Para explicarnos mejor algunos de los rasgos de su filosofía conviene, desde un principio, tener en cuenta algunos datos de la vida de Epicuro. Época, patria y condición social, si no determinan, condicionan al menos las preguntas y respuestas del horizonte intelectual. Algunas Historias de Filosofía suelen fingir un proceso absoluto y utópico de las ideas, en el que unas teorías filosóficas polemizan con otras sobre un fondo abstracto, con escasas referencias a las circunstancias históricas de la vida de los filósofos, convertida en anécdota marginal a su pesar. Aunque pensamos que en el plano general teórico probablemente nadie defiende hoy esta falsa autonomía del pensamiento frente a la vida personal, sin embargo nunca está de más prevenirnos contra el riesgo de un teorizar ahistórico de un modo concreto. En nuestro caso parece imprescindible la evocación del marco histórico del mundo helenístico en que a Epicuro, el último gran filósofo ateniense, le tocó vivir.
Nació en Samos en el 341 a. C., y pasó en esta isla su niñez y adolescencia. Su padre, Neocles, ciudadano ateniense, se había establecido allí como colono, y se ganaba la vida como maestro de escuela. Era entonces ésta una profesión connotada por un bajo nivel social y una cierta ramplonería de oficio.
Aludiendo a esta condición del padre insultará a Epicuro el satírico Timón, llamándolo «el hijo del maestro de escuela»: «el último de los físicos y el más desvergonzado, el hijo del maestro de escuela, que vino de Samos, el más ineducado de los animales» (D.L. X.3). Las condiciones de su posición familiar no eran las más favorables para una niñez despreocupada.
La familia, compuesta de los padres y cuatro hermanos, parece haber estado muy unida; y las relaciones cordiales de Epicuro con su madre (como muestra la carta dirigida a ella, testimoniada por Diógenes de Enoanda) y con sus hermanos (que le acompañarán en sus viajes y convivirán con él en el Jardín) son ejemplarmente auténticas.
A los dieciocho años Epicuro tuvo que marchar a Atenas, la ciudad de sus antepasados, para prestar servicio militar como efebo, durante dos años. Días revueltos para la orgullosa ciudad, cuya gloria política declinaba ya hacia un recuerdo retórico, los del año 323. En el año anterior el victorioso Alejandro había exigido desde la lejana Asia honores divinos; y los atenienses, escépticos e irónicos, le habían consagrado como a un dios. Entonces llegó la noticia de que, con una impertinencia notable, Alejandro había muerto, a los pocos meses, en Babilonia. Por los mismos días desapareció de la escena griega otro tipo escandalosamente popular: Diógenes, a quien apodaban «el Perro». En su legendario tonel, o más bien en su tinaja, el cínico apátrida que se proclamaba «cosmopolita», y que no habría cambiado su miseria por el imperio de Alejandro, abandonó este mundo cuyas convenciones había ridiculizado y ofendido.
La noticia de la muerte del monarca macedonio incitó a la ciudad de Atenas a un nuevo intento de recuperar su autarquía política, azuzada otra vez por el impenitente Demóstenes. Según una brillante predicción oratoria, «el olor del cadáver de Alejandro iba a llenar el universo». La derrota de la armada ateniense en Amorgos en el 322 fue la última gran batalla de los atenienses por la libertad, la sagrada y renombrada libertad. Demóstenes, acosado en la persecución, se suicidó. En cuanto a Aristóteles, que, temeroso de ser acusado filomacedonio y de impío, se había refugiado en Cálcide, abandonando el Liceo, murió también aquel año después de haber disecado el cosmos y catalogado el universo. Al frente de la escuela quedaba su sucesor, Teofrasto, interesado en continuar una vivisección al por menor de plantas y caracteres psicológicos.
Los dos destructores de la ciudad como marco político, Alejandro y Diógenes, y los dos defensores últimos, Aristóteles en la teoría y Demóstenes en la práctica política, desaparecieron en poco más de un año. Aquel trágico período de 323-321, que fue para Epicuro el del encuentro con la ciudad de sus mayores, la gloriosa Atenas, fue para ella el de la pérdida de sus esperanzas políticas. Desde entonces en Atenas no brillarán los políticos ni los ideólogos, sino tan sólo maestros de cultura, filósofos cargados de pasado y de resignación.
La democracia, tan malherida por las sucesivas crisis y consecuencias bélicas, experimentaba un nuevo revés. Los militares macedonios vencedores reservaron los derechos de ciudadanía a aquellos que poseían más de 2.000 dracmas; es decir, a unos 9.000 atenienses, mientras que más de la mitad de la población se veía privada de ellos. Como decía, amargamente y sin ilusiones, el epitafio compuesto a los muertos en Queronea, años antes: «¡Oh, Tiempo, que ves pasar todos los destinos humanos, dolor y alegría; la suerte a la que hemos sucumbido, anúnciala a la eternidad!».
También en Samos había repercutido la conmoción política. Los colonos atenienses, entre ellos la familia de Neocles, fueron expulsados de la isla. El padre de Epicuro fijó su nueva residencia en Colofón, ciudad de la costa jonia, ilustre como pretendida patria de Homero, y como hogar natal del lírico Mimnermo y de Jenófanes, el poeta crítico y teólogo ilustrado del s. VI. A ella acudió Epicuro a reunirse con su familia, y allí residió desde el 321 al 311, desde sus veintiuno a sus treinta y un años. Durante este tiempo completa su formación filosófica, frecuentando la escuela que en la vecina isla de Teos regentaba Nausífanes, un discípulo de Demócrito y de Pirrón.
Detengámonos en esta formación filosófica, muy significativa para comprender su propia teoría.
El interés de Epicuro por la filosofía parece haber despertado muy temprano: a los 14 años. Según una anécdota, se irritó con su maestro de letras (grammatistés) que no supo explicarle el sentido de la afirmación de Hesíodo de que «primero era el caos», y que lo remitió a los filósofos para su aclaración.
Estas anécdotas de las biografías griegas tienen más interés por su intención significativa que por su autenticidad.
En ésta podemos subrayar dos rasgos: el temprano criticismo del filósofo contra la educación tradicional fundada en la lectura de los poetas, maestros de sabiduría retórica, y la dificultad en admitir esa oposición física de caos y cosmos, que puede relacionarse con su filiación atomista. En efecto, el paso del caos al cosmos parece requerir la apelación a un principio ordenador externo a la materia misma (la divinidad, la Inteligencia divina, o algo así), y a una teleología física, principios que el atomismo excluye, o de que al menos puede prescindir. No sabemos quién pudo haber puesto al joven estudiante en contacto con la física atomista. Su primer maestro de filosofía, que conozcamos, fue el platónico Pánfilo. Detalle interesante, por lo que hemos subrayado de la oposición de Epicuro al platonismo, tanto en sus líneas fundamentales, cuanto en su rechazo decidido de toda educación previa al filosofar (como era la paideia matemática y dialéctica exigida por los académicos).
Es posible que durante su estancia en Atenas asistiera a alguna lectura de Jenócrates, el segundo sucesor de Platón en la jefatura de la Academia. Y que mantuviera algún contacto con los estudiosos del Liceo, donde Teofrasto había sucedido a Aristóteles. Aunque hay algún testimonio de que estudió con el peripatético Praxífanes en Rodas por algún tiempo, existe en esto una dificultad cronológica. Su maestro de los años de formación, entre los veinte y los treinta, ya que el estudio de la filosofía persistía habitualmente un largo período, fue indiscutiblemente Nausífanes de Teos.
Discípulo de Demócrito y relacionado con Pirrón —ya hemos aludido a ello— este atomista con inclinaciones escépticas había escrito un libro llamado El Trípode sobre los tres fundamentos del conocimiento; enseñaba en la costa jonia, lejos de la influencia social de platónicos y peripatéticos, las teorías físicas del atomismo; y exponía una teoría de las emociones que señalaba el fin de la vida serena en la «inalterabilidad» (acataplexía) del ánimo, posición semejante a la de sus maestros, y no muy distante de la del propio Epicuro.
Todos estos detalles hacen más notable la agria reacción de Epicuro contra él, al calificarle de «molusco», «analfabeto», «bribón» y «prostituta», entre otras referencias a su servilismo y su sofistería. Tal vez fue la decepción, al observar la probable incongruencia entre la teoría física, abocada como en Demócrito al determinismo, y la conclusión ética, lo que explica la hostilidad hacia su maestro. «Peor que un oponente, Nausífanes era en términos ideológicos un desviacionista», sugiere J. M. Rist[17]. Esa misma virulencia verbal la atestigua Epicuro con otros filósofos, adjetivando a Platón de «áureo» (burla de la distinción en clases sugeridas por aquél) y a los platónicos de «aduladores de Dionisio» (el tirano de Siracusa), a Aristóteles de «depravado», a Heráclito de «embrollador», a Demócrito de «charlatán», a los dialécticos de «devastadores», y a Pirrón de «inculto» e «ineducado». (D.L. X.8). Del atomista Leucipo negó la existencia (probablemente no como persona física, sino como filósofo).
Estas críticas que no conocemos en detalle, pero que —a pesar de la escasa diplomacia habitual de los filósofos para con sus competidores—, parecen de notable dureza verbal, se explican probablemente por el objetivo moral y pragmático que la filosofía asume para Epicuro. Toda la sabiduría teórica de sus predecesores no habría sido, a sus ojos, desde esa perspectiva moralista, más que una diversión sin conclusiones válidas para la vida. En gran parte «paideia», en el doble sentido de «educación» y «cultura», (despreciable como un superfluo presupuesto del auténtico filosofar para Epicuro), pero no el camino que pudiera conducir hacia la felicidad.
Como observa con acierto Rist, «sea cual sea la razón, personal, filosófica o ideológica, de la hostilidad de Epicuro hacia el maestro de quien probablemente más había recibido, no hay duda de que Epicuro se proclamaba autodidacta. Lo único que esto puede significar si queremos verlo desde una perspectiva amistosa, es que aquello que él valuaba más en su propia filosofía, sus actitudes éticas, sus ideas sobre la libertad y la necesidad y sobre los dioses, eran el producto de su propio pensamiento. Sólo el material bruto de ese pensamiento le había sido proporcionado por sus maestros de hecho, tales como Nausífanes, y sus antecesores espirituales, como Demócrito y Leucipo»[18].
El caso es que, a sus treinta y un años, después de estos diez de aprendizaje técnico, Epicuro fundó su primera escuela propia en Mitilene.
En un año esta escuela fracasó por la hostilidad pública de otros filósofos y de la gente de la localidad, y Epicuro tuvo que abandonar la ciudad. Probablemente sacó algunas conclusiones ventajosas de este fracaso: una mejor prudencia para el futuro y la compañía de Hermarco, fiel discípulo y su sucesor en la dirección del Jardín.
Desde el 310 al 306 Epicuro habita en Lámpsaco, donde se rodeó de un círculo de fieles discípulos y amigos, Idomeneo, Leonteo y su esposa Temista, Metrodoro, personas de posición distinguida en la ciudad; Polieno de Cízico y su amante Hedeia, Colotes (cuyo satírico escrito contra las escuelas filosóficas rivales motivó una réplica de Plutarco 400 años después), y el joven Pitocles, entre otros. Cuando en 306 abandona esta ciudad para instalarse en Atenas, deja en ella un buen recuerdo y un círculo epicúreo de fieles discípulos.
«Durante cierto tiempo filosofó en interrelación con otros filósofos, pero luego se retiró a un ámbito privado fundando la escuela que lleva su nombre» dice Diógenes Laercio (X, 2). No sabemos si ese abandono de la predicación pública para dedicarse a una enseñanza privada y restringida al grupo de seguidores íntimos, se refiere a la estancia en Lámpsaco, y es un resultado del recelo y la desconfianza tras la experiencia de Mitilene sobre la agresividad de otros filósofos y la muchedumbre. Pero es probable que ya el círculo de Lámpsaco fuera, como el Jardín ateniense, un local privado y de cierta familiaridad, más seguro para el cultivo de una libre sinceridad y de la amistad tan preciada.
Cuando Epicuro vuelve de nuevo a Atenas, quince años después de su primera visita, se halla en medio del camino de su vida. Con sus treinta y cinco años ha recorrido varias localidades jónicas prestigiosas en la cultura y la filosofía griegas, desde que su familia en 322 tuvo que abandonar Samos.
En algunas de estas ciudades ha conocido a filósofos devotos de la tradición científica de los jonios y ha fundado escuela de filosofía. Pero la vuelta a Atenas, después de estos quince años de experiencias viajeras, para establecerse allí definitivamente en la escuela que se llamará «el Jardín», es sintomática de su apego a esta ciudad, la única en que podrá sentirse ciudadano.
Más que la propaganda filosófica y la discusión con los rivales de la Academia y del Liceo, o con los futuros predicadores del Pórtico (Zenón de Citio tardaría aún unos años en exponer su doctrina estoica), Epicuro busca la vida reposada y la fecundidad en el trabajo intelectual en aquel ambiente cargado de recuerdo y amarguras. Atenas acababa de ser otra vez «liberada»; ahora (en el 307) por Demetrio Poliorcetes; y es probable que para la fundación de su escuela Epicuro aprovechara la oportunidad de este hecho, que oscurecería la protección política al Liceo y la Academia, de tendencia filomacedonia, que aquel año tuvieron que cerrar sus puertas varios meses.
No sabemos cuáles fueron los avatares psicológicos de Epicuro, ni qué parte de su obra habría compuesto antes de su llegada a Atenas para su establecimiento definitivo. A través del estilo de su prosa, podemos suponer un carácter vehemente y austero. ¡Qué impresión le produciría el pueblo, desengañado y temeroso, adulador y retórico, de Atenas, después de haber recorrido por largos años las ciudades jónicas, de haber encontrado vagabundos apátridas, tiranos engolados, profesores de astronomía y supersticiosos de mil nuevos cultos! Desorden y servilismo en el alma de las muchedumbres necias, que Epicuro despreciará siempre con el mismo talante aristocrático de otros filósofos griegos, como Sócrates, Platón o Demócrito.
Los sucesores de Alejandro intentaban entre tanto repartirse la herencia de un imperio. Los caudillos militares, intrigantes y belicosos, Antígono, Casandro, Lisímaco, Demetrio y Tolomeo, se enfrentaban sin otros afanes ideológicos que sus ambiciones personales, mientras todas esas perturbaciones afectaban a una población cada vez más sumisa y entregada al despotismo de los nuevos monarcas. La vida, con esos inesperados reveses políticos y las consiguientes crisis económicas, había cobrado un perfil de inseguridad, y el ciudadano medio, que un tiempo creyó en su acción personal en la democracia ateniense, se sentía subordinado al caos.
Epicuro compró en Atenas una casa en el respetable distrito de Melite y un «jardín» cerca de la puerta del Dípylon, en la vecindad de la famosa Academia de Platón (como anota De Witt, muchos turistas en siglos posteriores podían combinar en el mismo paseo la visita a los dos santuarios filosóficos. Cicerón y su amigo Atico visitaron así el Jardín en 78 a. C. sorprendiéndose de su pequeñez, tal vez en comparación con las «villas» romanas que ellos conocerían). Señala Farrington que el famoso Jardín (en griego «Kepos») sería tal vez muy parecido a un «huerto», cuyas habas, bien repartidas, sirvieron para mantener a la comunidad epicúrea en algún momento de hambre en Atenas (como en el asedio del año 295)[19]. Las clases y reuniones se celebrarían tanto en la casa como en el jardín. Al parecer existían ciertos grados entre los discípulos; y Epicuro era reverenciado como «el maestro» o «guía» de la comunidad. Entre los componentes de ésta estaban los fieles amigos y seguidores de Lámpsaco; varias mujeres, alguna de respetable posición como la citada Temista, o bien «heteras», como Hedeia de Cízico o la ateniense Laontion (que escribió un tratado contra Teofrasto, elogiado por Cicerón por su estilo excelente); y también esclavos de uno y otro sexo. Este grupo de personas, retiradas a un círculo privado, con sus propias reglas éticas y su concepción del mundo, debía escandalizar un tanto a los maledicentes que consideraban el Jardín, donde se predicaba «el placer», como disipado centro de orgías y alegres contubernios[20].
Para Epicuro, estos años de retiro ateniense fueron de una notable austeridad y de una gran actividad intelectual.
Probablemente la casi totalidad de su enorme obra escrita —que ocupaba más de 300 rollos de papiro, según Diógenes Laercio— fue compuesta entonces. Su salud, delicada siempre, empeoraba hasta tal punto que muchos días no podía tenerse en pie, sus vómitos eran frecuentes, y necesitaba una silla de tres ruedas (su «trikylistos» famoso) para trasladarse de un sitio a otro.
El Jardín, lugar de paz, en un mundo agitado por continuas revueltas y trastornos bélicos, recibía las visitas de amigos y admiradores. Las cartas fragmentarias que conservamos revelan una gran afectividad entre los discípulos y el maestro.
«Envíame —escribe a uno de ellos— un tarrito de queso, para que pueda darme un festín de lujo cuando quiera».
Los placeres de estos pequeños lujos y el recuerdo agradecido de los momentos felices del pasado animaban la serenidad de sus días. Esta alegre moderación del Jardín, un hedonismo que por su limitación resulta casi una ascética, armoniza bien con la antigua máxima apolínea de que la sabiduría consiste en la moderación y el conocimiento de los límites. Como observó Nietzsche, fino catador de humanidad: «una felicidad tal sólo la ha podido encontrar un experimentado sufridor; la felicidad de un ojo, ante el que se ha vuelto sereno el mar de la existencia, y que no puede saciarse de contemplar la superficie de la piel marina que se mece suave y coloreada; nunca antes se presentó una moderación tal de la sensualidad»[21].
Probablemente la impresión de que el mundo está enfermo sin rumbo y sin finalidad, sometidos los hombres a los terrores del futuro y a tormentos mutuos, y ese énfasis en la seguridad y en la filosofía como medicina, responden a una experiencia vital. En la crisis de los valores tradicionales, la adulación retórica había llegado a notables extremos, y como sucede en todos los momentos de perturbación política, el lenguaje había degradado sus significados. Como un ejemplo significativo, el famoso himno de Hermocles a Demetrio Poliorcetes, el inquieto conquistador, le reconocía como a un dios, más cercano y más activo que los dioses tradicionales: «Los otros dioses, pues, o se encuentran muy distantes o no tienen oídos o no existen o no nos prestan un momento de atención, pero a ti te vemos presente, no de piedra ni de madera, sino de verdad».
El himno, compuesto hacia el 290 a. C. por encargo del propio Demetrio, es un síntoma de los tiempos. Mientras tanto, un filósofo a la moda, Evémero de Mesana, cuya obra iba a cobrar rápidamente un amplio prestigio, exponía en la corte macedonia su teoría sobre el origen de la religión. En ella sostenía que los dioses no son más que antiguos héroes y reyes benefactores, divinizados por la gratitud y el irónico olvido de las generaciones mortales. En la teoría repercute un reflejo de la deificación de los grandes conquistadores de la época helenística.
¡Qué diferentes los dioses que, a su propio ejemplo y semejanza, afirmará Epicuro, apartados y felices de los tumultos del mundo, como el sabio auténtico! También él será llamado un dios por sus discípulos (así Lucrecio, V, 8 y ss.), que tal vez recordarán su propia expresión: «En nada, pues, parece hombre mortal quien vive entre inmortales bienes». (D.L. X. 135); bienes como la sabia templanza y la amistad.
Para Epicuro el filosofar se caracteriza como la búsqueda de un remedio contra la confusión de su época. La Filosofía es definida de modo característico como medicina del alma, y el cuidado médico del alma es el oficio del filósofo, que se transforma así en un psiquiatra o psicoanalizador de una sociedad perturbada por el temor y la servidumbre. En esta terapia psíquica hay un recuerdo socrático: therapeía tês psychês, «cuidado del alma», era para Sócrates la actividad filosófica, a lo que ahora se añade un nuevo acento sobre la enfermedad colectiva que hay que evitar. Ya el sofista Antifonte había insistido en esta virtud médica de la Filosofía, y su método de curación por la palabra hacía de su ideario una téchne alypías, de ciertos ecos en los tratamientos psicosomáticos de la moderna medicina[22].
En Atenas muere Epicuro treinta y cinco años después; años que podemos suponer de reposo y actividad filosófica frente a la ajetreada primera época de su vida. Desde su retiro presenció con desilusión los sucesos de la política ateniense y griega de la época, política confusa y envilecida.
Frente a las perturbaciones de su tiempo, el filósofo busca la imperturbabilidad o ataraxia; y, frente a la servidumbre y el servilismo, la capacidad de gobernarse a sí mismo. La independencia que la ciudad ha perdido, puede el sabio todavía guardarla para sí mismo en su retiro y su mente libre. «El mejor fruto de la autarquía es la libertad». (S. V. LXXVII).