Había un viejo sillón de mimbre con un cojín reventado y un raído quilt sobre el respaldo. Nadie lo había utilizado jamás excepto el gato. Ray retrocedió hacia él porque era el lugar más próximo donde sentarse y permaneció largo rato allí delante del sofá, a la espera de que su padre empezara a respirar, se despertara, se incorporara, asumiera el control de la situación y preguntara: «¿Dónde está Forrest?».
Pero el Juez seguía inmóvil. La única respiración en Maple Run eran los fatigosos esfuerzos que estaba haciendo Ray para controlarse. La casa permanecía en silencio y el aire era todavía más pesado. Contempló las pálidas manos que descansaban serenamente y esperó a que se agitaran aunque sólo fuera un poco. Arriba y abajo muy despacio, mientras la sangre volvía a circular y los pulmones se llenaban y vaciaban de aire. Pero no ocurrió nada. Su padre estaba tan tieso como una tabla, con las manos y los pies juntos, la barbilla apoyada sobre el pecho, como si en el momento de tumbarse hubiese sabido que aquella última siesta sería eterna. Sus labios estaban curvados en un amago de sonrisa. La droga le había aliviado el dolor.
Cuando el sobresalto inicial empezó a calmarse, sobrevinieron las preguntas. ¿Cuánto tiempo llevaba muerto? ¿Lo habría matado el cáncer o el viejo habría aumentado la dosis de morfina? Qué más daba. ¿Habría escenificado aquel espectáculo para sus hijos? ¿Dónde demonios estaba Forrest? Aunque de todas formas su presencia tampoco habría servido de nada.
Solo con su padre por última vez, Ray reprimió las lágrimas y contuvo todas las habituales y atormentadoras preguntas de por qué no vine antes y más a menudo, por qué no le escribía ni lo llamaba, y toda una lista que habría sido interminable si él lo hubiera permitido.
En su lugar, decidió actuar. Se arrodilló en silencio junto al sofá, apoyó la cabeza en el pecho del Juez y murmuró:
—Te quiero, papá.
Después rezó una breve oración. Cuando se levantó, las lágrimas habían asomado a sus ojos y eso no era lo que él quería. Su hermano menor llegaría de un momento a otro y él estaba firmemente decidido a manejar la situación sin emociones.
Sobre el escritorio de caoba encontró un cenicero con dos pipas. Una de ellas estaba vacía. La cazoleta de la otra contenía tabaco fumado recientemente. Aún conservaba un rastro de calor, o eso le pareció a Ray, aunque no estaba seguro. Se imaginó al Juez fumando mientras ordenaba los papeles del escritorio, pues no quería que los chicos vieran todo aquel revoltijo, y después, cuando el dolor debió de asaltarlo, se tumbó en el sofá, tomó un poco de morfina para encontrar cierto alivio y murió.
Al lado de la Underwood descubrió uno de los sobres oficiales del Juez en cuya parte anterior había mecanografiado «Ultima voluntad y testamento de Reuben V. Atlee». Debajo figuraba la fecha de la víspera, 6 de mayo de 2000. Ray lo tomó y abandonó la estancia. Sacó otra soda de la nevera y salió al porche de la parte anterior, donde se sentó en el columpio para esperar a Forrest.
¿Y si llamara a la funeraria para que se llevaran a su padre antes de que llegara su hermano? Se debatió en una desgarrada duda durante un buen rato y después leyó el testamento. Era un sencillo documento de una sola página sin la menor sorpresa.
Decidió esperar hasta las seis en punto y, si para entonces Forrest no hubiera llegado, llamaría a la funeraria.
El Juez seguía estando muerto cuando Ray regresó al estudio, lo cual tampoco lo sorprendió en exceso. Dejó el sobre en el mismo lugar donde lo había encontrado y revolvió algunos papeles más, una actividad que al principio le resultó extraña. Pero él sería el albacea del testamento de su padre y muy pronto tendría que encargarse de todo el papeleo. Haría inventario de los bienes, pagaría las facturas, verificaría oficialmente el escaso dinero que quedaba de la familia Atlee y, finalmente, lo guardaría. El testamento lo repartía todo entre los dos hijos, por lo que la testamentaría sería relativamente sencilla.
Mientras consultaba la hora y esperaba a su hermano, Ray fisgó por todo el estudio, bajo la cuidadosa vigilancia del general Forrest. Ray se movía en silencio para no molestar a su padre. Los cajones del escritorio de tapa corredera estaban llenos de papel de carta. Sobre la mesa de caoba había un montón de cartas recientes.
Detrás del sofá había una estantería llena de tratados jurídicos que parecían llevar allí varias décadas. Los estantes eran de nogal y los había construido como regalo un asesino liberado de la cárcel por el abuelo del Juez a finales del siglo XIX, según afirmaba la tradición familiar que, por regla general, jamás se había puesto en tela de juicio, al menos hasta que apareció Forrest. Los estantes descansaban sobre un alargado armario de nogal de no más de noventa centímetros de altura. El armario tenía seis puertecitas y se utilizaba para guardar objetos de diversa índole. Ray jamás había examinado su contenido. El sofá estaba colocado delante del armario y ocultaba casi por entero su vista.
Una de las puertecitas del armario estaba abierta. En el interior Ray distinguió un ordenado montón de cajas de color verde oscuro de papel de escribir Blake amp; Son, las mismas que se utilizaban en su casa desde siempre. Blake amp; Son era una antigua imprenta de Memphis. Casi todos los abogados y jueces del estado compraban las hojas con membrete y los sobres en Blake amp; Son, tal como siempre habían hecho. Se agachó y se situó detrás del sofá para verlo todo mejor. El interior del mueble estaba oscuro y completamente lleno.
Sobre la puertecita abierta encontró una caja de sobres sin la tapa a escasos centímetros del suelo. Sin embargo, dentro no había ningún sobre. La caja estaba repleta de dinero en efectivo: billetes de cien dólares. Cientos de billetes esmeradamente colocados en una caja de unos treinta y dos centímetros de anchura, cuarenta y cinco de longitud y puede que unos quince de profundidad. La tomó y advirtió que pesaba mucho. Había varias docenas más guardadas en las profundidades del armario.
Ray sacó otra de las cajas. También estaba llena de billetes de cien dólares. Lo mismo ocurrió con la tercera. En la cuarta caja, los billetes estaban envueltos con cintas de papel amarillo sobre las cuales figuraba impresa una cifra: «2000 $». Contó rápidamente cincuenta y tres cintas.
Ciento seis mil dólares.
Arrastrándose a gatas detrás del sofá y procurando no tocarlo, Ray abrió las otras cinco puertas del armario. Había por lo menos veinte cajas de color verde oscuro de Blake amp; Son.
Se incorporó, se encaminó hacia la puerta del estudio, cruzó el vestíbulo y salió al porche para que le diera el aire. Estaba aturdido y, cuando se sentó en el peldaño superior, una enorme gota de sudor le bajó por el caballete de la nariz y le cayó sobre los pantalones.
Aunque le costaba pensar con claridad, Ray consiguió efectuar unos rápidos cálculos matemáticos.
Suponiendo que hubiera veinte cajas y que cada una contuviera por lo menos cien mil dólares, el tesoro escondido superaba con mucho la cantidad que el Juez había acumulado a lo largo de sus treinta y dos años de práctica. Su puesto de Juez de equidad lo había ocupado en régimen de plena dedicación, no había desarrollado ninguna actividad complementaria y apenas había hecho nada desde que lo derrotaran nueve años atrás.
No era aficionado a los juegos de azar y, que Ray supiera, jamás había adquirido ni una sola acción.
Un automóvil recorrió la calle. Ray se quedó petrificado, temiendo de inmediato que fuera Forrest. El vehículo pasó de largo y Ray se levantó de un salto y se dirigió al estudio apresuradamente. Levantó un extremo del sofá y lo apartó unos dieciocho centímetros de la estantería. Luego repitió la operación con el otro extremo. Se arrodilló y empezó a retirar las cajas de Blake amp; Son. Cuando hubo sacado un montón de cinco, cruzó con ellas la cocina para dirigirse a un cuartito situado detrás de la despensa donde la criada, Irene, siempre había guardado las escobas y las bayetas. Allí seguían las escobas y las bayetas, sin que nadie las hubiera tocado desde la muerte de Irene. Ray apartó las telarañas y depositó las cajas en el suelo. El cuarto de las escobas no tenía ventana y no se podía ver desde la cocina.
Desde el comedor echó un vistazo al camino particular de la casa. No vio nada y regresó a toda prisa al estudio, donde amontonó siete cajas y las llevó al cuarto de las escobas.
Vuelta a la ventana del comedor, nadie a la vista, otro viaje al estudio, donde el Juez se estaba enfriando por momentos. Otros dos viajes al cuarto de las escobas y terminó la tarea. Veintisiete cajas en total, todas almacenadas en lugar seguro donde nadie daría con ellas.
Ya eran casi las seis de la tarde cuando Ray se dirigió a su automóvil y sacó su maletín de fin de semana. Necesitaba una camisa seca y unos pantalones limpios. La casa estaba llena de polvo y suciedad. Se lavó y se secó con una toalla en el único cuarto de baño que había en la planta baja. Después ordenó el estudio, volvió a colocar el sofá en su sitio y fue de habitación en habitación, buscando más armarios.
Estaba revisando en el piso de arriba los armarios del dormitorio del Juez, cuyas ventanas estaban abiertas, cuando oyó un automóvil en la calle. Bajó corriendo y consiguió sentarse en el columpio del porche justo en el momento en que Forrest aparcaba detrás de su Audi. Ray respiró hondo varias veces, procurando tranquilizarse.
El sobresalto de encontrarse con un padre muerto era más que suficiente por un día. El sobresalto del dinero lo había dejado temblando.
Forrest subió los peldaños con la mayor lentitud posible, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones blancos de pintor. Relucientes botas negras de combate con cordones de vivo color verde. Siempre dando la nota.
—Forrest —dijo Ray en voz baja.
Su hermano se volvió a mirarle.
—Hola, hermano.
—Ha muerto.
Forrest se detuvo, lo estudió fugazmente y después miró hacia la calle. Llevaba un viejo blazer marrón sobre una camiseta roja, un conjunto que sólo Forrest se hubiera atrevido a ponerse. En su calidad de autoproclamado primer espíritu libre de Clanton, siempre se había esforzado por mostrarse altivo, inconformista, vanguardista y mundano.
Había engordado un poco, pero lo llevaba muy bien. Su largo cabello rubio estaba encaneciendo mucho más rápido que el de Ray. Se tocaba con una vieja gorra de béisbol de los Cubs.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Allí dentro.
Forrest abrió la cancela y Ray lo siguió al interior de la casa. Se detuvo en la puerta del estudio como si no supiera qué hacer. Mientras miraba a su padre, su cabeza se inclinó ligeramente hacia un lado y Ray temió por un instante que fuera a desplomarse. Por mucho que itentara disimularlo, las emociones de Forrest siempre estaban a flor de piel.
—Oh, Dios mío —murmuró, acercándose a trompicones al sillón de mimbre. Enseguida tomó asiento sin dejar de mirar con incredulidad a su padre—. ¿De veras está muerto? —consiguió preguntar con las mandíbulas apretadas.
—Sí.
Forrest tragó saliva, reprimió las lágrimas y al final preguntó:
—¿Cuándo has llegado?
Sentado en un taburete, Ray se volvió para mirar a su hermano.
—Sobre las cinco, creo. Al entrar pensé que estaba durmiendo la siesta. Luego me di cuenta de que había muerto.
—Siento que hayas tenido que encontrarlo —dijo Forrest, secándose los ángulos de los ojos.
—Alguien tenía que encontrarlo.
—¿Qué hacemos ahora?
—Llamar a la funeraria.
Forrest asintió con un gesto como si supiera que eso era exactamente lo que debía hacerse. Se levantó muy despacio y se acercó con paso vacilante al sofá.
Tocó las manos de su padre.
—¿Cuánto tiempo lleva muerto? —preguntó en un susurro. Su voz sonaba áspera y forzada.
—No lo sé. Un par de horas.
—¿Qué es eso?
—Un frasco de morfina.
—¿Crees que aumentó la dosis?
—Así lo espero —contestó Ray.
—Supongo que deberíamos haber estado aquí.
—No empecemos con eso.
Forrest miró a su alrededor como si viera el lugar por primera vez. Se acercó al escritorio de tapa corredera y contempló la máquina de escribir.
—Supongo que ahora ya no tendrá que cambiar la cinta —comentó.
—Supongo que no —convino Ray, contemplando el armario de detrás del sofá—. Allí hay un testamento, si quieres leerlo. Firmado ayer.
—¿Qué dice?
—Nos lo repartimos todo. Yo soy el albacea.
—Pues claro que eres el albacea. —Forrest se situó detrás del escritorio de caoba y echó un rápido vistazo al montón de papeles que lo cubría—. Nueve años desde la última vez que puse los pies en esta casa. Cuesta creerlo, ¿verdad?
—Pues sí.
—Pasé por aquí unos días después de las elecciones, le dije que sentía mucho que los votantes lo hubieran expulsado y le pedí dinero. Discutimos un poco.
—Vamos, Forrest, dejemos eso ahora.
Las anécdotas de la guerra entre Forrest y el Juez podían ser interminables.
—Nunca llegó a darme el dinero —murmuró Forrest mientras abría un cajón del escritorio—. Supongo que tendremos que examinar todo eso, ¿verdad?
—Sí, pero no ahora.
—Hazlo tú, Ray. Tú eres el albacea. Encárgate tú del trabajo sucio.
—Tenemos que llamar a la funeraria.
—Necesito un trago.
—No, Forrest, por favor.
—Tranquilo, Ray. Me tomo un trago siempre que me da la gana.
—Eso lo has demostrado mil veces. Vamos, voy a llamar a la funeraria y esperaremos en el porche.
Primero llegó un policía, un joven con la cabeza rapada que tenía la pinta de haber sido despertado de su siesta dominical para cumplir una misión. Hizo unas cuantas preguntas en el porche y después entró para examinar el cadáver. Había que rellenar unos impresos. Mientras cumplían dicho trámite, Ray preparó una jarra de té instantáneo con mucho azúcar.
—¿Causa de la defunción? —preguntó el agente.
—Cáncer, dolencia cardíaca, diabetes, vejez —contestó Ray.
Él y Forrest se estaban balanceando muy despacio en el columpio.
—¿Le parece suficiente? —preguntó Forrest como un auténtico sabelotodo.
El respeto que hubiera podido sentir alguna vez por la policía había desaparecido hacía mucho tiempo.
¿Pedirán ustedes la autopsia?
—No —contestaron ambos al unísono.
El agente terminó de cumplimentar los impresos y Ray y Forrest los firmaron. Mientras el policía se alejaba en su automóvil, Ray comentó:
—Ahora la noticia correrá como un reguero de pólvora.
—¡Imposible! ¿En nuestra pequeña y preciosa ciudad?
—Cuesta creerlo, ¿verdad? Aquí la gente chismorrea que da gusto.
—Yo les he dado material durante veinte años.
—Desde luego.
Se encontraban de pie, hombro contra hombro, cada uno de ellos sosteniendo un vaso vacío en la mano.
—Bueno pues, ¿qué hay en la herencia? —preguntó finalmente Forrest.
—¿Quieres ver el testamento?
—No, dímelo tú.
—Contiene una lista de los bienes: la casa, los muebles, el automóvil, los libros y seis mil dólares en el banco.
—¿Eso es todo?
—Todo lo que él menciona contestó Ray, soslayando la mentira.
—Seguro que tiene que haber algo más aquí dentro —aventuró Forrest, dispuesto a empezar a buscar.
—Yo creo que lo donó todo —replicó Ray con serenidad.
—¿Y la pensión del estado?
—La cobró en una única percepción al perder las elecciones, lo cual fue un grave error. Supongo que el resto debió de regalarlo.
—No pensarás estafarme, ¿verdad, Ray?
—Vamos, Forrest, no hay ningún motivo para que nos peleemos.
—¿Alguna deuda?
—Dice que no tenía.
—¿Nada más?
—Puedes leer el testamento si quieres.
—Ahora no.
—Lo firmó ayer.
—¿Crees que lo planeó todo?
—Desde luego, eso parece.
Un coche fúnebre de Magargels Funeral Home se acercó muy despacio, se detuvo delante de Maple Run y después giró lentamente hacia el camino particular de la casa.
Forrest se inclinó, ocultó el rostro entre las manos y, apoyando los codos sobre las rodillas, rompió a llorar.