VII

Para Epicuro, el fin del hombre es el placer, aunque nuestra palabra tiene un sentido menos amplio que la griega hêdonê y diferente del de la latina uoluptas, otra traducción inadecuada[29]. La diferencia de los campos semánticos, que hace impropia nuestra traducción de la palabra griega, es una pequeña dificultad más para tratar de definir una noción tan imprecisa y subjetiva como el significado subyacente a la palabra «placer». Si añadimos a esto las connotaciones sociales que puede tener el término —por ejemplo, en un ambiente puritano puede evocar la agradable violación de algún «tabú» molesto, que no existe en otras éticas más abiertas, como la griega—, podemos entender mejor la frase un tanto exagerada del sagaz Demócrito: «Pare todos los hombres el bien y la verdad son lo mismo, pero lo placentero es diferente para cada uno». (Fr. B 69 D.K). Lo más escandaloso del placer, cuando no va ligado a nociones como las de «pecado» o falta moral, es, sin duda, su carácter individual. Lo subjetivo del placer se manifiesta en la variedad de definiciones que de lo placentero se puedan dar.

El refrán popular que dice «de gustos nada hay escrito» se refiere a la difícil objetividad en este terreno. Las preferencias en este orden podrían ser casi personales. La cuestión de «¿Qué es para ti el placer?», en su respuesta, podría definir a muchos individuos. De ahí la necesidad de precisar este concepto cuando va a ser el centro de una teoría moral. Los tipos de placer, el tiempo y la intensidad de los mismos deben ser ordenados según un cierto patrón. Ya Sócrates en el Protágoras hablaba de buscar la felicidad mediante una ciencia que consistiera en la medición —symmétresis— del placer. Platón, en el Filebo y en el Gorgias, ha procurado superar el subjetivismo de las sensaciones placenteras y dolorosas sometiendo el placer a un criterio más objetivo: la verdad. Hablaba así de placeres auténticos frente a los inauténticos, y esa autenticidad del placer le venía conferida por su referencia última a la Verdad y al Bien, que son, según él, normas objetivas, Ideas a las que se refiere esta realidad y que deben configurar paradigmáticamente el orden social[30].

Aristipo, el predecesor del hedonismo, había obrado ingenuamente al respecto. Para él, el placer auténtico era el sensible, activo y momentáneamente actual. Sin embargo, si medimos por éste nuestra vida, el balance puede resultar muy negativo; pues conseguir este placer de modo continuo no está en nuestro poder, y es difícil que su cantidad pueda compensar el peso del dolor que se amontona en la vida de muchos hombres. De ahí que uno de los cirenaicos más consecuentes, Hegesias el Peisithánatos, predicara el suicidio con tan gran convicción y persuasión que sus charlas mortíferas tuvieron que ser prohibidas por una disposición oficial en el Egipto tolemaico.

Epicuro trazó algunas divisiones muy pertinentes para su teoría, como la de los placeres en movimiento y los perdurables en su estabilidad o catastemáticos, subrayando la mayor importancia de estos últimos frente a Aristipo. Distinguió también entre placeres naturales y necesarios, naturales y no necesarios, y ni naturales ni necesarios, distinción básica a la hora de escoger y ordenarlos. Una tercera división, la de placeres sensibles y espirituales, se halla también esbozada, aunque, por el carácter materialista de su psicología, sus acentos sean distintos de los de la división platónica. Una máxima muy importante (M. C. XX) habla de los placeres de la cama, que son insaciables, mientras que la inteligencia, que conoce las limitaciones de la vida humana, nos procura placeres completos para un tiempo limitado. Una división semejante, que tiene antecedentes platónicos (p. ej., Filebo 52 c-d), puede encontrarse redescubierta por algún psicólogo moderno, por ejemplo, en la distinción de Fromm[31] entre deseos naturales, que pueden satisfacerse fácilmente, y deseos irracionales o insaciables. Estos placeres naturales, que, como diría Aristóteles, consisten en «el desarrollo expedito de una actividad natural» (E. N. 1153 a), o, como diría Freud, son «el alivio de una tensión penosa», resultan la base mínima de la felicidad. «La esencia del bien —ha dicho W. James— reside simplemente en la satisfacción de un deseo». Pero aquí entra en juego el papel del sabio que conoce qué deseos deben y pueden ser satisfechos. El fin del placer es obtener la ataraxia, la paz feliz, la «santa serenidad». En esta moderación, que busca no la exaltación de los sentidos, sino la satisfacción tranquila de los deseos primordiales y la ausencia de dolor y de perturbaciones anímicas, podemos sentir un rasgo muy propio del pensamiento helénico. El paisaje austero de pinos, olivas y montañas del Ática está muy lejos de la fértil campiña de Síbaris. Los placeres de los filósofos del Jardín son sencillos y fáciles.

«El mayor placer está en beber agua cuando se tiene sed y comer pan cuando se tiene hambre» (D. L. X. 131).

A pesar de lo provocativo que resulta su rechazo de la retórica moralizante, provocación a veces buscada por sus punzantes expresiones, es notable lo acorde con la ética griega tradicional que resulta la predicación de Epicuro en algún punto; como en éste de la moderación, tan importante en el pensamiento griego, con su apreciación por la medida y la proporción. Se podría calificar de «apolíneo» el talante de la felicidad buscada por Epicuro —tal vez apuntando a un rasgo de carácter personal—; como opuesto a esa imposible felicidad «dionisíaca», más romántica, basada en el intenso placer de un instante supremo. Es el placer limitado y cotidiano el que da sentido a la vida, no la nostalgia del paraíso desenfrenado. Desde luego que en su rechazo del esfuerzo, de la actitud social competitiva y de la búsqueda de públicos honores y fama, significa un recorte de aquélla. Pero en otros temas la teoría de Epicuro significa sólo una inversión de términos éticos. Decía que «por el placer hay que preferir las virtudes, no por sí mismas, como la medicina por la salud», y que «sólo la virtud es inseparable del placer». (D. L. X. 138).

En el fondo se trata de una ética de resistencia al dolor, de buscar una felicidad natural que se encuentra amenazada por la ambición, el temor y otras vanidades. «El placer de que hablamos consiste en la ausencia de sufrimiento físico y de perturbación del alma» (D. L. X. 131). La definición del placer, que, según Epicuro (D. L. 128-129), es «el principio y fin de la vida dichosa» —arkhên kai télos légomen einai tou makariôs zên—, resulta notablemente negativa. La limitación de los placeres, a que nos lleva una inclinación natural, los hace fáciles de conseguir y estables (M. C. XV). «El pan y el agua dan el mayor placer si se toman por necesidad. Acostumbrarse a un modo de vida sencillo y sin lujo es bueno para la salud, hace al hombre resistente a las constantes exigencias de la vida y nos otorga un estado de ánimo superior en los momentos excepcionales en que disfrutamos de cosas costosas» (D. L. X. 131).

Cuanto menos dependa de los bienes externos, tanto más autárquica es nuestra felicidad. «El mejor fruto de la autarquía es la libertad» (S. V. LXXVII). «Felicidad y bienaventuranza no son fruto del dinero ni de la influencia de ni los honores o el poder, sino de la ausencia de sufrimiento, de la moderación de las pasiones y de un ánimo que contempla los límites del fin natural de la vida» (Plutarco, Vida de Demetrio, 34).