8

Claire le había dicho tengo que llevarte a este sitio no te lo puedes perder, de verdad, tengo que llevarte. La comida es deliciosa, pero aparte el tío es que es genial.

—¿Qué tío?

—El camarero…

—¿Sigues con esa fantasía del camarero? ¿Lo del pulgar en el chaleco y las caderas ceñidas bajo el gran delantal blanco?

—No, no, no, para nada. Él… ya lo verás, es… No te lo sé explicar… pero me encanta… Es como una especie de aristócrata con muchísima clase. No sé, parece como de otro planeta. Como una mezcla entre el duque de Windsor y Jacques Tati haciendo del señor Hulot…

Al apuntar la fecha de esa comida en su agenda, puso los ojos en blanco.

Las manías de la chiflada de su hermana…

Quedaron a principios de agosto, justo cuando ya los dos habían dado carpetazo a sus proyectos y se habían despedido de sus asistentes respectivos. Al final de la tarde Claire tenía que coger un tren para asistir a un festival de música soul en el Périgord negro.

—¿Me llevas a la estación?

—Tendremos que coger un taxi, ya sabes que no tengo coche…

—Sí, por eso, si es lo que te quería decir… Después de dejarme en la estación, ¿te puedes quedar con mi coche un tiempo? Es que ya no tengo abono para el aparcamiento…

Volvió a poner los ojos en blanco. Le parecía un tostón tener que pelearse con los parquímetros parisinos. Bueno… Lo dejaría en casa de sus padres… Hacía tanto tiempo que no los veía…

—Vale.

—¿Has apuntado bien la dirección del restaurante?

—Sí.

—¿Estás bien? Tienes la voz rara… ¿Ha vuelto ya Mathilde?

Yes…, pero no la había visto. La había ido a recoger Laurence, y se habían marchado directamente a Biarritz.

No había tenido la ocasión, o el valor, de contarle sus peripecias conyugales a su hermana.

—Te dejo, tengo una cita —le dijo.

Claire no se lo podía haber descrito mejor: el aire torpe, la poesía, lo desgarbado del señor Hulot pero con la clase y la flor en el ojal de Su Alteza Real Edward.

Abrió los brazos de par en par, los acogió en su minúsculo restaurantito como si fuera la escalinata del palacio Saint-James, alabó el nuevo vestido de Claire en alejandrinos y, con una ligera tartamudez, les indicó una mesa junto a la ventana.

—¿Qué estás mirando? —quiso saber ella.

—Los dibujos…

Claire dejó a un lado la carta y siguió la mirada de su hermano.

—Según tú, ¿es un hombre o una mujer? —le preguntó Charles.

—¿El qué? ¿Esa espalda de ahí?

—No. La mano que sujetaba la sanguina…

—No lo sé. Ahora se lo preguntamos.

Tati de Windsor les sirvió una copa de vino tinto sin que se la pidieran y se volvió para comentarles los platos escritos en la pizarra, cuando de la ventana que comunicaba con la cocina se oyó un gruñido:

—¡Teléfono!

Les rogó que lo disculparan y fue a coger el móvil que le tendían.

Charles y Claire lo vieron enrojecer, palidecer, sentir una turbación que se elevaba de su alma agitada, llevarse la mano a la frente, soltar el teléfono, agacharse, perder las gafas, volver a ponérselas torcidas, precipitarse hacia la salida, coger su chaqueta del perchero y cerrar con un portazo, mientras dicho perchero se estrellaba contra el suelo, arrastrando con él un mantel, una botella, dos juegos de cubiertos, una silla y el paragüero.

Silencio en la sala. Todos se miraron pasmados.

De los fogones se elevó un rosario de maldiciones. Apareció el cocinero, un joven con aire malhumorado que se limpió las manos en el delantal antes de recoger su móvil.

Sin dejar de mascullar para el cuello de su camisa, lo dejó sobre la barra, se agachó, sacó una botella magnum de champán y se puso a abrirla tomándose todo el tiempo del mundo.

El que fue necesario para que su ceño fruncido se transformara en algo que vagamente recordaba a una sonrisa…

—Bueno… —dijo, dirigiéndose a todos los presentes—, parece que mi socio acaba de darle un heredero a la corona…

El corcho salió despedido. El cocinero añadió:

—A esta ronda invita el tito…

Le tendió la botella a Charles rogándole que sirviera a todo el mundo. Él tenía trabajo.

Se alejó con su copa en la mano agitando la cabeza como si no se pudiera creer lo emocionado que estaba…

Se dio la vuelta. Con la barbilla les señaló la libreta abandonada sobre el mostrador.

—Tendrán que anotar ustedes mismos lo que quieran tomar, muchas gracias; arranquen la primera hoja y déjenmela aquí encima —masculló, señalando la ventanita de comunicación—. Y quédense una copia, porque también les pediré que calculen su propia cuenta…

La puerta se cerró y oyeron:

—¡Y si es posible, escriban en letras de molde! ¡Soy analfabeto!

Y soltó una carcajada.

Gigantesca. Gastronómica.

—Joder, Philou… ¡Joder!

Se volvió hacia su hermana:

—Jo, tienes razón, este sitio es de lo más pintoresco…

Sirvió a ambos una copa de champán y pasó la botella a la mesa de al lado.

—No me lo puedo creer —murmuró Claire—, y yo que pensaba que este tío era totalmente asexual…

—¡Ah! Típico de las mujeres… En cuanto un chico es bueno y simpático, lo castráis.

—No, hombre —protestó Claire.

Bebió un sorbo y añadió:

—Mira, tú eres el chico más bueno y simpático que conozco y…

—Y ¿qué?

—No. Nada… Vives con una mujer estooo… súper… despampanante…

—…

—Lo siento —rectificó Claire—. Perdóname. Ha sido una tontería.

—Me he marchado, Claire…

—Te has marchado ¿adónde?

—De casa.

—¿En serio? ¡Anda ya! —dijo riéndose.

—Síiiii… —contestó él con aire lúgubre.

—¡Más champán!

Y, al ver que no reaccionaba, dijo:

—¿Estás triste?

—Todavía no.

—¿Y Mathilde?

—No sé… Dice que quiere venirse conmigo…

—¿Dónde vives ahora?

—Cerca de la calle de Les Carmes…

—No me extraña…

—¿Que me haya marchado?

—No. Que Mathilde quiera irse contigo…

—¿Por qué?

—Porque a los adolescentes les gusta la gente generosa. Después uno se pone una coraza, pero a esa edad todavía se necesita algo de benevolencia… Oye, ¿y cómo vas a hacer con el trabajo?

—No lo sé… Tendré que organizarme de otra manera, me imagino…

—Vas a tener que cambiar de vida…

—Mejor. Estaba cansado de la otra… Creía que eran los desfases horarios, pero para nada, era… lo que acabas de decir… Un problema de benevolencia…

—No doy crédito… ¿Y cuánto hace que te marchaste?

—Un mes.

—O sea, ¿desde que volviste a ver a Alexis, entonces?

Sonrió. Pero qué lista era Claire…

—Eso es…

Claire esperó a esconderse detrás de la carta de vinos para soltar un pequeño:

—¡Gracias, Anouk!

Él no contestó. Seguía sonriendo.

—Oye, tú… —le dijo ella, mirándolo por debajo de la carta—, tú has conocido a alguien…

—No…

—Mentiroso. Te has puesto colorado.

—Serán las burbujas del champán…

—¿Ah, sí? ¿Y cómo son esas burbujas? ¿Rubias?

—Color ámbar…

—Caray… Espera… Vamos a elegir si no queremos que el cromañón de la cocina nos eche la bronca, y luego tengo… —consultó su reloj— tres horas para sonsacarte… ¿Qué vas a tomar? ¿Corazones de alcachofa? ¿Besugo?

Charles buscaba sus gafas.

—A ver, ¿dónde ves eso?

—Justo delante de mí —contestó su hermana riéndose.

—¿Claire?

—¿Mmm?

—¿Cómo hacen los hombres que están en el otro bando en un tribunal?

—Lloran a su mamá… Bueno, yo ya he elegido. ¿Y bien? ¿Quién es?

—No lo sé.

—Joooder, no… no me vengas con ésas…

—Mira, te lo voy a contar todo, y luego, tú que eres tan lista, me dirás si pillas lo que es…

—¿Es una mutante?

Asintió con la cabeza.

—¿Qué tiene de especial?

—Una llama.

—¡¿!?

—Una llama, tres mil metros cuadrados de techumbre, un río, cinco hijos, diez gatos, seis perros, tres caballos, un burro, gallinas, patos, una cabra, bandadas de golondrinas, un montón de cicatrices, un anillo con una piedra engastada, látigos, un cementerio de bolsillo, cuatro hornos, una sierra mecánica, una trituradora, una cuadra del siglo XVIII, una armadura de tejado impresionante, dos idiomas, centenares de rosas y unas vistas maravillosas.

—Pero ¿qué es eso? —preguntó Claire, abriendo unos ojos como platos.

—¡Ah! Estás tan perdida como yo, por lo que veo…

—¿Cómo se llama?

—Kate.

Cogió la hoja de la libreta donde habían apuntado sus consumiciones y fue a dejarla ante la madriguera de la bestia.

—Y… —añadió Claire— ¿es guapa?

—Te lo acabo de decir…

Entonces volvió a sentarse a la mesa.

El cementerio junto al vertedero, las letras que había pintado con espray sobre la lápida, Sylvie, el nudo en la garganta, la paloma, su accidente en el bulevar Port-Royal, la mirada vacía de Alexis, su vidita sin sueños y sin música como terapia de substitución, las siluetas alrededor de la hoguera, el legado de Anouk, la caseta de puntería, el color del cielo, la voz al teléfono del policía, los inviernos en Les Vesperies, la nuca de Kate, su rostro, sus manos, su risa, esos labios que no había dejado de mordisquearse, sus sombras, Nueva York, la última frase de la novela corta de Thomas Hardy, su cama llena de astillas y las galletas que contaba todas las noches.

Claire no había probado bocado.

—Se va a enfriar —le advirtió él, señalando su plato.

—Pues sí. Si te quedas ahí parao como un idiota jugueteando con tus galletitas, se va a enfriar, puedes estar seguro…

—¿Qué otra cosa quieres que haga?

—Que tomes las riendas del proyecto.

—No has visto el obrón que es esto…

Claire apuró su copa, le recordó que invitaba ella, consultó la pizarra y dejó el dinero en la mesa.

—Tenemos que ir yendo…

—¿Ya?

—Es que no tengo billete…

—¿Por qué pasas por aquí? —le preguntó.

—Te estoy llevando a tu casa.

—¿Y el coche?

—Te dejaré cuando hayas metido en el maletero una bolsa de viaje y tus cuadernos de dibujo…

—¿Qué?

—Eres demasiado viejo, Charles. Ahora ya tienes que espabilarte. No vas a ponerte con ella otra vez como con Anouk… Ya eres… demasiado viejo. ¿Lo entiendes?

—…

—No te digo que vaya a funcionar, ¿sabes?, pero… ¿Te acuerdas de cuando me obligaste a ir a Grecia contigo?

—Sí.

—Pues nada… Ahora me toca a mí…

Le llevó la maleta y la acompañó hasta su compartimento.

—¿Y tú, Claire?

—¿Yo?

—No me has contado nada de tus amores…

Claire esbozó una muequita de horror para no tener que contestarle.

—Está demasiado lejos —dijo.

—¿El qué?

—Todo…

—Es verdad. Tienes razón. Vuelve con Laurence, sigue encendiéndole velas a Anouk, sigue dejando que Philippe se aproveche de tu talento y sigue arropando a Mathilde en su camita hasta que se largue de casa. Así todo será menos difícil y menos cansado.

Le plantó un beso antes de añadir:

—Y ya que estás, pon miguitas de pan en el balcón para los pajaritos…

Y desapareció sin darse la vuelta.

Pasó por una tienda de artículos de acampada, después por el estudio, llenó el maletero de libros y de expedientes de proyectos, apagó el ordenador y la lámpara, y le dejó una larga nota a Marc explicándole lo que tenía que hacer. No sabía cuándo volvería, no sería fácil localizarlo en el móvil, ya lo llamaría él y le deseaba mucho ánimo.

Después dio un rodeo por la calle de Anjou. Había ahí una tienda donde seguro que tenían…