Es el último dibujo.

Y es su nuca…

El trocito de ella que Anouk había tocado con un gesto tan furtivo y que Charles acababa de acariciar durante horas.

Era muy temprano, ella aún dormía, estaba tumbada boca abajo y, por el minúsculo ventanuco, un rayo de luz le revelaba lo que tanto había lamentado no discernir en la oscuridad.

Era aún más hermosa de lo que su mano le había sugerido…

Le subió la sábana hasta los hombros y cogió su cuaderno. Con delicadeza, le apartó el pelo, se prohibió volver a besar ese lunar por miedo a despertarla y dibujó la cumbre más alta del mundo.

La cesta estaba volcada, y la botella, vacía. Le había contado, entre dos abrazos, cómo había llegado hasta ella. Desde las partidas de canicas hasta Mistinguett, encajada entre el asfalto y lo poco de él que aún palpitaba aquella mañana…

Al hablarle de Anouk, de su familia, de Laurence, de su profesión, de Alexis, de Nounou, le confesó que la había amado desde el primer minuto, alrededor de aquella gran hoguera, y nunca había echado a lavar el pantalón que llevaba entonces para conservar en el fondo de los bolsillos el serrín que le había dejado en la palma de la mano al saludarlo.

Y no sólo ella, de hecho… también sus hijos… «Sus hijos» y no «los niños», porque por mucho que tratara de defenderse, por muy distintos que fueran, eran todos a su imagen… Absoluta y maravillosamente sparky.

Creyó al principio que se sentirla demasiado impresionado, o emocionado, para hacerle el amor como lo hacía en sus sueños, pero luego habían venido también las caricias, las confesiones y las palabras de Kate… El efecto saludable de la botella y las notas de miel y de cítricos de ambas…

Su vida, su historia, se había entregado sin trabas y la había amado en consecuencia. Sincera y cronológicamente. Primero como un adolescente algo torpe, luego como un estudiante concienzudo, después como un joven arquitecto ambicioso, luego como un ingeniero inventivo y, por fin, y fue lo mejor, como un hombre de cuarenta y siete años, sereno, rapado, feliz, que había alcanzado una meta lejana que nunca había previsto y mucho menos esperado, y sin más bandera que plantar que esos miles de besos que, uno al lado de otro, formarían el molde para galletas más preciso.

Su cuerpo. Lo desmenuzaría. Lo mordisquearía. Se atiborraría con él. Sería como Kate quisiera que fuera…

Sintió su mano buscando la suya, cerró su cuaderno y se aseguró de no haberse equivocado con las perspectivas…

—¿Kate?

Acababa de abrir la puerta.

—¿Sí?

—Están todos aquí…

—¿Quiénes?

—Tus perros…

—Bloody hell…

—Y la llama también.

—Ooooh… —gimieron las sábanas.

—¿Charles? —le dijo ella a su espalda.

Estaba sentado en la hierba, mordiendo un melocotón del color del cielo.

—¿Sí?

—Será siempre así, ¿sabes…?

—No. Será mejor.

—Nunca nos dejarán en p…

Kate no pudo terminar la frase, mordía una boca con sabor a melocotón.