VI

La postura de Epicuro ante la religión no está exenta, para nuestra perspectiva crítica, de una problemática ambigüedad. Contra toda religión providente, causa de terrores y esperanzas, ha polemizado duramente Epicuro. Pero es cosa bien sabida, destacada claramente por el P. Festugière en un excelente estudio, que Epicuro no ha negado nunca la existencia de la divinidad, sino que evocaba con frecuencia y sinceridad la realidad de unos dioses, serenos y apáticos habitantes de los espacios intercósmicos hacia los cuales recomendaba una religiosidad gratuita, puesto que en su eterno olvido de la humanidad la divinidad múltiple y lejana, feliz e indestructible, no se ocupa de reconocimientos afectivos, de agradecimientos y de venganzas (M. C. I.). El famoso ateísmo de los epicúreos, motivo de indignaciones y calumnias populares contra ellos, señalado por Cicerón y por Plutarco, tiene su fundamento en esa concreta negación de unos dioses determinados, los de la religión tradicional, dioses excesivamente antropomórficos como los olímpicos, o dioses de cierto prestigio filosófico, como los astrales, perfectos semovientes en sus fatales órbitas. En lugar de esos dioses, entroniza Epicuro, como correlato objetivo de las creencias e impresiones, unas figuras impasibles y felices que, en su serenidad y apartamiento, son una transferencia ideal del sabio epicúreo a un más allá poco sugestivo. En su felicidad y apatía estos dioses, cuyo conocimiento afirma Epicuro que «es evidente», pueden servir al sabio de modelo. Éste «niega a los dioses, admira su naturaleza y condición, se esfuerza por aproximarse a ellos, aspira, por decirlo así, a tocarles, y llama a los sabios amigos de los dioses y a los dioses amigos de los sabios» (Fr. 386 Us.). En su felicidad se iguala el sabio a la divinidad.

Ahora bien, como ha observado A. Pasquali, en ese isoteísmo del sabio puede haber una conclusión negativa contra la religiosidad práctica: «Nunca una determinación llegó a ser tan negativa como ésta. La epicúrea semejanza del hombre a dios no deriva más hacia una identidad esencial, como el nous o intelecto aristotélico, que era “lo mejor y más próximo a los dioses” (E. N. 1179 a 27). Ella tiende más bien a ser una identificación práctica, no por el ser sino por el hacer; y es aquí donde estalla la paradoja en el seno del isoteísmo tradicional. El dios de Epicuro es el summum de la ataraxía y si la actitud divina a imitar es la indiferencia (hacia el hombre y la naturaleza increada), al imitante no le quedará más recurso que practicar la misma indiferencia, diríase que por recomendación divina. Dios pide que lo imitemos, pero no en el sentido de una recíproca epiméleia, sino en el de una recíproca indiferencia o alejamiento. Es el más brillante juicio ponendo tollens de toda la moral antigua»[27].

Epicuro, sin embargo, no parece haberse apropiado esta deducción lógica. Ofrecía en su propio ejemplo personal muestras de una piedad evidente, al participar de las fiestas tradicionales, como las Antesterias atenienses y los misterios de Eleusis («En las fiestas el sabio —dice Epicuro (en D. L. X. 120)— se regocijará más que los otros»). Escribió un tratado «Sobre la piedad». Con el mismo título conservamos fragmentariamente una obra de Filodemo, el De pietate, donde se recomienda con efusión tal virtud. «Desde la antigüedad muchos de los adversarios de Epicuro han considerado su conducta como desesperadamente inconsecuente con sus ideas en el mejor de los casos, y en el peor como una hipócrita precaución de seguridad destinada a proteger a los epicúreos de la impopularidad y el posible peligro causado por su supuesta irreligión. Hay una parte de verdad distorsionada en esa última sugerencia, ya que Epicuro recomendaba obediencia a las leyes y costumbres del país propio como medios para vivir una vida no perturbada por las tormentas políticas» (Rist). Pero pensar en estas afirmaciones religiosas como cobertura hipócrita de un ateísmo inconfesado resulta demasiado simplista; incluso desde el punto de vista pragmático, puesto que la teoría de Epicuro respecto a los dioses podía parecer a los ojos del vulgo tan revolucionaria como el ateísmo radical.

Al rechazar el fundamento objetivo de la plegaria, que los felices dioses ociosos no atienden, al negar decididamente toda base real a la profecía y a la adivinación, fraudes a la credulidad de los necios, al no admitir recompensa alguna ultramundana, parece que en la religiosidad puede reconocerse tan sólo un aspecto benéfico: el subjetivo de la admiración alegre y desinteresada. Ese pietismo natural de la religiosidad epicúrea es algo radicalmente opuesto a la piedad popular, que siempre intenta extraer beneficios de su comercio con la providencia divina. Ese doble aspecto de la religiosidad epicúrea aparece también en Lucrecio. De un lado el rechazo de la religión tradicional, que tantas desgracias habría acarreado a la humanidad, con su provocación de terrores y vanas esperanzas; de otro, la contemplación reverente y agradecida de una divinidad fuera de todo contagio humano.

Esto era un tanto nuevo y paradójico —por más que puede haber algún eco aristotélico en esta divinidad recluida de humanas preocupaciones—, para la mentalidad antigua. Los estoicos, por más que depuren a la divinidad de sus aspectos más antropomórficos y concretos, admitirán una providencia divina general, dirigida no hacia el individuo, sino hacia el Universo del que participamos, y del que, inmanentemente, participa la divinidad. Y polemizarán en este terreno con los epicúreos.

Pero esos felices dioses de Epicuro, ocupados sólo de la conservación eterna de sus átomos, de una refinada materia, habitan sus intermundos serenos entre los conglomerados atómicos que se descomponen en torno y perecen. Extraña imagen la de ese dios que, como dice Séneca, «in media intervallo huius et alteri caeli desertus sine animali, sine homine, sine re, ruinas mundorum supra se circaque se cadentium evitat non exaudiens vota nec nostri curiosus» (De Beneficiis, IV, 19 - Fr. 364 Us.)

Uno de los mejores conocedores de la religión antigua, W. F. Otto, ha visto en esta doctrina de Epicuro la manifestación de una religión más pura y auténtica. «Por esto no era el materialismo de Epicuro, como podemos juzgar también por él y a su favor, ningún impedimento de la veneración a la divinidad, sino al contrario la liberación de la mirada para la más pura contemplación de lo divino. Pues en cuanto él no reconoce ningún tipo de poder divino en este mundo, excluye todo temor y esperanza, todo beneficio particular de la veneración a la divinidad y le deja sólo y eternamente su función original: la contemplación y veneración de lo divino en cuanto divino»[28].

De nuevo el contraste con el entorno histórico puede realzar el valor de la teoría epicúrea. Si uno reflexiona sobre la creciente superstición de la época helenística, sobre la ansiedad y la angustia que promueven el desarrollo de mil nuevos cultos, con sus credos y sus promesas de salvación trasmundana (a diferencia de la abstención de la religión olímpica), y de todos los violentos fanatismos de que estas creencias se rodean, en ese clima de irracionalismo senil, esta piedad epicúrea representa una expresión espiritual de amable paz.