V

Ataraxia y autarquía son el lema del hombre sano de espíritu, el sabio que es a la vez hombre feliz.

La búsqueda de la felicidad, como ha subrayado bien Festugière[23], era un tema tradicional de la Filosofía para los griegos, pueblo de profundo pesimismo. Pero, cuando Platón intentaba encontrar la eudaimonía en la vida auténtica, se enfrentaba con problemas políticos como los del Gorgias o la República. Para Platón, como hoy para Marcuse, la felicidad del individuo depende de la del orden social. La búsqueda de la felicidad puede ser un programa revolucionario, ya que depende de la sociedad en que el individuo viva. La utopía política resulta el marco de la praxis del filósofo en busca de la auténtica felicidad. El filósofo se puede enfrentar con el dictador en nombre de la felicidad: es el caso de Platón frente a Dionisio de Siracusa[24].

Conviene tener en cuenta esto para ver lo que hay de renuncia en el camino de Epicuro. Política y conducta personal están disociadas en su pensamiento. La política es algo lamentable, una ocupación indigna de un filósofo, a cuyo alrededor se cierran las tapias del Jardín. La política, todo ese desorden y rivalidad en la ciudad por un gobierno que ahora está en manos de violentos caudillos retóricos, o ni siquiera retóricos, es algo que no debe perturbar la vida de un filósofo.

¿Y la justicia? ¿Dónde está la justicia que Platón consideraba como el supremo orden reflejado en el alma de los hombres y en la estructura del cosmos? Aristóteles, mucho más pesimista en política que Platón, porque creía más en los hechos que en las ideas y prefería los datos a las utopías, parecía ya desviarse de este problema.

Pero para Epicuro, este ateniense que regresa a su patria a los treinta y cinco años después de haber vivido en ciudades de inestable gobierno, en un mundo políticamente tan confuso y dominado por los sucesores de Alejandro, ¿qué era la justicia? Desde luego no es «nada en sí mismo», ningún ente absoluto, ninguna idea con valor paradigmático, dirá —M. C. XXXIII— muy antiplatónicamente; «es sólo un contrato mutuo y un medio para conseguir seguridad y tranquilidad».

La ataraxia y la autarquía son propiedades del individuo no subordinado a la ciudad, pretensiones del sabio y no del ciudadano —ya los cínicos habían inventado el cosmopolitismo—, del átomo y no del conjunto social. En el curso de la vida no hay que embarcarse en esa nave metafórica del Estado, barco de locos timoneles y viajeros necios, sino que más vale echarse a nadar solo. «La más pura seguridad fácilmente se obtiene de la tranquilidad y del apartamiento de la muchedumbre» (M. C. XII).

La ataraxia o imperturbabilidad en una época tan profundamente perturbada sólo podía alcanzarse mediante la indiferencia ante los acontecimientos políticos, del mismo modo que la autarquía o independencia en una sociedad sometida a la dictadura de los azarosos espadones de turno. Epicuro ha visto la filosofía como una liberación de todas las preocupaciones exteriores que amenazan la auténtica felicidad de la persona individual. En esta dirección le habían precedido los cínicos, más rigidos y mordaces en su nihilismo social. El ideal del sabio añade a sus rasgos la libertad. Pero los epicúreos no eran revolucionarios activistas. La revolución supondría perturbaciones y vanas ilusiones. El sabio epicúreo no hará retórica ni política, ni buscará el aplauso de la multitud. Y de Epicuro dice Diógenes Laercio (X 10) que «por un exceso de equidad no trató de política». Entre Alejandro y Diógenes probablemente prefería la postura del cínico. Su única política es la negación de la teoría política mediante su apartamiento[25].

La justicia es para él solamente algo negativo: «La justicia, que tiene su origen en la naturaleza, es un contrato recíprocamente ventajoso para evitar hacer o sufrir la injusticia» (M. C. XXXI). «Vive en lo oculto», láthe biosas, es su lema principal.

Este precepto de «¡pasa inadvertido por la vida!» podía resultar para un antiguo griego singularmente escandaloso y moralmente revolucionario. La moral tradicional griega se fundamentaba en una cierta cooperación y competición en la vida pública y en el culto consecuente del heroísmo y la gloria. Ahora, con una ética que no espera ni pretende la aprobación social, sino que se refiere como base al placer individual, toda esa vertiente pública de la moral resulta, de golpe, abandonada.

En la democrática Atenas el ciudadano que se aislaba de la participación política para reducirse a su vida en privado, era un «idiota», término que fue cargándose de una connotación peyorativa. La incitación al idiotismo de los epicúreos es la renuncia a toda esa colaboración social, en la que en otro tiempo, el griego de la democracia mostraba su «areté», virtud por excelencia competitiva. En cambio, Epicuro afirma taxativamente que «el que conoce los términos de la vida… sabe que para nada necesita de asuntos que comportan competición» (M. C. XXI).

El conservador Plutarco que, a unos cinco siglos de distancia, escribe un tratado breve contra esta máxima, representa bien el sentir tradicional. Esa renuncia al sentir agonístico de la «virtud» se inscribe en la renuncia a la praxis política. Es el horaciano verso «Nec vixit male qui natus moriensque fefellit» (Ep. I, 17, 10): «No vivió mal quien pasó desconocido al vivir y al morir».

Como señala acertadamente P. Nizan: «Cuando Epicuro dice que el sabio no hace política (D. L. X. 119), es necesario interpretarlo al pie de la letra, entender que él no juega ningún papel en la “polis”, no se casa, no vota, rehúsa los favores, las magistraturas y vive sólo para sí. Epicuro teme a esa multitud ateniense víctima de una lucha salvaje por la vida: “No me preocupo de agradar a la masa. Pues lo que le gusta, yo lo ignoro, y lo que yo sé sobrepasa su entendimiento”»[26].

Esta disociación entre la felicidad del individuo y los fines de la colectividad es una renuncia dolorosa a uno de los afanes más enraizados del ciudadano ateniense. Ya hemos notado el precedente de los cínicos. Pero el tono es distinto en el apartamiento ante la sociedad de los epicúreos y en el de aquellos anarquistas. El énfasis del cinismo en la provocación y el escándalo suponía una oposición abierta y revolucionaria. El retiro del epicúreo es sólo un recurso para lograr la tranquilidad. Por eso huye de las actitudes extremas: el sabio epicúreo no hará retórica, pero tampoco vivirá como un cínico; evitará la tiranía, pero también la pobreza. Rechaza el patetismo de lo heroico, la retórica de la virtud y la descarada soberbia del inmoralista vagabundo y escéptico. Una vez más aparece la moderación como un rasgo característico. No se excluye una cierta tolerancia hacia los regímenes políticos de tiranía y opresión (en este sentido es notable la oposición a la teoría estoica y a sus heroicos ejemplos históricos de muertos por la defensa de la libertad y de la virtud). La actitud de Epicuro es la de un filósofo cansado y acosado que, para alcanzar la felicidad auténtica, cede al ansia irracional (de la muchedumbre insensata, de los caudillos violentos y de los políticos vacuos) el terreno indominable de la praxis política, y se retira a su mundo interior. «Lo capital para la felicidad es la disposición interior, de la que somos dueños» dice una sentencia de Diógenes de Enoanda, que resume bien el sentir del maestro.

Detrás de esta postura están los desengaños del filósofo, y tal vez no sólo sus desengaños personales, sino también los fracasos de muchos otros filósofos, platónicos y aristotélicos, que intentaron en vano una reforma del poder.

Bajo la dictadura y las tiranías, la palabra política se apresura a cobrar una valoración negativa. Hay épocas dichosas en que la sociedad ofrece al individuo participar en un quehacer común que le ilusiona. Se cree en un orden existente o utópico y en que hay unos valores objetivos por los que vale la pena luchar e incluso morir. Los ideales dan un sentido a la vida del ciudadano. En otros momentos, en cambio, cunde la sospecha de que sólo importa la acción de unos pocos y de que la actividad de todos los demás en la labor común, la política, que cobra una connotación despectiva, es sólo tiempo perdido, alienación. La moral y las antiguas palabras siguen subsistiendo desprovistas de autenticidad y se convierten en mala retórica. A Epicuro, discípulo mediato en este terreno del escéptico Pirrón, le tocó vivir en uno de esos momentos, y su teoría de buscar la felicidad en el placer y en el retiro de la vida pública es un intento de centrar la felicidad no en un eje objetivo, sino en un eje subjetivo, más a nuestro alcance y más gobernable. Sólo el abandono de aquello en que hasta entonces había consistido parte de la tarea del hombre, como en el caso del gangrenado que se amputa un miembro para seguir vivo, podía garantizar la felicidad. «¡Qué descansada vida la del que huye el mundanal ruido!»…