Verano en el Piedmont, serenos y despejados cielos, con unas estribaciones montañosas cada día más verdes mientras el valle de Shenandoah cambiaba de aspecto a medida que los campesinos trazaban sus impecables surcos. Habían anunciado lluvias para el día siguiente, aunque ninguna predicción meteorológica era digna de crédito en el centro de Virginia.
Con casi trescientas horas de vuelo, Ray empezaba cada jornada con un ojo puesto en el cielo mientras corría sus ocho kilómetros. Podía correr con lluvia o con sol, pero no volar. Se había prometido a sí mismo (y a su compañía de seguros) que no volaría de noche ni se adentraría en las nubes. El noventa y cinco por ciento de todos los accidentes de pequeños aparatos ocurría con mal tiempo o durante la noche y, después de casi tres años de práctica, Ray seguía empeñado en ser un cobarde. «Hay viejos pilotos y pilotos audaces —decía el adagio—, pero no viejos pilotos audaces». Él creía en ese dicho a pies juntillas.
Además, la zona central de Virginia era demasiado hermosa para sobrevolarla estando nublado. Él esperaba el tiempo ideal, cuando el viento no lo empujaba dificultándole los aterrizajes, cuando la bruma no oscurecía el horizonte y lo podía inducir a extraviarse, cuando no había la menor amenaza de tormenta o lluvia. Los cielos despejados durante su carrera matinal determinaban el resto de su jornada. Podía cambiar la hora del almuerzo, anular una clase, aplazar sus investigaciones a un día de lluvia o a una semana de lluvia en caso necesario. En cuanto se producía una previsión apropiada, Ray se largaba al aeródromo.
Estaba al norte de la ciudad, a quince minutos por carretera de la Facultad de Derecho. En la Academia de Aeronáutica Docker, solía recibir el rudo saludo de Dick Docker, Charlie Yates y Fog Newton, los tres pilotos retirados que eran propietarios de la academia y habían entrenado a casi todos los pilotos particulares de la zona. Celebraban diariamente su sesión en la Carlinga, una hilera de viejas butacas de teatro colocadas en el despacho de la parte anterior de la academia de aviación, donde bebían litros de café mientras contaban historias de vuelos y trolas cada vez más escandalosas a medida que transcurrían las horas. Todos los clientes y alumnos recibían la misma dosis de malos tratos verbales, tanto si les gustaba como si no: lo tomaban o lo dejaban, a ellos les daba igual, pues cobraban unas pensiones estupendas.
La aparición de Ray dio lugar a una nueva tanda de chistes sobre abogados, ninguno de los cuales resultaba gracioso en especial, pero cuyos finales suscitaban indefectiblemente unas estentóreas carcajadas.
—No me extraña que no tengas alumnos —comentó Ray mientras rellenaba los impresos.
—¿Adónde vas? —preguntó Docker.
—A abrir unos cuantos boquetes en el cielo.
—Daremos aviso al control del tráfico aéreo.
—Estáis demasiado ocupados para eso.
Tras haberse pasado diez minutos bromeando y rellenando los impresos del alquiler del aparato, Ray estuvo en condiciones de volar. Por ochenta dólares la hora podía alquilar un Cessna capaz de elevarle a más de un kilómetro y medio de la tierra, lejos de la gente, los teléfonos, el tráfico, los alumnos, las investigaciones y, aquel día en concreto, cada vez más lejos de su padre moribundo, su insensato hermano y el jaleo que lo esperaba cuando regresara a casa.
En la pista general había lugar para treinta aparatos ligeros. Casi todos ellos eran pequeños Cessna con alas muy altas y trenes de aterrizaje fijos, todavía los aviones más seguros que jamás se hubieran fabricado. Al lado de su Cessna de alquiler había un Beech Bonanza, una belleza monomotor de doscientos caballos de potencia que Ray aprendería a manejar en un mes con un poco de entrenamiento. Volaba casi setenta nudos más rápido que el Cessna y disponía de dispositivos suficientes como para que a cualquier piloto se le cayera la baba. Para colmo de males, el Bonanza estaba en venta —cuatrocientos cincuenta mil dólares—, fuera de su alcance, pero por poco. El propietario era constructor de centros comerciales y quería un King Air, según los más recientes análisis efectuados en la Carlinga.
Ray se apartó del Bonanza y se concentró en el pequeño Cessna que aguardaba a su lado. Como todos los pilotos inexpertos, inspeccionó cuidadosamente su aparato siguiendo el orden que figuraba en una lista de chequeo. Fog Newton, su instructor, iniciaba cada lección con un espeluznante relato de fuego y muerte causado por pilotos demasiado impacientes o perezosos como para seguir la lista de chequeo.
Tras comprobar que todas las piezas y las superficies exteriores estaban en perfectas condiciones, abrió la portezuela y subió, abrochándose el cinturón de seguridad. El motor se puso suavemente en marcha y las radios cobraron vida. Terminó una maniobra de predespegue y llamó a la torre. Lo precedía el vuelo de un abonado diario, por lo que, a los diez minutos, cerró las portezuelas y recibió autorización para el despegue. Se elevó en el aire y giró al oeste, hacia el valle de Shenandoah.
A doce mil metros de altura, sobrevoló el monte Afton, situado no mucho más abajo que él. Unos cuantos segundos de turbulencias zarandearon el aparato, pero no fue nada fuera de lo corriente. Una vez superadas las estribaciones montañosas y cuando ya se encontraba por encima de las alquerías, el aire se calmó. La visibilidad oficial era de treinta kilómetros, aunque, a aquella altitud, su vista alcanzaba hasta mucho más lejos. No tenía techo, ni una sola nube. A quince mil metros de altura, las cumbres de Virginia Occidental se elevaron lentamente en el horizonte. Ray completó todas las comprobaciones incluidas en una lista de chequeo a bordo, empobreció la mezcla de combustible para un crucero normal y se relajó por primera vez desde que rodó por la pista para situarse en posición para el despegue.
El parloteo de la radio desapareció y ya no volvería a oírlo hasta que entrara en la zona de la torre de Roanoke, a sesenta kilómetros al sur. Decidió evitar Roanoke y permanecer en un espacio aéreo no controlado.
Ray sabía por experiencia personal que los psiquiatras cobraban doscientos dólares la hora en la zona de Charlottesville. Volar era mucho más barato y eficaz, aunque había sido precisamente un psiquiatra de mucho renombre quien le había sugerido que se buscara una nueva afición, y cuanto antes, mejor. Había estado visitando a aquel hombre porque necesitaba ver a alguien. Exactamente un mes después de que su esposa presentara la demanda de divorcio, dejara su trabajo y se largara de la casa que ambos habían compartido en la ciudad, llevándose tan sólo la ropa y las joyas, todo ello con despiadada eficiencia en menos de seis horas, Ray dejó al psiquiatra por última vez, entró dando tumbos en la Carlinga y recibió el primer improperio por parte de Dick Docker o de Fog Newton, no recordaba cuál de los dos.
El insulto fue como un bálsamo: alguien se preocupaba por él. Siguieron otros, y Ray, a pesar de lo herido y confuso que se sentía, descubrió que había encontrado un hogar. Ahora ya llevaba tres años recorriendo los claros y solitarios cielos de las montañas del Blue Ridge y el valle de Shenandoah, calmando su cólera, derramando unas cuantas lágrimas y contándole su vida al asiento vacío de al lado. Ella se ha ido, le repetía el asiento hasta la saciedad.
Algunas mujeres se van y después vuelven. Otras se van y se arrepienten amargamente. Otras se van con tanto descaro que jamás miran atrás. La desaparición de Vicki de su vida había sido tan bien planeada y su puesta en práctica se había llevado a cabo con tanta frialdad que el primer comentario del abogado de Ray había sido: «Déjalo correr, tío».
Ella había encontrado una oferta más conveniente, como los deportistas que cambian de equipo en el momento en que expira el plazo de su contrato. Aquí tienes la nueva camiseta, sonríe ante las cámaras y olvídate del otro fichaje. Una buena mañana, mientras Ray estaba en el trabajo, ella se fue en una limusina. La seguía una furgoneta con sus pertenencias. Veinte minutos más tarde entró en su nuevo hogar, la mansión de una finca de cría equina al este de la ciudad, donde Lew el Liquidador la estaba esperando con los brazos abiertos y un acuerdo prematrimonial. Lew era un tiburón de las finanzas cuyas incursiones le habían reportado más o menos quinientos millones de dólares, según había averiguado Ray, y a la edad de sesenta y cuatro años había cambiado sus fichas por dinero en efectivo, se había largado de Wall Street y, por alguna razón desconocida, había elegido Charlottesville para establecer su nuevo nido.
En el transcurso de dicho proceso había conocido a Vicki, le había ofrecido un trato, la había dejado embarazada del hijo que Ray hubiera debido engendrar y, ya con una esposa tan decorativa como un florero y su nueva familia, quería convertirse en el nuevo Pez Gordo del lugar.
«Ya basta», dijo Ray en voz alta a mil quinientos metros de altura. Por supuesto, nadie le contestó.
Suponía, y esperaba, que Forrest no estuviera bebido ni colocado, aunque semejantes suposiciones por lo general resultaran infundadas y semejantes esperanzas no solieran cumplirse. Después de veinte años de desintoxicaciones y recaídas, cabía dudar de que su hermano lograra superar sus adicciones.
Ray estaba seguro de que Forrest no tendría ni un dólar, algo estrechamente relacionado con sus hábitos. Dada su situación económica, buscaría dinero y trataría de encontrarlo en el patrimonio de su padre en cuanto éste muriera.
Pero el dinero que el Juez no había destinado a obras benéficas, lo había arrojado al abismo sin fondo de la desintoxicación de Forrest. Había malgastado en ello no sólo muchos años sino también tanto dinero que prácticamente había excomulgado a Forrest de sus relaciones paterno-filiales, tal como sólo él hubiera podido hacer. Se había pasado treinta y dos años sentenciando separaciones matrimoniales, arrebatando hijos a padres, entregando niños a hogares adoptivos, alejando para siempre de sus hogares a enfermos mentales, enviando a padres delincuentes a la cárcel, imponiendo toda una serie de drásticas y trascendentales condiciones simplemente con su firma. Al principio de su carrera como Juez, la autoridad se la otorgaba el estado de Misisipí, pero, andando el tiempo, acabó aceptando únicamente las órdenes de Dios.
Si alguien podía expulsar a un hijo, ése era el Juez de equidad Reuben V. Atlee.
Forrest fingió no inmutarse ante su destierro. Se creía un espíritu libre y afirmaba llevar nueve años sin poner los pies en Maple Run. Una vez había visitado al Juez en el hospital, cuando éste sufrió un infarto que había inducido a los médicos a convocar a la familia. Sorprendentemente, en aquella ocasión estaba libre de sus vicios.
—Cincuenta y dos días, hermano —le susurró orgullosamente a Ray mientras ambos aguardaban en el pasillo de la UCI. Cuando la desintoxicación funcionaba, Forrest parecía un marcador deportivo ambulante.
Si el Juez hubiera tenido alguna intención de incluir a Forrest en su testamento, el más sorprendido habría sido el propio Forrest. Pero, ante la posibilidad de que el dinero o los bienes estuvieran a punto de cambiar de titular, Forrest acudiría en busca de todas las migajas y las sobras que lograra recoger.
Cuando estaba sobrevolando el New River Gorge cerca de Beckley, Virginia Occidental, Ray dio media vuelta y regresó. A pesar de que el coste de los vuelos era inferior al de la terapia, tampoco es que fuera barato. El contador estaba en marcha. Si le tocara la lotería, se compraría el Bonanza y volaría a donde se le antojara. En cuestión de un par de años, podría disfrutar del año sabático que le correspondía, un respiro que le permitiría alejarse de los rigores de la vida académica. Pero su sueño era alquilar un Bonanza y perderse en el cielo.
Cuando se hallaba a veinte kilómetros al este del aeródromo llamó a la torre de control y le facilitaron instrucciones para su entrada en el tráfico aéreo. El viento era ligero y variable, y el aterrizaje sería cosa de coser y cantar. Cuando estaba efectuando la última maniobra de aproximación y su pequeño Cessna empezaba a deslizarse en un descenso impecable, se oyó la voz de otro piloto por la radio. Éste se identificó ante el controlador como «Challenger-doscuatro-cuatro-delta-mike», situado a veinticuatro kilómetros al norte. La torre autorizó su aterrizaje en segundo lugar, después del Cessna.
Ray relegó los pensamientos acerca del otro aparato justo el tiempo suficiente para efectuar un aterrizaje de manual y después se apartó de la pista y empezó a rodar hacia la rampa.
Un Challenger es un jet privado de construcción canadiense con capacidad de entre ocho y quince plazas, según la configuración. Puede volar de Nueva York a París sin escalas y por todo lo alto, con un auxiliar de vuelo que se encarga de servir las bebidas y las comidas. Un aparato de primera mano vale unos veinticinco millones de dólares, según la interminable lista de opciones que ofrece.
El 244DM era propiedad de Lew el Liquidador, que se lo había birlado a una de las muchas desventuradas empresas que había saqueado y esquilmado. Ray lo vio aterrizar a su espalda y, por un segundo, abrigó la esperanza de que se estrellara e incendiara allí mismo en la pista para poder disfrutar del espectáculo. Pero no fue así y, mientras adquiría velocidad en la pista de rodaje de la terminal privada, Ray se vio de repente en una apurada situación.
Desde su divorcio había visto a Vicki un par de veces y lo cierto es que en ese momento no le apetecía verla, él con un Cessna de veinte años de antigüedad mientras ella bajaba por la escalerilla de su jet de color dorado. A lo mejor, no viajaba a bordo. A lo mejor, el único ocupante era Lew Rodowski que regresaba de una nueva correría.
Ray cortó la salida de la mezcla de combustible, el motor se detuvo y, al ver que el Challenger se aproximaba, se agachó cuanto pudo en el asiento.
Cuando el aparato se detuvo a menos de treinta metros del lugar donde él permanecía agazapado, un reluciente Suburban negro se acercó a la rampa con excesiva rapidez y las luces encendidas, como si algún ilustre representante de la realeza acabara de llegar a Charlottesville. Bajaron dos jóvenes con idénticas camisas verdes y pantalones cortos caqui, listos para recibir al Liquidador y a cualquier otra persona que se encontrase a bordo con él. Se abrió la portezuela del Challenger, tendieron la escalerilla y, atisbando por encima del tablero de instrumentos, Ray observó fascinado cómo bajaba en primer lugar uno de los pilotos del aparato, cargado con dos bolsas de la compra de gran tamaño.
A continuación apareció Vicki con los gemelos. Simmons y Ripley ya tenían casi tres años y los pobrecillos habían sido bautizados con unos apellidos neutros en lugar de unos nombres de pila porque su madre era una idiota y su padre ya había engendrado nueve hijos antes que a ellos, y probablemente le importaba un carajo cómo se llamaran. Eran dos varones, eso Ray lo sabía con toda certeza porque leía las noticias del periódico local: los nacimientos, las defunciones, los robos, etc. Habían nacido en el Martha Jefferson Hospital siete semanas y tres días después de que se dictara la sentencia final de divorcio por mutuo acuerdo de los Atlee, y siete semanas y dos días después de que una embarazadísima Vicki se casara con Lew Rodowski.
Sujetando la mano de los niños, Vicki bajó con cuidado la escalerilla. Los quinientos millones de dólares le sentaban bien: unos ajustados vaqueros de diseño envolvían sus largas piernas, unas piernas que habían adelgazado considerablemente desde que ella se incorporara a la alta sociedad. De hecho, Vicki daba la impresión de estar espléndidamente muerta de hambre, con unos brazos esqueléticos, un traserito aplanado y las mejillas pegadas al hueso. Ray no le distinguió los ojos porque los ocultaba detrás de unas gafas de sol de cristales panorámicos, según la última moda de Hollywood o de París, como uno prefiriera.
En cambio no podía decirse que el Liquidador se muriera de hambre, precisamente. Ahora esperaba con impaciencia detrás de su actual esposa y su actual camada. Afirmaba correr maratones, pero muy pocas de las cosas que decía en letra impresa resultaban ser ciertas. Tenía una tripa descomunal, había perdido la mitad del cabello y la otra mitad había encanecido con los años. Ella tenía cuarenta y un años y aparentaba treinta. Él había cumplido los sesenta y cuatro, aunque aparentaba setenta o, por lo menos, eso pensaba Ray con gran satisfacción por su parte.
Al final llegaron al Suburban mientras los dos pilotos y los dos chóferes se ocupaban del equipaje y las bolsas de compra de Saks y Bergdorf. Un rápida excursión de compras a Manhattan, un viaje de cuarenta y cinco minutos en el Challenger.
El Suburban se alejó a toda velocidad: el espectáculo había terminado. Ray se incorporó en el asiento del Cessna.
Si no la hubiera odiado tanto, hubiera permanecido sentado largo rato allí, rememorando su matrimonio.
No había habido advertencias, discusiones ni avisos previos. Simplemente, ella había encontrado una oferta mucho mejor.
Abrió la portezuela para respirar y advirtió que tenía el cuello de la camisa empapado en sudor. Se secó las cejas y bajó del aparato.
Por primera vez que él recordara, deseó no haber ido al aeródromo.