Cada calle tenía su historia y cada edificio su recuerdo. Los afortunados que han disfrutado de infancias maravillosas pueden recorrer su ciudad natal y retroceder felizmente en el tiempo. Los demás se quedan en casa por obligación, pero se van en cuanto pueden. Cuando sólo llevaba quince minutos en Clanton, Ray ya estaba deseando largarse.
El lugar había cambiado y no había cambiado. En las carreteras que conducían a la ciudad, los baratos edificios de metal y las caravanas se apiñaban lo más cerca posible de las carreteras para gozar de la máxima visibilidad. El condado de Ford carecía de la más mínima división territorial. Un propietario de terrenos podría construir lo que quisiera sin permiso, inspección, normas o advertencias a los propietarios de los terrenos colindantes, nada en absoluto. Sólo las granjas de cría de cerdos y los reactores nucleares necesitaban permiso y papeleo. La consecuencia era un caótico y desordenado desarrollo urbano cuya fealdad aumentaba de año en año.
Sin embargo, en el casco antiguo, más cerca de la plaza, la ciudad no había cambiado en absoluto.
Las largas y umbrosas calles estaban tan pulcras y limpias como cuando Ray las recorría en bicicleta. Casi todas las casas seguían perteneciendo a personas que él conocía y, en los casos en que dichas personas habían fallecido, los nuevos propietarios mantenían los céspedes bien cuidados y las ventanas pintadas como los anteriores. Pocas casas aparecían deterioradas. Y sólo unas pocas habían sido abandonadas.
En aquella zona profundamente enraizada en la Biblia, la norma tácita seguía siendo la de que en domingo apenas se hacía nada excepto ir a la iglesia, sentarse en el porche, visitar a los vecinos, descansar y relajarse, como Dios mandaba.
El cielo estaba nublado y hacía bastante frío para ser el mes de mayo; mientras recorría su antiguo territorio, matando el tiempo hasta que llegara la hora señalada, Ray trató de concentrarse en los buenos recuerdos que conservaba de Clanton. Estaba el Dizzy Dean Park, donde él había jugado en la Little League con los Pirates, y también la piscina pública, donde nadaba todos los veranos menos el del año 1969, cuando el municipio prefirió cerrarla antes que permitir la entrada a los niños negros. Estaban las iglesias —la baptista, la metodista y la presbiteriana— situadas frente a frente en el cruce de las calles Second y Elm como cautos centinelas, con sus chapiteles compitiendo en altura. Ahora estaban vacías, pero en cuestión de una hora los más devotos se reunirían allí para asistir a los oficios de la tarde.
La plaza estaba tan muerta como las calles que desembocaban en ella.
Con sus ocho mil habitantes Clanton tenía el tamaño suficiente para haber atraído a los comercios con descuento que habían acabado con tantas localidades pequeñas. Pero allí la gente se había mantenido fiel a los comerciantes del centro y no había ni un solo edificio vacío o clausurado en la plaza, lo cual constituía todo un milagro. Las tiendas de venta al por menor se mezclaban con los bancos, los bufetes de abogados y los cafés, todos cerrados por el descanso dominical.
Recorrió muy despacio el cementerio y echó un vistazo a la parcela de los Atlee de la parte antigua, donde las lápidas eran más ostentosas. Algunos antepasados suyos habían construido monumentos en honor de sus muertos. Ray siempre había pensado que el dinero familiar que jamás había llegado a ver debía de estar enterrado bajo aquellas lápidas. Aparcó y se acercó a pie a la tumba de su madre, cosa que llevaba años sin hacer. Estaba enterrada entre los Atlee, en el extremo más alejado de la parcela de la familia porque casi no pertenecía a la misma.
Muy pronto, en cuestión de menos de una hora, estaría sentado en el estudio del Juez, tomando un pésimo té instantáneo y recibiendo instrucciones acerca de cómo deseaba su padre que lo enterraran. Se darían muchas órdenes y se promulgarían muchos decretos y disposiciones, pues el Juez era un hombre importante y se preocupaba muchísimo por la manera en que se le debería recordar.
Reanudó su camino y pasó por delante de la torre de las aguas a la que se había encaramado un par de veces, la segunda con la policía esperándolo abajo.
Esbozó una mueca al pasar por delante de su antiguo instituto, un lugar que no había vuelto a visitar desde que se fuera. Detrás estaba el campo de fútbol americano en el que Forrrest Atlee había avasallado a sus adversarios y había estado a punto de hacerse famoso antes de ser expulsado del equipo.
Faltaban veinte minutos para las cinco del domingo, 7 de mayo. Había llegado la hora de la reunión familiar.
No se apreciaba la menor señal de vida en Maple Run. El césped del jardín delantero se había cortado unos cuantos días atrás y el viejo Lincoln negro del Juez estaba aparcado en la parte posterior de la casa. Aparte de aquellas dos pruebas, no se observaba ninguna otra señal de que alguien llevara muchos años viviendo allí.
La fachada principal estaba dominada por cuatro columnas redondas bajo un porche, unas columnas que, cuando Ray vivía allí, estaban pintadas de blanco. Ahora estaban cubiertas de enredaderas. La glicina se derramaba sin orden ni concierto por la parte superior de las columnas y por el tejado. Las malas hierbas lo asfixiaban todo: los arriates, los arbustos, los caminos.
Los recuerdos lo azotaron con fuerza, como siempre le ocurría cuando avanzaba lentamente por el camino particular, y meneó la cabeza al ver el lamentable estado de su antigua y hermoso hogar. Siempre experimentaba la misma oleada de remordimiento. Debería haberse quedado, debería haber permanecido junto al viejo y fundar el bufete Atlee amp; Atlee, debería haberse casado con una chica del lugar y engendrar media docena de descendientes que habrían vivido en Maple Run, donde habrían adorado al Juez y lo habrían hecho feliz en su vejez.
Cerró la portezuela lo más ruidosamente que pudo para poner sobre aviso a quien correspondiera, pero el ruido se posó suavemente sobre Maple Run. La casa de al lado en la parte este era otra reliquia ocupada por una familia de solteronas que llevaban varias décadas agonizando. Se trataba también de un edificio anterior a la guerra de Secesión, pero sin parras ni malas hierbas, enteramente cubierto por la sombra de cinco de los más gigantescos robles de Clanton.
Los peldaños de la entrada y el porche de la fachada se habían barrido recientemente. Había una escoba apoyada al lado de la puerta ligeramente entornada. El Juez se negaba a cerrar la casa con llave y, como también se negaba a instalar aire acondicionado, dejaba las ventanas y las puertas abiertas durante las veinticuatro horas del día.
Ray respiró hondo, empujó la puerta hasta golpear el tope y procuró hacer ruido. Entró y se preparó para percibir el olor, cualquiera que fuese en esa ocasión. El Juez había tenido durante años un viejo gato con pésimas costumbres y la casa soportaba las consecuencias. Sin embargo el gato ya no estaba y el olor no resultaba en modo alguno desagradable. La atmósfera era cálida y polvorienta y estaba saturada del denso aroma del tabaco de pipa.
—¿Hay alguien en casa? —preguntó sin levantar demasiado la voz.
No hubo respuesta.
El vestíbulo, como el resto de la casa, se utilizaba para almacenar cajas de antiguos archivos y documentos a los que el Juez se aferraba como si revistieran una enorme importancia desde que el condado lo echó del Palacio de Justicia. Ray miró a la derecha, hacia el comedor donde nada había cambiado en cuarenta años, y dobló la esquina del pasillo lleno también de cajas. Avanzó con cautela unos cuantos pasos y asomó la cabeza por la puerta del estudio de su padre.
El Juez estaba haciendo la siesta en el sofá.
Ray se retiró rápidamente y se dirigió a la cocina, donde se sorprendió al comprobar que no había platos sucios en el fregadero y que las superficies estaban limpias. La cocina solía estar hecha un desastre, pero no así aquel día. Encontró una soda en la nevera y se sentó junto a la mesa, decidiendo si debía despertar a su padre o bien aplazar lo inevitable. El viejo estaba enfermo y necesitaba descansar, por lo que Ray se bebió lentamente la soda y contempló las manecillas del reloj de la cocina en su lento recorrido hacia las cinco.
Forrest acudiría a la casa, estaba seguro. La reunión era demasiado importante para estropearla. Jamás en su vida había sido puntual. Se negaba a llevar reloj de pulsera y afirmaba que nunca sabía la fecha en que vivía. Casi todo el mundo le creía.
A las cinco en punto, Ray pensó que ya se había hartado de esperar y quería resolver el asunto. Entró en el estudio, observó que la mano de su padre no se había movido y permaneció uno o dos minutos inmóvil sin querer despertarlo, sintiéndose como un intruso.
El Juez lucía los mismos pantalones negros y la misma camisa blanca que siempre había llevado desde que Ray recordaba. Tirantes azul marino, sin corbata, calcetines negros y zapatos con punteras negras de ribete perforado. Había adelgazado y la ropa le sobraba por todas partes. Tenía el rostro enjuto y pálido y llevaba el ralo cabello peinado hacia atrás. Mantenía las manos, casi tan blancas como la camisa, cruzadas sobre el estómago.
Junto a sus manos, prendido del cinturón en la parte derecha, había un pequeño frasco de plástico. Ray avanzó un paso en silencio para verlo mejor. Era un envase de morfina.
Ray cerró los ojos, volvió a abrirlos y miró a su alrededor. El escritorio de tapa corredera bajo el retrato del general Forrest no había cambiado. La antigua máquina de escribir Underwood seguía allí custodiada por un montón de papeles. A unos cuantos pasos de distancia se encontraba el impresionante escritorio de caoba perteneciente al Atlee que había combatido con Forrest.
Bajo la severa mirada del general Nathan Bedford Forrest y de pie en el centro de una habitación atemporal, Ray empezó a darse cuenta de que su padre no respiraba. Reparó en ello muy lentamente. Carraspeó y no hubo la menor respuesta. Después se inclinó y tocó la muñeca izquierda del Juez. No tenía pulso.
El Juez Reuben V. Atlee estaba muerto.