II

Ya a primera vista el sistema filosófico de Epicuro destaca más por su coherencia que por su originalidad. Recoge en una nueva síntesis algunas teorías anunciadas por pensadores anteriores de la tradición filosófica griega: el atomismo físico de Leucipo y Demócrito, el hedonismo de Aristipo de Cirene, el empirismo de Aristóteles, la búsqueda de la ataraxia de los escépticos; y en su rechazo de las convenciones sociales y de la política, coincide con los cínicos, los escépticos y los primeros estoicos.

Toda filosofía tiene un carácter dialéctico; pretende ser antítesis de unos sistemas filosóficos precedentes y síntesis de otros para responder a sus perdurables problemas.

Epicuro, como otros filósofos helenísticos, se encuentra con un rico pasado filosófico que, en parte, recoge, con notables retoques, como en lo que respecta a la Física de Demócrito y a la teoría ética del hedonismo. Sin embargo, después de las críticas platónicas y aristotélicas, el retorno de Epicuro a estas bases teóricas materialistas se hace con una nueva conciencia.

En el mismo respecto la posición del filósofo viene definida por el rechazo de una parte de esa tradición. En este caso la oposición más extrema está marcada por su enfrentamiento a Platón. Ya hemos señalado que este rasgo había sido perspicazmente subrayado por Kant; y, en definitiva, el libro reciente de B. Farrington ha vuelto a destacar esta antítesis insistiendo en su aspecto político. Es un buen método para definir el de referirse a los términos opuestos, y evidentemente, el platonismo representa el opuesto del epicureísmo en casi todos sus aspectos.

Epicuro no alude explícitamente a esta decisiva oposición. Sabemos que nuestro filósofo, al contrario que algún estoico pedante como Crisipo, no solía hacer citas en sus escritos. Pero la polémica se siente latente en su obra. En el mundo de los átomos no ocupaban ninguna función las arquetípicas ideas. Del mismo modo, Platón, frecuentemente generoso con sus adversarios, había silenciado el nombre del fecundo Demócrito, como si en él recelara un peligroso enemigo o como si su obra no mereciera la pena de salvarse del olvido. Los postulados básicos del platonismo (duplicidad del mundo inteligente y mundo sensible, enfrentamiento de cuerpo y alma, carácter divino del alma humana inmortal y anhelante del mundo trascendente, desprecio del cosmos físico, creencia en unos valores éticos y políticos absolutos, y exigencia de una utópica jerarquía social para establecer el reino de la justicia del gobierno de los filósofos) habían sufrido ya críticas duras de Aristóteles. Los discípulos de la Academia no parecen haber sustentado con energía la totalidad del sistema, sino que, como si profesaran el idealismo con mala conciencia, se dedicaron a la matemática. Pero Epicuro sostiene precisamente las tesis contrarias al platonismo: la existencia de un único mundo sensible y un único conocimiento auténtico, el de los sentidos, entre los que el básico es el tacto. Para Epicuro, el alma es también corporal y perece con su cuerpo, al disgregarse sus átomos; existen los dioses, pero no con fines modélicos ni teleológicos, sino como seres apáticos y ociosos, arrinconados en los espacios intercósmicos; los placeres básicos son los del cuerpo, los de la carne; la moral es relativa; el bien no es algo objetivo y trascendente, sino que está referido siempre al placer; y en fin, la sociedad basada en un orden justo le interesa al epicúreo muy poco.

La canónica epicúrea, su teoría del conocimiento, se basa en el papel primordial de las sensaciones, que nos suministran el material de nuestro conocimiento. Esta teoría empírica del conocimiento, en cuyos pormenores técnicos no conviene detenernos ahora, supone por sí misma una crítica radical del idealismo platónico y de toda la corriente racionalista griega que empieza en Parménides. Pero, con su empirismo, Epicuro se opone tanto al idealismo como a la teoría escéptica de que el conocimiento real es imposible. Si el empirismo resulta un freno a las ilusiones, un tanto ingenuas de la razón absoluta de fundar en sí la realidad, es a su vez una base para defenderse de otro de los grandes peligros de la Filosofía: el escepticismo. El agnosticismo radical de su contemporáneo Pirrón (360 - 270 a. C.) era una tentación atractiva en un mundo intelectual hastiado de controversias dogmáticas. Entre esos dos polos, idealismo y escepticismo, intenta Epicuro, de modo más radical que Aristóteles y Demócrito, tender el puente entre el sujeto cognoscente y la realidad objeto del conocer. El empirismo empieza con la desconfianza en el conocimiento; pero, a diferencia del escepticismo, pretende no concluir en ella, sino utilizarla sólo como un punto de partida para la toma de contacto posible con la realidad.

Para el fundamento gnoseológico y para su teoría física, Epicuro encontró una concepción ya elaborada en el atomismo, como visión materialista del mundo físico y del conocimiento, que había podido recoger probablemente a través de las enseñanzas de Nausífanes de Teos, discípulo de Demócrito y de Pirrón, cuya escuela frecuentó en su juventud (321-311). Parece que, de un modo general, también la teoría sobre el progreso de la humanidad que encontramos expuesta en Lucrecio (V, 922 -1455), puede ser una repercusión de las ideas de Demócrito, así como la concepción de la imperturbabilidad o ataraxia puede relacionarse con la teoría de Pirrón.

Los dos grandes sistemas metafísicos de Platón y de Aristóteles se resquebrajaban ya en manos de sus discípulos inmediatos, y sólo fragmentos de estos grandes edificios teóricos se desarrollaban en los cursos lectivos del Liceo, que derivaba hacia unos estudios científicos cada vez más especializados, y en los de la Academia, abocada hacia las matemáticas y el escepticismo. Como su casi coetáneo Zenón, el estoico, Epicuro edifica su sistema aprovechando esa bancarrota de las dos grandes escuelas atenienses, integrando elementos de otras filosofías anteriores e instrumentalizando la totalidad del pensamiento filosófico en una función ética.

En los postulados básicos hay una notable coincidencia, explicable por razones de su contexto histórico-social, entre la doctrina de Epicuro y la de los primeros estoicos; aunque luego el desarrollo divergente de ambas teorías, y el compromiso de los estoicos con la política y la sociedad los haya llevado a una oposición tajante. La subordinación de todo el sistema filosófico a una conclusión moralista es un rasgo típico de ambas escuelas, y es un rasgo que responde a una necesidad del tiempo angustiado en que estas filosofías surgen. Esta acentuada conexión entre la teoría y la praxis moral es característica de ambos sistemas, con sus pretensiones de ofrecer un camino de salvación para un tiempo indigente.

Esta derivación de la filosofía helenística hacia el moralismo puede ser valorada de modo diverso, según la perspectiva del crítico. Si consideramos el enorme andamiaje metafísico de las teorías platónica y aristotélica como un logro permanente del espíritu, sin duda puede advertirse en las filosofías helenísticas una disminución de rigor y de tensión especulativa. Pero si somos escépticos acerca de la real dimensión de todas esas magníficas y admirables abstracciones teóricas, si desconfiamos de la dialéctica y de la metafísica, apreciamos de otro modo el énfasis y la conclusión pragmática de las nuevas teorías. Frente a la anterior disociación entre teoría y vida, ahora el naufragio político obliga a plantearse la función del filosofar de un modo más directo, inmediato y vital. Se aceptan menos prejuicios que en las perspectivas de la filosofía clásica, y la filosofía se vuelve fármaco soteriológico, cauterio medicinal, instrumento para la salvación en una circunstancia caótica y ruinosa.