—Bueno, ¿qué…? ¿Has encontrado un trébol de cuatro hojas?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Por nada —se rió Mathilde.
Se había encaramado al alféizar de la ventana.
—Parece que nos vamos mañana…
—Yo no tengo más remedio que volver a París, pero tú te puedes quedar algún día más si quieres… Kate te acompañará a la estación…
—No. Me voy contigo.
—¿Y no… no has cambiado de opinión?
—¿Sobre qué?
—Sobre tu modalidad de custodia y lo de con quién vas a vivir…
—No. Ya iremos viendo… Me adaptaré… Me parece que el que caerá en el olvido será mi padre, pero bueno… Aunque ni siquiera sé si se dará cuenta de nada… En cuanto a mamá… nos vendrá bien a las dos…
Dejó sus papeles dos minutos y se volvió hacia ella.
—Nunca sé cuándo hablas en serio y cuándo fanfarroneas… Tengo la impresión de que últimamente estás encajando muchas cosas y encuentro tu alegría un poco sospechosa…
—¿Qué quieres que haga?
—No sé… Que estés enfadada con nosotros…
—Pero ¡si estoy enfadadísima con vosotros, no te preocupes! Os encuentro estúpidos, egoístas y decepcionantes. Adultos, vamos… Además estoy súper celosa… Ahora tienes un montón de niños aparte de mí y siempre te marcharás al campo… Pero hay cosas en la vida que uno no se puede bajar de internet, ¿eh?
—¿Y te molesta lo de que Sam se venga a vivir con nosotros?
—No… Es un tío guay… Y además tengo curiosidad por ver cómo se las apaña este tío en el instituto Henri IV…
—¿Y si la cosa no marcha bien?
—¡Entonces te preocuparás tanto que te saldrán canas! Ah, no, ¡olvidaba que estás calvo!
Jijiji.
Los acompañaron todos al completo hasta el andén, y Kate no necesitó escapar para despedirse de él: volvía la semana siguiente para recoger a su joven interno.
Se deshizo de los niños repartiéndoles unas monedas ante la máquina de caramelos, cogió a su amor por la nuca y la bes…
Se oyeron «Uuuuuuuhs» por todos lados, cerró la boca para hacerlos callar, pero Kate se la volvió a abrir a la vez que blandía el dedo del anillo, enseñándolo, por si a alguien se le había olvidado.
—Bah, vaya una cosa —dijo Yacine burlón—, en el libro de los récords salen unos americanos que se besaron durante treinta horas y cincuenta y nueve minutos sin parar.
—No te preocupes, Patator. Ya practicaremos…