El viaje a Clanton duraba unas quince horas si se circulaba junto a los camiones en la transitada autopista de cuatro carriles y se luchaba contra los embotellamientos que rodeaban las ciudades, y podía hacerse en un día si uno tenía prisa. No era el caso de Ray.
Introdujo unos cuantos enseres en el maletero de su deportivo Audi TT, un descapotable de dos plazas que se había comprado hacía menos de una semana, y no se despidió de nadie, porque a nadie le importaba si iba o venía, antes de abandonar Charlottesville. No superaría los límites de velocidad y no viajaría por una autopista de cuatro carriles, por poco que pudiera evitarlo. Ése era su reto: un viaje sin sobresaltos. En el asiento de cuero del acompañante tenía mapas, un termo con café cargado, tres puros habanos y una botella de agua.
Cuando llevaba pocos minutos circulando por el oeste de la ciudad, giró a la izquierda hacia la carretera principal de Blue Ridge e inició su serpeante camino hacia el sur, siguiendo las estribaciones montañosas. El TT era un modelo del año 2000, que había salido de la mesa de dibujo hacía apenas un par de años. Unos dieciocho meses atrás Ray había leído el anuncio de la Audi de su nuevo automóvil deportivo y había corrido a encargar el primero que hubiera en la ciudad. Aún no había visto ninguno como el suyo, aunque en el concesionario le habían asegurado que serían muy populares.
Al llegar a un altozano, bajó la capota, encendió un habano y tomó un sorbo de café, tras lo cual reanudó la marcha a una velocidad máxima de setenta kilómetros por hora. Pero incluso a aquel paso Clanton estaba muy cerca.
Cuatro horas más tarde, mientras buscaba una gasolinera, Ray se detuvo en el semáforo de la calle principal de una pequeña localidad de Carolina del Norte. Tres abogados pasaron por delante de él hablando a la vez y todos con unas viejas carteras de documentos rayadas y casi tan gastadas como sus zapatos. Miró a la izquierda y vio un Palacio de Justicia. Miró a la derecha y los vio desaparecer en el interior de un restaurante. De repente, sintió deseos de comer algo y de oír el bullicio de la gente.
Los tres abogados ocupaban un reservado cerca de las lunas de la calle y seguían hablando mientras removían el café. Ray se sentó a una mesa no muy distante y le pidió un gran bocadillo a una anciana camarera que debía de llevar varias décadas sirviéndolos. Un vaso de té helado y un bocadillo, anotó la camarera con todo detalle. Probablemente el chef es todavía más viejo, pensó.
Los abogados se habían pasado toda la mañana en los tribunales, discutiendo por un pedazo de tierra situado en lo alto de la montaña. La tierra se había vendido, a continuación se había presentado una demanda y ahora se estaba celebrando el juicio. Habían llamado a los testigos, habían expuesto precedentes ante el Juez, habían rebatido todos los argumentos de la parte contraria y los ánimos se habían caldeado hasta el extremo de que ahora necesitaban darse un respiro.
Y eso es lo que mi padre quería que yo hiciera, se dijo Ray casi en voz alta. Estaba parapetado detrás del periódico local, fingiendo leer, aunque en realidad prestaba toda su atención a la conversación de los abogados.
El sueño del Juez Reuben Atlee era que sus hijos terminaran los estudios en la Facultad de Derecho y regresaran a Clanton. Entonces él se habría retirado de la judicatura y juntos habrían abierto un bufete. Allí habrían ejercido una honrosa profesión y él les habría enseñado a ser abogados… unos abogados caballeros, unos abogados rurales. Unos abogados sin un céntimo, en opinión de Ray.
Como en todas las pequeñas ciudades del Sur, en Clanton abundaban los abogados. Todos se amontonaban en los edificios de oficinas que había al otro lado de la plaza del Palacio de Justicia. Dirigían la política, los bancos, las asociaciones ciudadanas y los consejos de las escuelas, incluso las iglesias y las ligas de segunda división. ¿En qué lugar pensaba encontrar sitio su padre?
Durante las vacaciones de verano, cuando regresaba a casa desde el centro universitario o la Facultad de Derecho, Ray ayudaba a su padre en el despacho. Sin percibir ningún salario, claro. Conocía a todos los abogados de Clanton. En general, no eran mala gente. Su único defecto era que había demasiados.
El extravío de Forrest se produjo a muy temprana edad y ello hizo que Ray se viera sometido a una fuerte presión con el fin de que siguiera el ejemplo del viejo y optara por una vida de digna pobreza. Pero él resistió la presión y, al término de su primer año en la Facultad de Derecho, se hizo la promesa de no permanecer en Clanton. Tardó un año más en hacer acopio de valor para decírselo a su padre, quien se pasó ocho meses sin dirigirle la palabra. Cuando Ray terminó sus estudios de Derecho, Forrest estaba en la cárcel. El Juez Atlee llegó tarde a la ceremonia de entrega de diplomas, se sentó en la última fila, se marchó a toda prisa y sin dirigirle la palabra a Ray. Fue necesario un infarto para que volvieran a reunirse.
Pero el dinero no era el principal motivo de la huida de Ray de Clanton. Atlee amp; Atlee jamás despegó porque el socio más joven quería huir de la sombra del más viejo.
El Juez Atlee era un hombre importante en una pequeña ciudad.
Ray encontró una gasolinera a la salida de la ciudad y regresó enseguida a las colinas, circulando por la carretera principal a setenta kilómetros por hora. Y, a veces, a sesenta. Se detenía en los altozanos para admirar el panorama. Esquivaba las ciudades y examinaba los mapas. Todas las carreteras conducían, tarde o temprano, a Misisipí.
Cerca del limite del estado de Carolina del Norte, encontró un viejo motel que prometía aire acondicionado, televisión por cable y habitaciones limpias por veintinueve dólares con noventa y nueve centavos, si bien el letrero estaba torcido y tenía los bordes oxidados. La inflación había llegado junto con el cable, pues ahora la habitación costaba cuarenta dólares. Al lado había un café que permanecía abierto las veinticuatro horas donde Ray se zampó unos dumplings, el plato especial de la noche. Después de cenar se sentó en un banco del exterior del motel, se fumó otro habano y contempló el paso ocasional de algún que otro vehículo.
Al otro lado de la carretera y unos cien metros más abajo había un autocine abandonado. La marquesina se había descolgado y estaba cubierta de zarzas y malas hierbas. La gigantesca pantalla y las vallas que rodeaban el perímetro llevaban muchos años convirtiéndose en ruinas.
Clanton había tenido en otros tiempos un autocine como aquél, justo a un tiro de piedra de la entrada de la ciudad. Pertenecía a una cadena del Norte y ofrecía a los habitantes de la localidad la típica programación de películas de playa, terror y artes marciales, unas películas que despertaban el interés de los jóvenes y daban a los predicadores material para sus sermones. En 1970, los poderes del Norte decidieron corromper una vez más el Sur, enviándoles películas guarras.
Como todas las cosas buenas y malas, la pornografia llegó tarde a Misisipí. Cuando la marquesina anunció Las animadoras, los automóviles que pasaban no hicieron ni caso. Cuando al día siguiente se añadió XXX, se paró el tráfico y en los cafés de la plaza se calentaron los ánimos. El primer pase tuvo lugar un lunes por la noche ante un pequeño grupo de curiosos y en cierto modo entusiastas espectadores. En el instituto circularon comentarios favorables y el martes numerosos adolescentes se ocultaron en los bosques, muchos de ellos con prismáticos, para contemplar con incredulidad las escenas que se sucedían en la pantalla. Después de las oraciones del miércoles por la noche, los predicadores organizaron y lanzaron un contraataque, basado más en las amenazas que en una estrategia meditada.
Siguiendo el ejemplo de los manifestantes en favor de los derechos civiles, unas gentes que no les inspiraban la menor simpatía, los predicadores condujeron sus rebaños a la carretera, a la altura del autocine, y allí desplegaron pancartas, rezaron y entonaron himnos, anotando apresuradamente los números de las matrículas de los automóviles que pretendían entrar.
El negocio estaba condenado. Los empresarios del Norte presentaron una denuncia para conseguir un mandato judicial. Los predicadores presentaron otra por su cuenta y, como era de esperar, todo ello acabó en la sala del honorable Reuben V. Atlee, miembro de toda la vida de la Primera Iglesia Presbiteriana, descendiente de los Atlee que habían construido el primer santuario y, durante treinta años, catequista de una escuela dominical que se reunía en la cocina del sótano de la iglesia.
El juicio duró tres días. Puesto que ningún abogado de Clanton quiso defender Las animadoras, los propietarios tuvieron que ser representados por un bufete de Jackson. Una docena de ciudadanos se declaró en contra de la película en nombre de los predicadores.
Diez años más tarde, cuando estudiaba en la Facultad de Derecho de Tulane, Ray estudió el dictamen de su padre acerca del caso. Siguiendo los casos federales más habituales, la sentencia del Juez Atlee protegió los derechos de los manifestantes, pero con ciertas limitaciones. Y, citando un reciente fallo en un litigio por obscenidad en el Tribunal Supremo de Estados Unidos, permitió que la película se siguiera exhibiendo.
Desde un punto de vista judicial, el razonamiento era impecable. No obstante, desde un punto de vista político, era desastroso. Nadie estuvo satisfecho. El teléfono sonaba por la noche con amenazas anónimas. Los predicadores calificaron a Reuben Atlee de traidor. «Ya verás en las próximas elecciones», le prometieron desde los púlpitos.
El Clanton Chronicle y el Ford County Times recibieron un alud de cartas, todas ellas censurando al Juez Atlee por tolerar semejante indecencia en su intachable comunidad. Cuando finalmente se hartó de todas aquellas críticas, el Juez se resolvió a hablar. Decidió hacerlo el domingo en la Primera Iglesia Presbiteriana y la noticia se extendió como un reguero de pólvora, tal como solía ocurrir en Clanton. En un templo atestado, el Juez Atlee avanzó con paso seguro por el pasillo central y subió las alfombradas gradas para ocupar el púlpito. Medía más de metro ochenta de estatura, era corpulento y su traje negro le confería un aire de autoridad.
—Un Juez que cuenta los votos antes del juicio debería quemar su toga y huir corriendo al límite del condado —empezó diciendo con severo tono de voz.
Ray y Forrest se habían sentado lo más lejos posible, en un rincón del triforio, ambos casi al borde de las lágrimas. Habían suplicado a su padre que les permitiera saltarse los oficios religiosos, algo que según el criterio del Juez no era permisible bajo ninguna circunstancia.
El Juez explicó a los menos informados que era preciso atenerse a los precedentes legales, cualesquiera que fueran los puntos de vista o las opiniones personales, y que los buenos jueces se ciñen a la ley. Los jueces débiles acatan la voluntad de la muchedumbre. Los jueces débiles actúan con la mirada puesta en los votantes y después alegan que les han hecho una mala jugada cuando sus cobardes sentencias son recurridas ante los tribunales superiores.
—Podéis atribuirme muchos defectos —le dijo a su silencioso auditorio—, menos el de ser cobarde.
A Ray aún le parecía oír sus palabras, ver a su padre allí abajo, solo como un gigante.
Al cabo de una semana los manifestantes se cansaron y el cine porno siguió adelante. Las artes marciales regresaron con más ímpetu que nunca y todo el mundo estuvo contento. Dos años después, el Juez Atlee obtuvo el habitual ochenta por ciento de los votos del condado de Ford.
Ray arrojó el habano junto a un arbusto y se fue a su habitación. La noche era fresca, por lo que decidió abrir la ventana y escuchar el rumor de los automóviles que salían de la ciudad y desaparecían al otro lado de las colinas.