En la filosofía de Epicuro hay algunas aparentes paradojas: la moral del placer desemboca en un frugal ascetismo, y la universalidad de la amistad epicúrea acaba reduciéndose al marco de un retirado jardín. Es una ética de limitación y renuncia en la que se anticipa una distinción que luego el estoico Epicteto hace famosa: saber qué cosas dependen de uno mismo y cifrar en ellas la felicidad. Esta autarquía del sabio, que ve las tormentas y naufragios del mundo desde su seguro retiro, es la respuesta a una dura lucha. El combate contra el escepticismo por un lado y el determinismo por otro, contra las dudas y terrores supersticiosos, es una postura defensiva.
Para obtener la visión de conjunto que es su filosofía, Epicuro ha procurado fundarse siempre en unos elementos mínimos: los átomos en la materia, las percepciones sensibles en el conocimiento, los significados básicos y primarios en las palabras, las sensaciones placenteras en la moral y el bien del individuo en la sociedad. En esta búsqueda de elementos mínimos básicos se dibuja la desconfianza del filósofo por las síntesis trascendentes: no hay Ideas, ni Providencia, ni Finalidad a la que estos elementos deben subordinarse. El epicúreo no quiere arriesgarse[37].
En un mundo azaroso tampoco la vida humana tiene finalidad. Intrascendente es la ética del placer, sin retórica y sin valores absolutos. En su egoísmo, la cotidiana minucia del vivir humano no se somete a nada superior; el epicúreo es libre y procura gozar de lo que le es dado. En un mundo hostil recela la vanidad de las grandes palabras y de las pasiones y los ideales. El sabio, en cambio, sabe gustar las pequeñas alegrías: el pan, el queso fresco, el agua para la sed, los placeres fáciles y el paseo y la charla con los amigos. Del sufrimiento físico se consuela evocando otros momentos agradables, y la fuerza de su ánimo le proporciona la serenidad ante la inevitable disolución de sus átomos.
Epicuro despreciaba las ansias irracionales de la muchedumbre. Despreciaba también la cultura retórica. «Toma tu barca, hombre feliz, y huye a velas desplegadas de toda forma de cultura», escribe a Pitocles[38]. Toda cultura que no contribuye a la tranquilidad del alma ni procure consuelo o placer es inútil. Es sintomático de nuestro filósofo este desprecio de la paideia, tan ligada a la estimación general en el mundo griego.
Para explicárnoslo podríamos recurrir a la experiencia personal de Epicuro en la situación cultural de su época, triste tiempo de decadencia en que muchos ideales se habían convertido en fórmulas amaneradas y «clichés» retóricos. Pero él señalaba cómo el estudio de la naturaleza y la dedicación a la Filosofía ayudan a vencer el temor, que amenaza al hombre, y le proporcionan alegría y placer. «En las demás ocupaciones cuesta grandes trabajos recoger el fruto una vez cumplida toda la labor; pero, en el ejercicio de la sabiduría, tal placer va a la par con el conocimiento. Pues no se goza después de haber aprendido; se aprende y se goza juntamente» (S. V. 27).
Con el materialismo atomista, Epicuro podía liberarse del temor a la muerte, destacar el valor del hombre y de su libre voluntad; con su creencia en la libre voluntad de sabio y en la fácil felicidad independiente de los acontecimientos exteriores, Epicuro, entre las tapias de su jardín, rodeado de sus amigos, enseñaba a libertarse de todos los fantasmas que oscurecían la vida del hombre. Desengañada y valiente desesperanza. Limitado horizonte, en el que enseñaba a ser sabio y «reírse de la Fortuna» (D. L. X. 133), paisaje de «alimentos terrestres» para la moderada felicidad moral, única felicidad por la que el hombre debe arduamente luchar y que, según Epicuro, el verdadero filósofo puede conquistar con facilidad.
Es ésta una filosofía melancólica y desilusionada, que intenta la sonrisa y evita el tono trágico. Una filosofía que no está dirigida a todo el mundo, sino a unos pocos hombres cansados y meditativos, esos pocos felices, los «happy few»; que se sientan en un recodo del camino, saborean la brisa y otean un lejano paisaje turbulento mientras cae la tarde inevitable.