Es lo que se ve en la tercera página.
Esa especie de barra rara fabricada con un viejo manillar de bicicleta: la tirolina de los niños.
Volvió por tercera vez (¡!) a la tienda de bricolaje y compró dos escalerillas más sólidas. Luego, con los otros «mayores» se pasó el resto del día relajado en su súper playa de madera, animando a un montón de monitos que pasaban por encima de sus cabezas gritando ¡Banzai! antes de dejarse caer en mitad de la corriente.
—Pero ¿cuántos son? —preguntó pasmado.
—El pueblo entero —sonreía Kate.
Estaban incluso Lucas y su hermana…
Los que no sabían nadar estaban desesperados.
Pero no por mucho tiempo.
Kate no soportaba ver a un niño desesperado. Fue a buscar una cuerda.
Los que no sabían nadar se ahogaban, pues, sólo a medias. Tiraban de ellos con la cuerda hasta la orilla y esperaban a que se hubieran recuperado de tantas emociones y de todo el agua que habían tragado antes de darles permiso para volver a lanzarse.
Los perros ladraban, la llama rumiaba, y las arañas acuáticas se mudaban de casa.
Los niños que no tenían traje de baño estaban en calzoncillos, y los calzoncillos mojados se volvían transparentes.
Los más púdicos se marchaban con su bicicleta. La mayoría volvía con un traje de baño y un saco de dormir en la cesta.
En cuanto a Debbie, se encargaba de las meriendas. She loved el horno para pasteles de la Aga.