La escena tiene lugar a mediados de septiembre. El fin de semana anterior, cogió dos kilos de moras, forró veinticuatro libros de texto (¡veinticuatro!) y ayudó a Kate a recortarle las pezuñas a la cabra. Claire vino con él y sustituyó a Dad ante las ollas de cobre, mientras charlaba durante horas con Yacine.
La víspera, había sentido un flechazo total por el herrero y estaba pensando en reconvertirse y dedicarse a ser la nueva Lady Chatterley.
—¿Habéis visto ese pecho debajo del delantal de cuero? —se extasió hasta la noche—. ¿Lo has visto, Kate? ¿Lo has visto?
—Olvídalo. En lugar de cerebro tiene un martillo en la cabeza…
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has comprobado?
Kate esperó a que Charles estuviera en la habitación de al lado para decirle que sí, que había pasado por ese yunque…
—Sí, bueno, da igual —suspiraba nuestra picapleitos preferida—, ese pecho…
Unas horas más tarde, sobre unas almohadas tan felices como ellos, Kate le preguntaría a Charles si iba a pasar el invierno.
—No comprendo el sentido de tu pregunta…
—Entonces olvídala —murmuró ella dándose la vuelta y devolviéndole el brazo para poder tumbarse boca abajo.
—¿Kate?
—¿Sí?
—Es que es una expresión ambigua…
—…
—¿De qué tienes miedo, amor mío? ¿De mí? ¿Del frío? ¿O del tiempo?
—De todo.
Como única respuesta, la acarició largo rato.
El pelo, la espalda, el bottom.
Ya no luchaba con las palabras.
No había nada que decir.
Volver a hacerla gemir.
Hasta que se quedara dormida.
Ahora estaba en su despacho y trataba de comprender los resultados gráficos del análisis de los arcos sometidos a cargas desiguales provoc…
—¿Qué es toda esta mierda? —Philippe surgió de pronto de su despacho tendiéndole un taco de papeles.
—No lo sé —contestó, sin apartar los ojos de la pantalla de su ordenador—, pero me lo vas a decir tú…
—¡La confirmación de una inscripción a un concurso de mierda para hacer una sala de fiestas de mierda en un agujero perdido entre vacas y paletos! ¡Eso es lo que es!
—No va a ser ninguna mierda mi sala de fiestas —replicó él muy tranquilo inclinándose sobre sus gráficos.
—Charles… ¿de qué va esto? ¿Descarrilas o qué? Me entero de que estabas en Dinamarca la semana pasada, que a lo mejor vas a volver a trabajar para el viejo Siza, y ahora est…
Puso el salvapantallas del juego Balltrap, rodó hacia atrás con su silla y cogió su chaqueta.
—¿Tienes tiempo de tomar un café?
—No.
—Pues sácalo.
Y como Philippe se dirigía ya hacia la cocinita del estudio, añadió:
—No. Aquí no. Fuera. Tengo un par de cosillas que contarte…
—¿De qué me quieres hablar ahora? —suspiró su socio bajando las escaleras.
—De nuestro contrato de matrimonio.
Cinco tazas vacías los separaban.
Por supuesto, no le había contado lo fuerte que era sujetar los cuernos de una cabra aterrorizada mientras otra persona le hacía la pedicura, pero sí lo suficiente para que su compañero se hiciera una idea de la extraña arca en la que se había embarcado.
Silencio.
—Pero… ¿qué… qué has ido tú a hacer en ese rincón perdido?
—Encontrarme —sonrió.
Silencio.
—¿Te sabes el dicho sobre el campo?
—No, a ver, ¿cómo es…?
—«De día te aburres, y de noche pasas miedo».
Seguía sonriendo. No veía muy bien cómo podía alguien aburrirse ni un solo segundo en esa casa y de qué podía tener miedo cuando tenía la suerte de dormir en brazos de una súper heroína…
De pechos tan bonitos…
—Y no dices nada —prosiguió Philippe abrumado—, estás ahí, sonriendo como un bobo…
—…
—Te vas a aburrir a saco.
—No.
—Claro que sí… Ahora estás en una nube porque estás enamorado, pero… ¡joder, tío! Ya vamos sabiendo un poco cómo es la vida, ¿no?
(Philippe estaba atacando su tercer divorcio).
—Pues no… Yo precisamente no sabía cómo era…
Silencio.
—¡Eh! —dijo, dándole una palmada en el hombro—, no te estoy anunciando que me largo dentro de quince días, sólo te estoy anunciando que voy a trabajar de otra manera…
Silencio.
—Y todo este jaleo por una mujer a la que apenas conoces, que vive a quinientos kilómetros, que ya tiene cinco críos a cual más hecho polvo y que lleva calcetines de pelo de cabra, ¿es eso?
—No se podría resumir mejor la situación…
Silencio mucho más largo todavía.
—Si quieres que te diga mi opinión, Balanda…
(Ah… Ese tonillo paternalista de tío rancio y amargado… Odioso…).
Su socio, que se había dado la vuelta para captar la atención del camarero, volvió a sus puntos suspensivos y soltó:
—… es un proyecto precioso.
Y mientras le sujetaba la puerta del café:
—Oye… ¿no hueles un poco a caca de vaca?