El dibujo no es suyo, ocupa una página doble y no es exactamente un dibujo.

Fue Sam el que copió a grandes rasgos el recorrido para memorizarlo.

Cuadrados, cruces, líneas de puntos y flechas en todos los sentidos…

De modo que aquí lo tenemos ya… Ese famoso concurso de doma por el que se había largado…

Tercer fin de semana del mes de agosto… Todavía no se había atrevido a sacar el tema delante de Mathilde, pero tenían los días contados. Su buzón de voz estaba saturado de amenazas, y Barbara, muy lista ella, se las había agenciado para encontrar el número de teléfono de Kate. Todo el mundo lo estaba esperando, ya tenía concertadas una decena de citas, y París empezaba a tener un tufillo a yugo y a brida, para volver al momento que nos ocupa…

Unas horas antes, Sam había ganado con holgura las últimas eliminatorias, y todos habían acampado al otro lado del picadero.

Qué expedición…

Ramón y su adiestrador se marcharon la víspera, a su ritmo, para calentar, y ya habían pasado allí una noche.

—Si pasas la primera ronda —declaró Kate dejando un cesto bajo su silla—, nos reunimos allí contigo con los sacos de dormir y acampamos al raso con vosotros para soportaros durante el concurso…

To support is apoyar, not soportar, Auntie Kay

Thank you sweetheart, pero sé lo que me digo… Os vamos a soportar, a tu borrico y a ti, como llevamos haciéndolo en los últimos diez años. ¿Le parece bien el plan, Charles?

Oh, a él… todo le parecía bien… Ya tenía la cabeza en sus cláusulas de penalización por demora… Y además sería una manera de dormir a menos de cien metros de ella por una vez…

Bueno, eso lo decía sólo por decir, ¿eh? Hacía ya tiempo que había abandonado sus sueños de poder trepar algún día a la alcoba de Kate… Esta mujer necesitaba más un amigo que un hombre. Hala, ya lo había entendido. Gracias. Bah… Los amigos son menos perecederos… Se servía copitas de Port Ellen a escondidas en su habitacioncita y se las bebía a la salud de ese maravilloso amigo de vacaciones en el que se había convertido.

Cheese.

Por supuesto, los niños saltaron de alegría y se fueron corriendo a sus habitaciones a llenar sus mochilas de jerséis gordos y de paquetes de galletas. Alice pintó una magnífica pancarta, ¡Dale caña, Ramón!, pero Sam le hará prometer que sólo la sacará en caso de victoria.

—Podría desconcentrarlo, ¿entiendes…?

Todos pusieron los ojos en blanco. También es cierto que el tontorrón del burro se paraba en seco a nada que hubiera una brizna de hierba torcida o que una mosca se tirara un pedo.

Qué lejos estaba el podio todavía…

Están todos sentados en el suelo alrededor de una hoguera, hay quien asa al fuego salchichas, nubes, camembert o pedazos de pan, y sus risas y sus historias se entremezclan con esos aromas estooo… algo dispares. Los amigos también los han seguido. Bob Dylan practica con su guitarra, las chicas mayores leen la mano a las pequeñas, Yacine explica a Charles que esa telaraña de ahí la araña la tejió cerca del suelo para atrapar en ella a insectos saltadores, como los saltamontes, por ejemplo, mientras que ésa de ahí, ¿la ves?, ésa de ahí arriba, pues es para los insectos voladores… ¿Lógico, no? Lógico. Y Charles está muy friendly con su súper coleguita. Después de prepararle un sandwich club, ha ido a buscarle una gavilla de paja para que le sirva de cojín…

Suspiro…

Kate, que estaba bastante nerviosa desde que había llegado su madre…

—¿Lo de acampar todos aquí esta noche es para huir de ella? —le preguntó.

—Quizá… Qué tontería, ¿verdad? Ser tan sensible a mi edad al humor de mi vieja mummy… Es porque me recuerda otra época… Una época en que yo era la más joven y la más despreocupada… Estoy triste, Charles… Echo de menos a Ellen… ¿Por qué no está aquí esta noche? Me imagino que uno tiene hijos para vivir momentos como éstos, ¿no?

—Está aquí, puesto que hablamos de ella —murmuró.

—¿Y usted por qué nunca ha tenido?

—…

—Hijos, digo…

—Porque hasta ahora no me he cruzado con la madre de esos hijos, me imagino…

—¿Cuándo se marcha?

No se esperaba en absoluto esa pregunta. «Palabra», «palabra», «palabras», sus meninges se volvieron locas estrujándose en busca de palabras.

—Cuando Sam gane el concurso…

Well done, querido protagonista. Esa sonrisa Kate fue a buscarla bien lejos…

Eran casi las once de la noche, se arrebujaron en las mantas para proseguir la velada alrededor de las brasas y trataron de determinar cuáles eran las nanas que se oían esa noche. ¿Qué era ese trino? ¿Y ese frufrú? ¿Y ese crujido? ¿De qué pájaro? ¿De qué bichito? ¿Y qué decía ese rebuzno lejano?

«¡Ánimo, compañeros! ¡Dentro de unas horas ya no tendremos que distraer a estos estúpidos bípedos!».

Y una voz, quizá la de Léo, susurró con un timbre ronco:

—¿Sabéis una cosa?… Es la hora de contar historias de miedo…

Algunos chillidos de terror lo animaron a ello. Léo empezó a contar una historia bien gore llena de vísceras y hemoglobina con marcianos crueles y moscardones transgénicos. Buah… Como si eso les fuera a quitar el sueño…

Kate, en cambio, puso el listón muy alto:

—Heliogábalo. ¿Os dice algo ese nombre?

Sólo las llamas crepitaron.

—Hubo muchos tarados entre los emperadores romanos, pero él desde luego se llevaba la palma… Bueno, para empezar tomó el poder a los catorce años entrando en Roma en un carro tirado por mujeres desnudas… La cosa empezaba ya fuertecita… Estaba loco. Loco de atar. Cuentan que espolvoreaba polvo de piedras preciosas en todas sus comidas, que ponía perlas en el arroz, que le gustaba comer cosas raras y crueles, que le volvía loco un asado de lenguas de ruiseñor, de loro y de crestas de gallo que les arrancaban a los animales vivos, que daba foie a las fieras de su circo, que un día mandó matar a seiscientas avestruces para comerse sus cerebros, todavía calentitos, que le encantaban las vulvas de no recuerdo qué hembra de animal, que… Bueno, dejémoslo aquí. Todo esto no es más que el aperitivo.

Hasta las llamas parecían impresionadas.

—He aquí la anécdota que Léo se muere por oír: Heliogábalo era famoso por los banquetes con orgía que organizaba… Cada uno tenía que ser mejor que el anterior. Es decir, peor. Necesitaba cada vez más matanzas, más terror, más violaciones, más camas redondas, más comida, más alcohol… Más de todo, vamos. El problema es que se aburría enseguida… Entonces un día le encargó a un escultor que le hiciera un toro de metal hueco por dentro con una puertecita en un lado y un agujero en la boca para oír los sonidos que saldrían del interior… Al principio de esas fiestas tan nice, abrían la puertecita y metían a un esclavo dentro del toro. Cuando éste empezaba a aburrirse un poco ahí dentro, ordenaban a otro esclavo que encendiera una hoguera debajo del toro, y entonces todos los invitados se acercaban sonrientes. Sí, sí. Era súper divertido porque, claro, el toro… mugía y gritaba.

Glups.

Silencio de muerte.

—¿Es una historia real? —preguntó Yacine.

—Totalmente.

Mientras los niños enlazaban un escalofrío tras otro, se volvió hacia Charles y murmuró:

—No voy a decírselo, claro, pero yo veo en esto una metáfora de la humanidad…

Dios mío… Pues sí que estaba triste, sí… Había que hacer algo…

—Sí, pero… —prosiguió Charles lo bastante fuerte para imponerse sobre los gritos de horror de los niños— ese tipo murió unos años más tarde, a los dieciocho, creo, en un retrete, ahogándose con la esponja que servía para limpiarse el culo.

—¿De verdad? —preguntó Kate, asombrada.

—Totalmente.

—¿Cómo lo sabe?

—Me lo ha dicho Montaigne.

Kate se arrebujó más en su manta entrecerrando los párpados.

—Es usted genial…

—Totalmente.

No lo fue por mucho tiempo. La historia que contó él, lo de que al empezar una obra siempre encontraban huesos enterrados, y que no había que decírselo a nadie porque si no la investigación policial mandaba a la porra el hormigón que ya estaba listo para verter y les hacía perder mucho dinero, no impresionó a nadie.

Un fracaso total…

En cuanto a Samuel, recordó la única clase de lengua y literatura en la que no se había dormido.

—Es la historia de un tío joven, un campesino, que se niega a enrolarse como carne de cañón en los ejércitos de Napoleón… Eso que se llamaba el impuesto de sangre… Duraba cinco años, estabas seguro de reventar como un perro, pero si tenías pasta, podías pagar a alguien para que fuera a palmarla en tu lugar…

»Él no tiene, así que deserta.

»El prefecto manda llamar a su padre, le da una paliza y lo humilla, pero el pobre hombre de verdad no sabe dónde está su hijo… Un poco más tarde se lo encuentra muerto de hambre en el bosque, y entre los dientes todavía tiene la hierba que había tratado de comerse. Entonces el viejo se carga al hijo a hombros y lo lleva sin decir nada a nadie, caminando tres leguas hasta la prefectura…

»El gilipollas del prefecto estaba en un baile. Cuando vuelve a eso de las dos de la madrugada, se encuentra con el pobre campesino esperándolo en la puerta de su casa, y éste le dice: “Usted lo ha querido, señor prefecto, pues nada, aquí lo tiene”. Deja el cadáver contra la pared y se larga.

Esta historia era algo más fresca y ligera… Ya no estaba muy seguro, pero le parecía que era de este escritor, cómo se llamaba, ah, sí, Balzac, eso…

Las chicas no se sabían ninguna historia, y Clapton prefería seguir con la música de fondo… Gling, gling. Enlazaba uno tras otro acordes bien macabros…

Yacine se apuntó también.

—Bueno, os aviso que va a ser corta…

—¿Otra historia sobre la matanza de las babosas? —preguntaron varias voces preocupadas.

—No, es sobre los señores feudales del Franco Condado y de la Alta Alsacia… Los condes de Montjoie y los señores de Méchez, si preferís…

Gruñidos por parte de los jóvenes vaqueros, si era una historia intelectualoide, no, gracias.

El pobre narrador, interrumpido, ya no sabía si debía seguir o no.

—Venga, cuenta —lo animó Harriet—, vuelve a contarnos historias de las ceremonias en que se nombraban caballeros y todas esas cosas sobre las gabelas. Nos encantan.

—No, precisamente no se trata de la gabela, era una cosa que se llamaba el «derecho de esparcimiento»…

—Ah, síiiii… ¿para instalar hamacas en las almenas…?

—Para nada —comentó Yacine desalentado—, mira que sois tontos… Durante las noches de invierno, estos señores tenían, abro comillas, «el derecho de destripar a dos de sus siervos para calentarse los pies entre sus entrañas humeantes», en virtud, como acabo de deciros, de este famoso derecho de esparcimiento. Y hala, ya está, fin de la historia.

Ésta sí que los dejó a todos impresionados. Yacine se quedó muy reconfortado con el coro de «Buajjj», «¿En seriooo?», «¿Estás seguro?» y «Qué asssssco»…

—Bueno, venga —anunció Kate—, esta historia no hay quien la supere… Time to go to bed

Ya empezaban a ponerse nerviosos tratando de abrir cremalleras atascadas cuando una protesta tenue los dejó a todos estupefactos:

—Yo también tengo una historia que contar…

No, estupefactos, no. Petrificados.

Sam, siempre tan elegante, dijo bromeando para aliviar la tensión del momento:

—¿Estás segura que es una historia horrible, Nedra?

La niña asintió con la cabeza.

—Porque si no es así —añadió—, más valdría que te callaras, por una vez…

Las risas que siguieron animaron a la niña a seguir hablando.

Miraba a Kate.

¿Cómo había dicho la otra noche? Numb.

She was numb.

Numb y con una gran sonrisa toda hoyuelos, atenta esperando a que hablara Nedra.

—Es la historia de unlbrriz…

—¿Eh?

—¿Qué?

—¡Habla más fuerte, Nedra!

El fuego, los perros, las rapaces y hasta el viento estaban prendidos de sus labios.

Nedra carraspeó:

—De… de… de una lombriz…

Kate se había puesto de rodillas.

—Entonces, estoooo… Una mañana sale y ve a otra lombriz y le dice: Hace bueno, ¿eh? Pero la otra no contesta. Entonces repite: Hace bueno, ¿¡eh!? De nuevo no contesta…

Era difícil, porque hablaba cada vez más bajo pero nadie se atrevía a interrumpirla…

—¿Vive usted por aquí?, preguntó la lombriz, retorciéndose un poco de lo nerviosa que estaba, pero la otra seguía sin abrir la boca, entonces la lombriz se vuelve a su agujero muy molesta, diciendo: Jo, otra vez le estabablndoampropcla.

—¿Qué? —protestaron los presentes, frustrados—. ¡Articula, Nedra! ¡No nos hemos enterado de nada! ¿Qué dijo la lombriz?

Nedra levantó la cabeza, dejando ver una muequita confusa, se sacó de la boca el mechón de pelo que masticaba a la vez que las palabras y repitió con valentía:

—¡Jo! Otra vez le estaba hablando a mi propia cola…

Era entrañable porque los demás no sabían si tenían que sonreír o fingir que estaban horrorizados.

Para quebrar ese silencio, aplaudió muy bajito. Todos lo imitaron pero tan fuerte que parecía que se iban a partir las manos. Entonces los perros se despertaron sobresaltados y se pusieron a ladrar, acto seguido Ramón se puso a rebuznar, provocando a su vez que todos los burros del campamento le rogaran que se callara. Se oyeron por doquier tacos, clamores, más ladridos, restallidos de látigos y ruidos de chapa, y la noche entera celebró la cortesía de una lombriz.

Kate estaba demasiado conmovida para poder unirse a la algarabía.

Mucho más tarde, abriría un ojo para asegurarse de que los coyotes no estaban al acecho, buscaría su rostro al otro lado de las cenizas, trataría de discernir sus párpados, los vería abrirse y darle las gracias a su vez.

Quizá lo había soñado… No importa, volvió a arrebujarse entre sus plumas del Himalaya sonriendo de felicidad.

Debió de pensar un día que construiría grandes cosas y gozaría del reconocimiento de sus iguales, pero tenía que resignarse al hecho de que los únicos edificios que tendrían importancia en su vida serían las casas de muñecas…

Por alguna razón que aún nadie se explica, Ramón nunca llegó a franquear el último vado antes de la meta. Ese mismo en el que había chapoteado diez veces por lo menos…

¿Qué ocurrió? Nadie lo sabe. Quizá alguna lenteja de agua se deslizara por la superficie, o una rana graciosilla le hiciera burla… Sea como fuere, se quedó parado a unos metros del título y esperó a que lo adelantaran todos los demás para dignarse a seguirlos.

Y eso que sólo Dios sabe cuánto lo habían mimado… Las chicas lo habían cepillado, peinado, lustrado y halagado toda la mañana, hasta el punto de que Samuel había tenido que decir: «Bueno, ya basta, que tampoco es una muñeca…».

No sacaron la pancarta, nadie hizo fotos ni se puso gafas de sol para evitar cualquier reflejo desagradable, Sam lo animó con prudencia apretando dolorosamente el trasero, pero en vano… Ramón prefirió darle una lección a su amo… Lo importante era aplicarse en el colegio y estudiar mucho, no jugar a los cochecitos entre dos estúpidos obstáculos…

Su amo, que para la ocasión lucía el frac de su bisabuelo y era el único de todos los concursantes que no empleaba la fusta.

El más capaz, vaya…

Lo único que se le ocurrió decir, cuando ya todos se arremolinaban a su alrededor, con unas caras muy largas, fue:

—Ya me imaginaba yo que esto podría pasar. Ramón es muy emotivo… ¿Verdad, tesoro? Anda, ven, nos largamos de aquí…

—¿Y tu recompensa? —preguntó inquieto Yacine.

—Bah… Ve a buscarla tú… ¿Kate?

—Sí.

—Thanks for the great support. I appreciate.

—You are welcome, darling.

—And it was a fantastic evening, right?

—Yes, really fantastic. Today I feel like we’re all champions, you know…

—We sure are.

—¿Qué dicen? —quiso saber Yacine.

—Que somos todos campeones —le contestó Alice.

—Campeones ¿de qué?

—¡Pues de burros, de qué va a ser!

Se ofreció a volver con él. Era muy amable, pero pesaba demasiado para ir a lomos de Ramón… Y además le apetecía estar un rato a solas…

Adoraba a ese chaval. Si hubiese tenido un hijo, habría elegido ese modelo exactamente…