La Citación llegó por correo ordinario, el anticuado sistema de siempre, pues el Juez tenía casi ochenta años y desconfiaba de los métodos modernos. Nada de correos electrónicos, ni siquiera faxes. No utilizaba contestador automático y jamás le había gustado demasiado el teléfono. Escribía sus cartas a máquina con dos dedos, una tenue letra cada vez, encorvado sobre su vieja Underwood manual colocada encima de un escritorio de tapa corrediza bajo un retrato de Nathan Bedford Forrest, el famoso general confederado de la guerra de Secesión. El abuelo del Juez había combatido con Forrest en Shiloh y en todo el Profundo Sur y, para él, ninguna figura histórica era más digna de reverencia. A lo largo de treinta y dos años, el Juez no había celebrado juicios el día 13 de julio, fecha del cumpleaños de Forrest.
Llegó junto con otra carta, una revista y dos facturas, y como de costumbre se habían dejado al profesor Ray Atlee en su buzón de la Facultad de Derecho. La reconoció de inmediato, puesto que aquellos sobres formaban parte de su vida desde que alcanzaba su memoria. Era de su padre, un hombre a quien también él llamaba el Juez.
El profesor Atlee estudió el sobre sin saber si abrirlo inmediatamente o bien esperar un poco. La noticia podía ser buena o mala, con el Juez eso jamás se sabía, a pesar de que el viejo se estaba muriendo y las buenas noticias no abundaban. A juzgar por el escaso volumen del sobre, sólo contenía una hoja de papel, lo cual tampoco era insólito. El Juez era muy parco en palabras cuando se trataba de escribir, por más que antaño fuera famoso por sus pomposos discursos desde los estrados de los tribunales.
Era una carta de carácter profesional, de eso estaba seguro. El Juez no era aficionado a las charlas intrascendentes y aborrecía los chismes y las conversaciones ociosas, tanto escritas como habladas. Tomar un té helado con él en el porche significaba revivir la guerra de Secesión, probablemente en Shiloh, donde él culparía una vez más de la derrota de la Confederación a las lustrosas e intactas botas del general Pierre G. T Beauregard, un hombre al que seguiría odiando incluso en el cielo, si por casualidad ambos se veían allí.
No tardaría en morir. Tenía setenta y nueve años y un cáncer de estómago. Padecía un exceso de peso, era diabético y fumador empedernido de pipa, su maltrecho corazón había sobrevivido a tres infartos y le abrumaban toda una serie de achaques de menor consideración que llevaban veinte años atormentándolo y que no tardarían en acabar con él. Durante la última conversación telefónica que mantuvo con él tres semanas atrás, una llamada efectuada por Ray porque el Juez consideraba que las llamadas interurbanas eran un derroche, el viejo se había mostrado débil y agotado. Habían conversado durante menos de dos minutos.
La dirección del remitente estaba impresa en relieve dorado: Juez de Equidad Reuben V Atlee, distrito Veinticinco de Equidad, Palacio de justicia del condado de Ford, Clanton, Misisipí. Ray introdujo el sobre en la revista y echó a andar. Reuben Atlee ya no ocupaba el cargo de Juez de equidad. Los votantes lo habían retirado nueve años atrás, una amarga derrota de la cual jamás se recuperaría. Treinta y dos años de diligente servicio a su comunidad y lo habían echado en favor de un hombre más joven que se anunciaba en la radio y la televisión. El Juez se había negado a hacer campaña. Alegaba que tenía demasiado trabajo y, sobre todo, que la gente ya le conocía y si quería reelegirle, lo haría. Muchos habían considerado arrogante su estrategia. Ganó en el condado de Ford, pero fue derrotado en los otros cinco.
Tardaron tres años en echarle del Palacio de justicia. Su despacho del segundo piso había sobrevivido a un incendio y se había saltado dos reformas. El Juez no había permitido que lo tocaran ni la pintura ni los martillos. Cuando los supervisores del condado lograron que se marchara con la amenaza del desalojo, embaló en varias cajas los inútiles archivos, las notas y los polvorientos libros correspondientes a tres décadas, se lo llevó todo a casa y lo almacenó en su estudio. Cuando el estudio estuvo lleno, amontonó los documentos en los pasillos, en el comedor e incluso en el recibidor.
Ray saludó con la cabeza a un alumno sentado en el vestíbulo. En el exterior de su despacho habló con un colega. Una vez dentro, cerró la puerta y dejó las cartas en el centro de su escritorio. Se quitó la chaqueta, la colgó detrás de la puerta, pasó por encima de un montón de gruesos volúmenes jurídicos, sobre los cuales llevaba medio año pasando, y después se formuló a sí mismo la cotidiana promesa de poner un poco de orden.
La habitación medía tres metros y medio por cuatro y medio, y disponía de un pequeño escritorio y un pequeño sofá, ambos cubiertos por documentos suficientes como para que Ray pareciera un hombre muy ocupado. Sin embargo, no lo estaba. En el semestre de primavera estaba enseñando a los alumnos una parte de la ley antimonopolio. También debería estar escribiendo un libro, otro aburrido y pesado volumen sobre el tema de los monopolios que nadie leería pero contribuiría en gran manera a embellecer su currículum. Era profesor numerario, pero, como todos los profesores serios, estaba gobernado por la máxima de la vida académica, según la cual uno tenía que «publicar o morir».
Se sentó a su escritorio y apartó unos papeles.
El sobre estaba dirigido al profesor N. Ray Atlee, Universidad de Virginia, Facultad de Derecho, Charlottesville, Virginia. Las es y las os estaban tiznadas. La cinta de la máquina habría tenido que cambiar diez años atrás. El Juez tampoco confiaba en los códigos postales.
La N correspondía a Nathan, por el general, pero pocas personas lo sabían. La causa de una de las discusiones más violentas entre ambos había sido la decisión del hijo de prescindir por completo de este nombre e ir por la vida simplemente como Ray.
El Juez siempre enviaba sus cartas a la Facultad de Derecho, jamás al apartamento de su hijo en el centro de Charlottesville. Al Juez le gustaban los títulos y las direcciones importantes, y quería que la gente de Clanton, incluso los funcionarios de correos, supieran que su hijo era profesor de Derecho. No era necesario. Ray se dedicaba a la docencia (y la escritura) desde hacía trece años y todos los que pintaban algo en el condado de Ford estaban al corriente de ello.
Abrió el sobre y desdobló la única hoja que contenía. Ésta también llevaba ostentosamente impreso en relieve el nombre del Juez y su antiguo cargo y dirección, una vez más sin el código postal. Probablemente el viejo disponía de una cantidad ilimitada de papel de escribir.
Estaba dirigida a Ray y a su hermano menor Forrest, los únicos vástagos de un mal matrimonio que había terminado en 1969 con la muerte de su madre. Como siempre, el mensaje era muy breve:
Por favor, tomad las disposiciones necesarias para estar en mi estudio el domingo 7 de mayo, a las cinco de la tarde, a fin de discutir los detalles de la administración de la testamentaría de mis bienes.
Sinceramente,
REUBEN V. ATLEE
La firma se había encogido y parecía un poco trémula e insegura. Durante años aquella firma había figurado en órdenes y decretos que habían cambiado el curso de incontables vidas. Sentencias de divorcio, custodias de hijos, anulación de derechos paternos, adopciones. Ordenes que resolvían problemas testamentarios, contiendas electorales, disputas sobre tierras, discusiones sobre anexiones territoriales. La firma del Juez había causado respeto y representado la autoridad; ahora se había convertido en un garabato vagamente conocido de un anciano muy enfermo.
Pese a ello, Ray sabía que acudiría al estudio de su padre a la hora señalada. Había sido citado y, por mucho que le molestara, no le cabía la menor duda de que él y su hermano se presentarían ante Su Señoría para escuchar un nuevo sermón. Era típico del Juez elegir el día que a él más le convenía sin consultar con nadie.
El Juez, tal vez como la mayoría de los jueces, tenía por costumbre fijar las fechas de las vistas y las audiencias sin la menor consideración hacia los demás. Semejante dureza era precisa cuando uno tenía que cumplir apretadas agendas, litigantes reacios a acatar las disposiciones, abogados ocupados o letrados holgazanes. Pero el Juez había dirigido su familia prácticamente con el mismo criterio con que había dirigido su sala de justicia, lo cual era una de las principales razones de que Ray Atlee estuviera enseñando Derecho en Virginia y no ejerciendo su profesión en Misisipí.
Ray releyó la convocatoria y después la dejó sobre el montón de asuntos pendientes. Se acercó a la ventana y contempló el patio donde todas las plantas estaban en flor. No se sentía irritado ni indignado, simplemente molesto por el hecho de que su padre siguiera gobernando su vida a su antojo. Pero el viejo se estaba muriendo, pensó. Démosle una oportunidad. Ya no habría muchos más viajes a casa.
Los bienes del Juez constituían todo un misterio. El principal activo era la casa, una propiedad de segunda mano de antes de la guerra de Secesión, perteneciente al mismo Atlee que había combatido con el general Forrest. En una umbrosa calle de la vieja Atlanta valdría más de un millón de dólares, pero no en Clanton. Se levantaba en el centro de dos hectáreas y media de terreno a tres manzanas de la plaza de la ciudad. Los suelos estaban hundidos, el tejado presentaba goteras, la pintura no había tocado las paredes en toda la vida de Ray. Él y su hermano obtendrían tal vez cien mil dólares por ella, pero el comprador tendría que gastarse el doble para adecentarla. Ninguno de los dos quería vivir allí; de hecho, Forrest llevaba muchos años sin pisar el hogar familiar.
La casa se llamaba Maple Run, la «Dehesa del Arce», como si se tratase de una finca impresionante con personal de servicio y calendario social. El último empleado había sido Irene, la criada, fallecida cuatro años atrás. Desde entonces nadie había pasado la aspiradora ni encerado los muebles. El Juez pagaba veinte dólares semanales a un delincuente de la zona para que le cortara las malas hierbas, aunque realizaba el desembolso de muy mala gana. Ochenta dólares al mes eran un atraco, en su docta opinión.
Cuando Ray era pequeño, su madre se refería a su casa como Maple Run. Nunca organizaban cenas en su casa sino en Maple Run. Su dirección no era el domicilio de los Atlee en Fourth Street, sino Maple Run de Fourth Street. En Clanton no eran muchos los que tenían una casa con nombre.
Murió de un aneurisma y la velaron sobre una mesa del salón de la parte anterior de la casa. Durante dos días, la ciudad desfiló por el porche principal antes de cruzar el vestíbulo y el salón para rendirle su último homenaje; luego todos entraban en el comedor a tomar un poco de ponche y unos pastelillos. Ray y Forrest se escondieron en la buhardilla, maldiciendo a su padre por el hecho de tolerar semejante espectáculo. La que yacía allí abajo era su madre, una hermosa joven, ahora pálida y rígida en el interior de un ataúd abierto.
Forrest siempre la había llamado Maple Ruin. Los arces rojos y amarillos que antaño flanqueaban la calle habían muerto de no se sabía qué desconocida enfermedad. Los tocones podridos permanecían allí. Cuatro gigantescos robles daban sombra al césped de la parte anterior. Producían toneladas de hojarasca, demasiadas para que alguien la rastrillara y recogiera. Al menos dos veces al año los robles perdían una rama que caía con estrépito sobre algún lugar de la casa, de donde no siempre la retiraban. La casa seguía allí año tras año, década tras década, recibiendo golpes pero sin desplomarse jamás.
Pese a todo, era todavía un bonito edificio de estilo georgiano con columnas, otrora un monumento en honor de sus constructores, pero ahora ya sólo un triste recordatorio de una familia en decadencia. Ray no quería tener nada que ver con ella. Para él, el lugar estaba lleno de recuerdos desagradables y cada visita lo deprimía profundamente. Jamás volvería a vivir en Clanton y estaba claro que no podía permitirse el lujo de mantener una propiedad que se hubiera tenido que derribar. Forrest la hubiera incendiado antes que conservarla.
Sin embargo, el Juez quería que Ray se quedara con la casa y la conservara en la familia. Ray jamás se había atrevido a preguntar: «¿Qué familia?». Él no tenía hijos. Tenía una exesposa, pero no era probable que tuviera otra. Lo mismo cabía decir de Forrest, sólo que éste tenía dos exesposas y una vertiginosa colección de exnovias. En ese momento mantenía una relación con Ellie, una pintora y ceramista de ciento cincuenta kilos, doce años mayor que él.
Era un milagro biológico que Forrest no hubiera engendrado ningún hijo, pero, hasta aquel momento, no se le había descubierto ninguno.
El linaje de los Atlee estaba tocando triste e inevitablemente a su fin, lo cual a Ray le importaba un bledo. Él vivía para sí mismo, no por su padre o por el glorioso pasado familiar. Sólo regresaba a Clanton para los entierros. Jamás se había hablado de las demás propiedades del Juez. La familia Atlee había sido muy rica en otros tiempos, pero eso fue mucho antes de que Ray naciera. Tenían tierras, algodón, esclavos, ferrocarriles y bancos, además de dedicarse a la política: la habitual cartera de valores de las familias sureñas que, en términos monetarios, no significaba nada a finales del siglo XX, aunque otorgaba a los Atlee la categoría de «gente adinerada».
A la edad de diez años, Ray ya sabía que su familia tenía dinero. Su padre era Juez y su casa tenía nombre, lo cual en el Misisipí rural significaba que era francamente rico. Antes de morir, su madre se esforzó por convencer a Ray y a Forrest de que eran mejores que la mayoría de la gente. Vivían en una mansión. Eran presbiterianos. De vez en cuando iban a cenar al Peabody Hotel de Memphis. La ropa que vestían era más bonita.
Más adelante, Ray fue aceptado en la Universidad de Stanford. La burbuja estalló cuando el Juez dijo con toda franqueza:
—No puedo permitirme este lujo.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Ray.
—Creo que está muy claro: no puedo permitirme el lujo de enviarte a Stanford.
—No lo entiendo.
—Pues te lo voy a explicar. Elige la universidad que prefieras; pero si vas a Sewanee, lo pagaré.
Ray fue a Sewanee sin el equipaje de una familia adinerada y su padre le costeó la manutención mediante una asignación que apenas le alcanzaba para la matrícula, los libros, el alojamiento y la cuota de la asociación estudiantil. La Facultad de Derecho estaba en Tulane, donde Ray sobrevivió trabajando de camarero en un bar de comidas marineras del Barrio Francés.
Durante treinta y dos años, Atlee había ganado un sueldo de Juez de equidad, el cual figuraba entre los más bajos del país. Cuando estaba en Tulane, Ray había leído un informe acerca de la remuneración de los jueces y averiguó con tristeza que los jueces de Misisipí ganaban cincuenta y dos mil dólares al año contra el promedio nacional de noventa y cinco mil.
El Juez vivía solo, pasaba muy poco tiempo en casa, no tenía vicios exceptuando la pipa y prefería el tabaco barato. Conducía un viejo Lincoln, comía alimentos de mala calidad pero en considerables cantidades, y vestía los mismos trajes negros que llevaba desde los años cincuenta. Su vicio era la beneficencia. Ahorraba dinero y después lo regalaba.
Nadie sabía cuánto dinero donaba anualmente el Juez. Un diez por ciento iba a parar automáticamente a la Iglesia presbiteriana. Sewanee le costaba dos mil dólares al año, al igual que los Hijos de los Veteranos de la Confederación. Estos tres donativos eran inamovibles. Los demás, no.
El Juez Atlee daba a todos los que le pedían. Un niño tullido que necesitaba unas muletas. Un equipo de primeras figuras que tenía que participar en una competición de ámbito estatal. Una iniciativa del Rotary Club para vacunar a los bebés del Congo. Un refugio para perros y gatos en el condado de Ford. Un tejado nuevo para el único museo de Clanton.
La lista era interminable y lo único que se necesitaba para recibir un cheque era escribir una breve carta de solicitud. El Juez Atlee siempre enviaba dinero y lo llevaba haciendo desde que Ray y Forrest se independizaron.
Ray se lo imaginó ahora perdido entre el desorden y el polvo de su escritorio de tapa corredera, tecleando breves notas en su Underwood e introduciéndolas en sus sobres de Juez de equidad con unos cheques casi ilegibles del First National Bank de Clanton… cincuenta dólares por aquí, cien dólares por allá, un poco para todo el mundo hasta agotarlo todo.
La testamentaría no sería complicada porque habría muy poco que inventariar. Los vetustos libros jurídicos, los desvencijados muebles, las dolorosas fotografías familiares y los recuerdos, los archivos y papeles largo tiempo olvidados… un montón de basura con la que se podría formar una hoguera impresionante. Él y Forrest venderían la casa al mejor postor y se darían por satisfechos si conseguían aprovechar el poco dinero que quedara de la familia Atlee.
Hubiera tenido que telefonear a Forrest, pero semejantes llamadas eran siempre muy fáciles de aplazar. Forrest planteaba toda una serie de cuestiones y problemas muy distintos y mucho más complicados que los de un moribundo y solitario progenitor empeñado en regalar su dinero. Forrest era un desastre viviente y ambulante, un niño de treinta y seis años cuya mente se había embotado por efecto de todas las sustancias legales e ilegales conocidas en la cultura americana.
Menuda familia, murmuró Ray para sus adentros. Fijó en el tablón de anuncios la anulación de su clase de las once y se fue a la terapia.