban cómo las sombras caían sobre el alargado césped del jardín de la parte anterior de Maple Run, Ray preguntó con la mayor indiferencia posible:

—Al parecer, regaló todo su dinero.

—A mí no me sorprende. ¿Y a ti?

—No.

—A su entierro asistirán miles de personas que fueron favorecidas por su generosidad. Enfermos sin seguro, niños negros a los que envió a la universidad, todos los voluntarios, el servicio de bomberos, asociaciones cívicas, grupos escolares que viajaban a Europa. Nuestra iglesia envió a unos médicos a Haití y el Juez nos donó mil dólares.

—¿Cuándo empezaste a ir a la iglesia?

—Hace dos años.

—¿Por qué?

—Me volví a casar.

—¿Qué número hace?

—La cuarta. Pero ésta me gusta de verdad.

—Mejor para ella.

—Ha tenido mucha suerte.

—Me gusta la idea del velatorio en el Palacio de Justicia, Harry Rex. Todas estas personas que acabas de mencionar podrán rendirle homenaje en público. Hay mucho espacio para aparcar y no habrá problemas de asientos. Es una idea brillante.

Forrest enfiló el camino particular, aceleró y se detuvo a pocos centímetros del Cadillac de Harry Rex. Bajó medio arrastrándose del vehículo y se acercó a ellos trastabillando en la semioscuridad, llevando algo que parecía una caja entera de cerveza.