La Facultad de Derecho estaba junto a la de Estudios Empresariales y ambas se levantaban en el borde norte de un campus que había crecido enormemente a partir de la pintoresca aldea universitaria proyectada y construida por Thomas Jefferson.
Para pertenecer a una universidad que tanto veneraba la arquitectura de su fundador, la Facultad de Derecho no era más que uno de tantos edificios modernos del campus, cuadrado y plano, todo ladrillo y cristal, tan vulgar y poco original como otros muchos construidos en los años setenta. Pero los nuevos fondos de que disponía la universidad habían permitido llevar a cabo reformas y embellecer los jardines. Figuraba en la lista de los diez mejores centros universitarios del país, tal como muy bien sabían cuantos trabajaban y estudiaban allí. La superaban algunas universidades privadas pertenecientes a la prestigiosa Ivy League, pero ningún otro centro público. Atraía a miles de estudiantes aventajados y a un brillante claustro de profesores.
Ray estaba a gusto en su puesto de profesor de Derecho Financiero en la Universidad Northeastern de Boston. Algunos de sus trabajos llamaron la atención de un comité de investigación, una cosa llevó a la otra, y la oportunidad de trasladarse a vivir al Sur y ocupar un puesto en un centro universitario de semejante categoría empezó a resultarle atractiva. Vicki era de Florida y, aunque le gustaba la vida en Boston, jamás se había acostumbrado a los duros inviernos de allí. Rápidamente se adaptaron al ritmo más pausado de Charlottesville. A él le concedieron la categoría de numerario y ella obtuvo el doctorado en lenguas románicas. Estaban hablando de la posibilidad de tener hijos cuando el Liquidador apareció en escena.
Cuando otro hombre te deja embarazada a la mujer y te la quita, lo normal es que quieras hacerle unas cuantas preguntas. Y puede que formularle también unas cuantas a ella. En los días posteriores a la partida de su mujer, Ray no podía dormir pensando en las preguntas; sin embargo, a medida que transcurría el tiempo, comprendió que jamás se atrevería a enfrentarse a ella. Las preguntas se desvanecieron, pero el hecho de verla en el aeropuerto las había hecho aflorar de nuevo. Ray sometió a su exesposa a un nuevo interrogatorio mientras aparcaba en la facultad y regresaba a su trabajo.
Su horario de despacho se prolongaba hasta bien entrada la tarde y no era necesario concertar previamente una cita. Su puerta estaba abierta y cualquier alumno era bien recibido. Sin embargo ahora estaban a finales de abril y los días eran muy agradables. Las visitas de los alumnos no abundaban. Volvió a leer la orden de su padre y se irritó una vez más por su habitual autoritarismo.
A las cinco en punto cerró la puerta de su despacho, abandonó la Facultad de Derecho y anduvo por una calle interior hasta llegar a un polideportivo situado en el mismo recinto universitario, en el que los alumnos de tercer curso jugaban en representación de la facultad el segundo de la serie de tres partidos de softball. Los profesores habían perdido el primer partido, en el que habían sido víctimas de una auténtica masacre. El segundo y tercer partido ya no eran necesarios para la elección del mejor equipo.
Los alumnos de primero y de segundo habían olido la sangre: ocupaban todas las gradas y se amontonaban junto a la valla de la línea de la primera base, donde los miembros del equipo de la facultad estaban reunidos para escuchar la arenga previa al comienzo del partido. Junto al exterior izquierdo, algunos alumnos de primero de muy dudosa reputación se habían congregado alrededor de dos grandes neveras portátiles de gran tamaño y la cerveza ya circulaba a litros.
En primavera un campus universitario era el lugar ideal, pensó Ray mientras se acercaba a la cancha y buscaba un sitio cómodo para presenciar el partido. Chicas en pantalones cortos, una nevera portátil siempre a mano, ambiente festivo, partidos improvisados y el verano a la vuelta de la esquina. Tenía cuarenta y tres años, llevaba treinta y seis meses soltero y estaba deseando volver a sentirse estudiante. La docencia te mantiene joven, decía todo el mundo, y cabía la posibilidad de que efectivamente ayudara a conservar la energía y la agudeza mental, pero lo que en realidad quería Ray era sentarse sobre una nevera portátil junto con todos los alborotadores y codearse con las chicas.
Un grupito de colegas permanecía de pie detrás del catcher con aire indolente, sonriendo valerosamente mientras el equipo de la facultad salía al campo con una alineación muy poco impresionante. Varios jugadores cojeaban. Y la mitad llevaba una especie de rodillera. Vio a Carl Mirk, adjunto del decanato e íntimo amigo suyo, apoyado contra una valla con el nudo de la corbata aflojado y la chaqueta echada sobre los hombros.
—Menudo equipo tenemos —le dijo Ray.
—Espera verlos jugar —contestó Mirk.
Carl era de una pequeña ciudad de Ohio, donde su padre era Juez local, santo local y abuelo de todo el mundo. Él también se había largado con el juramento de no regresar nunca más.
—Me he perdido el primer partido —dijo Ray.
—Ha sido para morirse de risa. Diecisiete a cero después de dos turnos de entrada.
El jugador de los alumnos que intervino en primer lugar efectuó el primer lanzamiento hacia el exterior izquierdo, un doble de rutina, pero, para cuando el exterior izquierdo y el exterior central se acercaron renqueando, acorralaron la pelota, le propinaron un par de puntapiés, se pelearon por ella y finalmente la lanzaron hacia el diamante, el jugador ya había alcanzado la base y se perdió la oportunidad.
Los alborotadores del exterior izquierdo se pusieron histéricos. Los alumnos de las gradas pidieron a gritos que siguieran fallando.
—La cosa irá a, peor —auguró Mirk.
Y así fue, en efecto. Tras presenciar unos cuantos desastres más, Ray ya tuvo suficiente.
—A principios de la semana que viene tendré que irme —dijo entre dos juegos—. Me han llamado de casa.
—Se te nota en la cara el entusiasmo —observó Mirk—. ¿Otro entierro?
—Todavía no. Mi padre ha convocado una cumbre familiar para discutir su herencia.
—Lo siento.
—No lo sientas. No hay mucho que discutir y nada por lo que pelearse, de manera que probablemente todo resultará de lo más desagradable.
—¿Tu hermano?
—No sé quién causará más problemas, si mi hermano o mi padre.
—Pensaré en ti.
—Gracias. Informaré a mis alumnos y les encargaré tareas. Creo que conseguiré dejarlo todo arreglado.
—¿Cuándo te vas?
—El sábado, y creo que regresaré el martes o el miércoles, pero cualquiera sabe.
—Nosotros aquí estaremos —dijo Mirk—. Y es de esperar que esta serie ya haya terminado para entonces.
Una floja pelota rebotada en el suelo rodó por entre las piernas del lanzador sin que nadie la tocara.
—Creo que ahora ya ha terminado —señaló Ray.
A Ray nada le amargaba más la vida que la idea de regresar a casa. Llevaba más de un año sin acercarse por allí, aunque en realidad lo que deseaba era no regresar jamás. Se compró un burrito en una tienda de comida mexicana y se lo comió en la terraza de un café, cerca de la pista de patinaje sobre hielo, donde se reunía la habitual pandilla de bárbaros para pegar un susto a la gente normal. El viejo Main Street era un centro comercial peatonal muy bonito, por cierto, lleno de cafés, tiendas de antigüedades y librerías, y cuando hacía buen tiempo, circunstancia que se producía muy a menudo, los restaurantes cambiaban de ubicación para instalarse en el exterior, donde servían cenas al aire libre.
En cuanto volvió a quedarse soltero de forma tan imprevista, Ray vació su preciosa casa y se mudó al centro, donde buena parte de los viejos edificios se había reformado y convertido en viviendas de estilo más urbano. Su apartamento de seis habitaciones estaba encima de una tienda de alfombras persas. Tenía un pequeño balcón que daba a la calle y, por lo menos una vez al mes, se reunía allí con sus alumnos para tomar un poco de vino y lasaña.
Ya era casi de noche cuando abrió la puerta y subió los ruidosos peldaños de su casa. Se sentía muy solo, pues no tenía pareja, ni perro, ni gato, ni siquiera un pececito de colores. En el transcurso de los últimos años había conocido a dos mujeres que le habían parecido atractivas, pero no había salido con ninguna de ellas. Le daba demasiado miedo empezar una relación. Una pícara estudiante de tercero llamada Kaley se le estaba insinuando, pero sus defensas eran muy sólidas. Su impulso sexual era tan débil que hasta había considerado la posibilidad de acudir a un especialista o de recurrir a algún medicamento milagroso. Encendió las luces y consultó el contestador.
Había llamado Forrest, algo insólito aunque no completamente inesperado. Y, fiel a su costumbre, Forrest se había limitado a llamar sin dejar ningún número. Ray se preparó un té sin teína y puso un poco de jazz para armarse de valor mientras aguardaba la llamada. Resultaba curioso que una conversación telefónica con su único hermano tuviera que costarle un esfuerzo tan grande, pero el caso era que el hecho de hablar con Forrest siempre resultaba deprimente. Ninguno de los dos tenía esposa ni hijos, nada en común más que un padre y un apellido.
Ray marcó el número de la casa de Ellie en Memphis. El teléfono sonó mucho rato antes de que ella contestara.
—Hola, Ellie, soy Ray Atlee —le dijo jovialmente.
—Ah —rezongó ella, como si fuera la octava vez que llamaba—. No está aquí.
Yo estoy bien, Ellie, ¿y tú? Muy bien, gracias por preguntarlo. Me alegro mucho de oír tu voz. ¿Qué tal tiempo hace aquí abajo?
—Sólo llamaba porque él me ha telefoneado —dijo Ray.
—Ya te he dicho que no está.
—Ya te he oído. ¿Tiene algún otro número?
—¿Quién?
—Forrest. ¿Este sigue siendo el mejor número para localizarlo?
—Supongo. Se pasa aquí casi todo el día…
—Por favor, ¿podrás decirle que le he llamado?
Se habían conocido en el centro de desintoxicación: ella por alcoholismo, Forrest por todo un variado menú de sustancias ilegales. Por aquel entonces Ellie pesaba cuarenta y cinco kilos y afirmaba que, durante casi toda su vida de adulta, se había mantenido exclusivamente a base de vodka. Logró dejarlo, se recuperó, triplicó su peso y, de paso, consiguió arrastrar consigo a Forrest. Era para él más una madre que una pareja y ahora lo tenía en una habitación del sótano de su hogar ancestral, una vieja y misteriosa casa de estilo victoriano en el centro de Memphis.
Ray aún sostenía el teléfono cuando el aparato sonó.
—Hola, hermano —dijo Forrest. ¿Has telefoneado?
—Sí, quería devolverte la llamada. ¿Qué tal va todo?
—Bien, al menos hasta que me llegó una carta del viejo. Tú también la has recibido, ¿verdad?
—Sí, hoy mismo.
—Por lo visto se imagina que sigue siendo Juez y nos ha confundido con un par de progenitores negligentes, ¿no te parece?
—Él siempre será el Juez. ¿Has hablado con él?
Forrest soltó un bufido y después se produjo una pausa.
—Llevo dos años sin hablar con él por teléfono y hace tantos años que no pongo los pies en la casa que ni siquiera me acuerdo de cómo es. No sé muy bien si voy a ir el domingo.
—Irás.
—Y tú, ¿has hablado con él?
—Hace tres semanas. Llamé yo, no él. Me dio la impresión de que estaba muy enfermo, Forrest, no creo que viva mucho tiempo. Me parece que deberías considerar muy en serio…
—No empieces, Ray. No pienso escuchar un sermón.
Se instaló un pesado silencio en cuyo transcurso ambos respiraron hondo. Por su condición de adicto perteneciente a una destacada familia, Forrest llevaba mucho tiempo recibiendo sermones y consejos que no había pedido.
—Perdón —se disculpó Ray—. Yo tengo intención de ir. ¿Y tú?
—Supongo que también.
—¿Estás limpio?
La pregunta era muy personal, pero tan habitual como comentar el tiempo. La respuesta de Forrest era siempre directa y sincera.
—Ciento treinta y nueve días, hermano.
—Estupendo.
En cierto modo. Cada día de abstinencia era un alivio, pero el hecho de tener que contar al cabo de veinte años resultaba desalentador.
—Además, he encontrado trabajo —añadió Forrest.
—Qué maravilla. ¿De qué se trata?
—Colaboro con unos picapleitos de aquí, un hatajo de perezosos hijosdeputas que se anuncian a través de la televisión por cable y acechan alrededor de los hospitales. Yo les consigo casos y cobro una comisión.
Resultaba un poco difícil valorar un trabajo tan miserable como aquél, pero, tratándose de Forrest, cualquier actividad laboral representaba una buena noticia. Había sido fiador, notificador de citaciones, recaudador de impuestos, guarda de seguridad, investigador privado y, en distintos momentos, había intentado desarrollar prácticamente todas las actividades correspondientes a los niveles más bajos del ejercicio de la abogacía.
—No está mal —dijo Ray.
Forrest empezó a contarle una anécdota acerca del arreglo de una boda en la sala de urgencias de un hospital, y en ese punto Ray dejó de escucharle. Su hermano también había trabajado como gorila de un bar de striptease, una profesión efímera, pues lo dejó cuando le propinaron un par de palizas en una sola noche. Se había pasado todo un año recorriendo México en una Harley-Davidson nueva; jamás se supo muy bien de dónde había sacado los fondos para aquel viaje. Había intentado trabajar como matón por cuenta de un prestamista de Memphis, pero, una vez más, la violencia no se le dio muy bien.
Los trabajos honrados jamás le habían llamado la atención aunque, a decir verdad, los entrevistadores solían quedarse estupefactos ante su historial delictivo.
Dos delitos de mayor cuantía, relacionados con las drogas; ambos habían sido cometidos antes de cumplir los veinte años, pero, aun así, constituían unas manchas permanentes en su currículum.
—¿Vas a hablar con el viejo? —preguntó.
—No, ya lo veré el domingo —contestó Ray.
—¿A qué hora llegarás a Clanton?
—No lo sé. Sobre las cinco, supongo. ¿Y tú?
—Dios dijo a las cinco en punto, ¿no?
—Pues sí.
Ray se pasó una hora dando vueltas alrededor del teléfono, pensando que iba a llamar a su padre simplemente para saludarlo y después, cambiando de opinión, que cualquier cosa que le dijera ahora también se la podría decir más tarde en persona. El Juez aborrecía los teléfonos, sobre todo los que sonaban por la noche y quebraban su soledad. Por lo general no contestaba. Y, si se ponía al teléfono, solía mostrarse tan grosero y malhumorado que el comunicante se arrepentía de haberse tomado la molestia.
El Juez vestiría pantalones negros y una camisa blanca pulcramente almidonada y llena de agujeritos causados por la ceniza de su pipa.
Porque el Juez siempre había llevado las camisas de aquella manera. A él una camisa blanca de algodón le duraba diez años, cualquiera que fuera el número de manchas y de agujeritos de ceniza que tuviera, y cada semana en Mabes Cleaners, la lavandería de la plaza, se la lavaban y almidonaban. La corbata tendría tantos años como la camisa y el estampado sería en tonos oscuros y sin apenas color. Y siempre tirantes azul marino.
Estaría ocupado en el escritorio de su estudio bajo el retrato del general Forrest y no sentado en el porche, esperando a sus hijos. Querría que pensaran que tenía mucho trabajo que hacer, incluso un domingo por la tarde, y que su llegada carecía de importancia para él.