He aquí una filosofía que tiene la virtud de suscitar el apasionamiento. En pro o en contra invita a tomar partido. El rechazo escandalizado o la adhesión entusiasta han señalado, a lo largo de la historia, el contacto con la doctrina de Epicuro; una doctrina que, con afán evangélico, busca y promete a sus adeptos la felicidad, ofreciéndose como remedio contra el dolor y los sufrimientos, como la medicina contra las enfermedades de la vida espiritual.
Seguramente ninguno de los pensadores de la antigüedad ha sido tan calumniado ni tan trivialmente malinterpretado como Epicuro. Tampoco ninguno ha suscitado alabanzas tan entusiastas. Para sus discípulos era como un dios, al decir de Lucrecio (V, 8); para otros, el primer cerdo de la piara epicúrea, ese rebaño jovial al que el poeta Horacio se jactaba irónicamente de pertenecer (Ep. I, 4, 16).
Del epicureísmo, que no fue una teoría de talante escolar, sino una concepción del mundo abierta a los vientos callejeros y radicada en una circunstancia histórica bien precisa, la del ocaso político de la ciudad griega a fines del siglo IV antes de Cristo, nos han llegado a nosotros ecos muy dispersos, y matizados con frecuencia de afectividad. De los numerosos escritos de su fundador, uno de los filósofos antiguos de mayor producción literaria, no nos queda casi nada. Ni un libro del casi medio centenar de tratados que escribió Epicuro[1]. Tan sólo breves fragmentos, algunas sentencias escogidas, y tres cartas o epítomes, preservadas por un azar feliz. La inclusión de éstas en la obra de un erudito historiador de la filosofía, Diógenes Laercio, a más de cinco siglos de distancia de Epicuro, las ha salvado del naufragio casi total de sus textos.
La desaparición de la obra escrita de Epicuro ha sido en parte efecto de la desidia aniquiladora de los siglos, pero en buena parte también resultado de la censura implacable de sus enemigos ideológicos.
Muchos filósofos, adictos de algún sistema idealista o metafísico, habrían suscrito con gusto el parecer de Hegel, cuando dice: «las obras de Epicuro no han llegado hasta nosotros, y a la verdad que no hay por qué lamentarse. Lejos de ello, debemos dar gracias a Dios de que no se hayan conservado; los filósofos, por lo menos, habrían pasado grandes fatigas con ellas»[2].
Ignoraba sin duda Hegel que, unos mil quinientos años antes, otro idealista de catadura muy diferente, el emperador Juliano, al que los cristianos apodaron el Apóstata, había formulado ya esa acción de gracias a la divinidad por la desaparición de las obras de Epicuro[3]. En su afán de reformar cultural y moralmente a los sacerdotes de su tiempo, el emperador Juliano, en su condición de Pontífice Máximo, prohibía al clero la lectura de libros escépticos o de epicúreos, considerados perniciosos por su crítica corrosiva. Y en este punto no hay dudas de que los cristianos estaban totalmente de acuerdo con él. Adeptos de uno u otro credo religioso, o sectarios de algún dogmatismo filosófico, vieron en Epicuro a un peligrosísimo adversario y competidor, negador impío de la trascendencia mundana y enemigo de la Religión y del Estado.
De la doctrina epicúrea sabemos también por las noticias —en forma de citas criticadas— de algunos pensadores de tendencia opuesta, más nobles o más eclécticos, más propensos a la discusión que al anatema, que polemizan contra ella.
Entre éstos hay que citar en primer rango a Cicerón, Séneca, Plutarco y Sexto Empírico.
Frente a ellos están los testimonios de los discípulos fervorosos: el magnífico poema del exaltado Lucrecio (De Rerum Natura, compuesto hacia el 60 a. C.), y los fragmentos de Filodemo y de Diógenes de Enoanda. Filodemo de Gádara, docto escritor y poeta del s. I a. C., amigo de Cicerón, poseía una biblioteca, redescubierta a finales del s. XVIII en las excavaciones de Herculano, con numerosos volúmenes de obras de Epicuro y comentarios filosóficos, convertidos en papiros carbonizados, que, muy fragmentariamente, nos es posible leer.
Diógenes de Enoanda, apasionado epicúreo del siglo II d. C., mandó escribir sobre un muro público allá en su lejana Capadocia natal algunas de las benéficas sentencias de Epicuro, como un legado filantrópico a la humanidad sufriente.
La arqueología ha descubierto en 1884 esta antigua inscripción parietal. El prólogo de la misma nos parece revelador del espíritu evangélico con que los epicúreos sentían la doctrina que profesaban. Dice el texto así:
«… Situado ya en el ocaso de la vida por mi edad, y esperando no demorar ya mi despedida de la existencia sin un hermoso peán de victoria sobre la plenitud de mi felicidad, he querido, para no ser cogido desprevenido, ofrecer ahora mi ayuda a los que están en buena disposición de ánimo. Pues si una persona sólo, o dos, o tres, o cuatro, o cinco, o seis, o todos los demás que quieras, amigo, por encima de este número, que no fueran muchísimos, me pidieran auxilio uno por uno, haría todo lo que estuviera en mi mano para darles el mejor consejo.
»Ahora cuando, como he dicho antes, la mayoría están enfermos en común por sus falsas creencias sobre el mundo, como en una epidemia, y cada vez enferman más —pues por mutuo contagio uno recibe de otro el morbo como sucede en los rebaños—, es justo venir en su ayuda, y en la de los que vivirán después de nosotros. Pues también ellos son algo nuestro aunque aún no hayan nacido.
»El amor a los hombres nos lleva además a socorrer a los extranjeros que lleguen por aquí. Puesto que los auxiliadores consejos del libro ya se han extendido entre muchos, he querido utilizar el muro de este pórtico y exponer en público los remedios de la salvación…
»Pues hemos disuelto los temores que nos dominaban en vano, y en cuanto a los pesares, hemos hecho cesar los vacuos sobre el futuro, y los físicos los hemos reducido a un mínimo en su conjunto…»[4].
Y a continuación venían algunos de los lemas y consejos capitales de Epicuro.
Aún hoy es difícil acercarse a esta filosofía epicúrea con desinterés e imparcialidad. De ella nos admiran todavía dos rasgos: su coherencia y su vitalidad. Filosofía para la vida, surgida en un momento de crisis y de desesperanza, ofrece soluciones a una problemática eterna, la de la muerte, el dolor, el temor ante el futuro, el incierto destino del hombre. Los mismos temas nos acucian aún, y ante las consideraciones de Epicuro hay que decidir una postura vital con personales e indeclinables riesgos. De la experiencia histórica de su momento, él supo extraer una consecuencia crítica sobre el existir personal, una visión del mundo que tal vez algunos puedan calificar de pesimista, la de que no hay un sentido natural ni trascendente en el universo ni en la vida humana, y de que la sociedad con su estructura de poder amenaza el único bien auténtico del individuo: su libertad personal. En esa situación, la Filosofía se hace mester de desconfianza en los valores reconocidos por la retórica oficial y se refugia en la subjetividad individual. Falta de fe en las síntesis y en las ideas trascendentes, acude a los elementos mínimos: las sensaciones placenteras en la moral y los átomos de la materia como último reducto para edificar su comprensión de una realidad despiadada en su insignificancia. El materialismo filosófico, que se relaciona con una física atomista y una teoría empirista del conocimiento, concluye en una ética individual que sitúa el fin de la vida en la felicidad de los placeres serenos de este mundo, negando cualquier providencia trascendente con sus efectos de temores y esperanzas. Es ésta una respuesta al problema del vivir humano cuya radicalidad no puede ser ignorada. Una solución demasiado humana y terrestre para el sentir de algunos, lo que ha producido santas y venerables indignaciones contra los epicúreos, y ha favorecido, como decíamos, la pérdida de la mayor parte de la obra escrita de Epicuro.
Frente al desprecio crítico de Hegel, el joven Karl Marx, en su tesis doctoral sobre Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro (1841), subraya el profundo sentido humanista de la filosofía epicúrea y destaca el esfuerzo de Epicuro por acomodar en un universo materialista de mecánica atómica un espacio para la libre actuación del hombre[5]. Lenin, contestando a Hegel, anota que Epicuro «pasa junto al fondo del materialismo y de la dialéctica materialista»[6]. Y esta analogía en su concepción del universo ha atraído hacia Epicuro la simpatía teórica de muchos marxistas, que ven en él «el representante de la dialéctica materialista de los griegos». «En realidad Epicuro defendía la ciencia contra la religión, la dialéctica contra la escolástica, la “línea materialista” de Demócrito contra la “línea idealista” de Platón», ha escrito recientemente un profesor de la Universidad de Moscú, con exageración un tanto simplista[7].
Mucho más ponderado era el parecer de Kant, quien, aunque sólo conocía el epicureísmo a través de autores latinos, suele citar este sistema como lo opuesto al platonismo en una extremada alternativa que el filósofo crítico debería evitar: es el «empirismo dogmático» frente al «dogmatismo racionalista». Kant elogia el empirismo gnoseológico en que se apoya la Física epicúrea, pero rechaza las consecuencias morales negativas del epicureísmo desde el punto de vista de la «razón práctica». Epicuro no distinguía, a su parecer, entre «ignorar» y «negar»; y el prolongamiento dogmático del escepticismo y el materialismo inicial no le habría permitido postular una ética del deber, como lo permite el agnosticismo metafísico de la crítica kantiana. El enfrentamiento con Platón y la íntima conexión entre Física y Etica en Epicuro están bien esquematizados por el agudo sentido filosófico de Kant[8]. Sobre este enfrentamiento y esta relación volveremos a insistir.
De momento queremos sólo sugerir que el intento por comprender la filosofía de Epicuro puede ser algo más que una curiosidad histórica, resucitada a expensas de la penosa erudición filosófica. La verdadera comprensión implica algo más.
En el reconocimiento de la dialéctica vital de un pensamiento y su dinámica sociohistórica puede haber una lección de vivo interés personal, incluso a veintitantos siglos de distancia. La devoción proverbial que en sus discípulos suscitaban los sencillos consejos del filósofo ateniense, ese amable «dios del Jardín», como decía Nietzsche[9], puede encontrar ecos todavía. En nuestros días, filólogos como A. Bonnard o B. Farrington tienen para él palabras que recuerdan el entusiasmo de Diógenes de Enoanda, o de Lucrecio, o la simpatía del erudito Diógenes Laercio[10]. Y no deja de ser sintomático que en un reciente congreso filológico en torno al epicureísmo griego y latino, dos de los más famosos historiadores actuales de la Filosofía antigua, P. M. Schuhl y J. Brun, trataran de la semejanza entre la filosofía epicúrea y el pensamiento contemporáneo. La ponencia del primero se titulaba Actualidad del epicureísmo y la del segundo Epicureísmo y estructuralismo, coincidiendo ambos en señalar las analogías notables entre el sistema del antiguo pensador, materialista, antimetafísico, hedonista, y anárquico, y algunas de las corrientes intelectuales más avanzadas del momento presente[11].