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Charles atacó un enorme proyecto titulado P. B. Tran Tower/Exposed Structures y lo deshuesó hasta que la azafata le pidió que levantara la mesita plegable.

Charles releyó sus apuntes, comprobó el nombre del hotel, miró por la ventanilla el trazado de las ciudades y pensó que esa noche dormiría bien. Ya no lo afectaría el desfase horario.

Pensó en muchas otras cosas. En el trabajo que acababa de avanzar, que le hacía feliz y que podía realizar en cualquier lugar del mundo. En su despacho, en un apartamento desconocido, en el asiento de un avión o en…

Cerró los ojos y sonrió.

Todo iba a ser muy complicado.

Tanto mejor.

Era su profesión al fin y al cabo, encontrar soluciones…

«Detalle de una juntura entre los módulos de piedra de las columnas que pone de manifiesto la inserción del sistema de contraviento de acero», precisaba el pie de su último esquema.

La gravedad, los terremotos, los ciclones, el viento, la nieve… Todas esas jodiendas llamadas «cargas de explotación» y que, acababa de recordar, lo divertían mucho…

Envió un mensaje a las Highlands y decidió dejar su reloj como estaba.

Quería vivir a la vez que ella.

Se levantó muy temprano, preguntó en recepción cuándo le traerían el esmoquin que había alquilado, se tomó un café en un vaso de cartón mientras bajaba por Madison y, como siempre en esa ciudad, deambuló con la cabeza levantada. Nueva York, para un niño que había disfrutado con los juegos de construcciones, no era sino una tortícolis constante.

Por primera vez en años, entró en varias tiendas y se compró ropa. Una chaqueta y cuatro camisas nuevas.

¡Cuatro!

Se daba la vuelta de vez en cuando. Estaba al acecho, temía algo. Una mano en el hombro, un ojo dentro de un triángulo, una voz bajada de un rascacielos que le dijera: «Eh, tú… No tienes derecho a ser tan feliz… ¿Qué es eso que has robado ahora, eso que escondes contra tu corazón?».

No, si lo que pasa es que… creo que tengo una costilla rota…

A ver, pues levanta los brazos entonces.

Y Charles, obedeciendo, se dejaba arrastrar por la corriente de passers-by.

Meneaba la cabeza de lado a lado, se llamaba estúpido y consultaba su reloj para recordar dónde estaba.

Casi las cuatro de la tarde… Penúltimo día de clase… Los niños habrían vaciado el contenido de sus taquillas en sus carteras gastadas… Kate le había contado que, todas las tardes, acompañada por los perros, iba a esperarlos al otro extremo del camino, allí donde los dejaba el autobús del colegio, y que cargaban todos sus bártulos sobre la albarda del burro, «… ¡eso cuando consigo arrastrarlo conmigo!».

Había añadido que un centenar de robles apenas bastaban para que a todos les diera tiempo de contarle todo lo que les había pasado durante el… Una mano acababa de agarrarlo por el hombro. Charles se dio la vuelta.

Con la otra mano, un hombre vestido con un traje oscuro le señalaba el semáforo: DON’T WALK. Charles le dio las gracias y oyó que el hombre le respondía que era bienvenido.

Encontró la tienda de las vitaminas y arrambló con las seis cajas que tenían en el almacén. Con eso había para colmar un buen montón de grietas… Dejó la bolsita de papel sobre el mostrador y se metió las cajas en los bolsillos.

Le gustaba esa idea.

La de sentir su peso.

Abrió la puerta de la librería Strand. «Dieciocho millas de libros», pregonaba el eslogan. No pudo verlos todos, pero pasó allí varias horas. Saqueó la sección de arquitectura, por supuesto, pero también se regaló a sí mismo una recopilación de la correspondencia de Oscar Wilde, una novela corta de Thomas Hardy, Fellow-Townsmen, que se le antojó por la siguiente sinopsis: «Notables de la ciudad de Port Bredy, en Wessex, Barnet y Downe son viejos amigos. Sin embargo el destino no los ha tratado por igual. Barnet, un hombre próspero, ha sido desdichado en el amor y sufre hoy las consecuencias de un matrimonio juicioso pero desprovisto de ternura. Downe, un abogado sin blanca, vive feliz en su modesta casa, rodeado de una esposa que lo quiere y unos hijos que lo adoran. El azar de una noche los invitará a reconsiderar sus destinos…», their different lots in life… y un genial More Than Words de Liza Kirwin que hojeó feliz mientras se comía un bocadillo, sentado al sol sobre unos escalones.

Era una selección de cartas ilustradas provenientes del Smithsonian’s Archive Of American Art.

Enviadas a esposas, novios, amigos, jefes, clientes o confidentes, por pintores, jóvenes artistas, perfectos desconocidos, pero también por Man Ray, el genial Gio Ponti, Calder, Warhol o Frida Kahlo.

Cartas finas, conmovedoras o puramente informativas, siempre acompañadas de un dibujo, un esquema, una caricatura o una viñeta precisando un lugar, un paisaje, un estado de ánimo o incluso un sentimiento cuando el alfabeto no bastaba para ello.

More Than Words… Más que palabras… Este libro, que nuestro callado Charles había descubierto por casualidad en un carrito cuando ya se dirigía a pagar a las cajas, lo reconcilió con una parte de sí mismo. La que había abandonado en un cajón con sus cuadernos de dibujo y su minúscula caja de acuarelas.

Charles, que por aquel entonces dibujaba por gusto… No buscaba todo el rato esbozar decisiones y le traían sin cuidado los contravientos de acero y los cables de precompresión…

Le cogió cariño a un tal Alfred Frueh, que más tarde se convertiría en uno de los grandes caricaturistas de The New Yorker y envió cientos de cartas absolutamente maravillosas a su novia. Contándole sus viajes por Europa poco antes de la Primera Guerra Mundial, detallando en cada etapa las costumbres locales, las tradiciones, el mundo que lo rodeaba… Transportando bajo el brazo un edelweiss de verdad, secado, que luego le haría llegar a lápiz desde Suiza, demostrándole lo feliz que estaba de leer las cartas que le mandaba ella, que había recortado en formato sello y con las cuales se representaba a sí mismo: leyéndolas en la bañera, ante su caballete, en la mesa, en la calle, debajo del camión que lo estaba atropellando, en su cama, mientras su casa ardía o un tigre lo atravesaba con una espada. Enviándole él también su propia art gallery en mil pedazos de papel y en tres dimensiones para compartir con ella los cuadros que le habían emocionado en París, y, todo ello, adornado con textos llenos de humor, tiernos y tan… elegantes…

A Charles le hubiera gustado ser ese hombre. Alegre, confiado, enamorado. Y talentoso.

Y luego ese otro, ese tal Joseph Lindon Smith, el del trazo perfecto, que contaba con detalle sus sinsabores de pintor de humanidades en el viejo continente a unos padres muy preocupados por él; que se dibujaba bajo una lluvia de monedas en una calle de Venecia o medio muerto por un empacho de melones.

Dear Mother and Father, Behold Jojo eating fruit!

Saint-Exupéry dibujado de Principito, preguntándole a Hedda Sterne si quería ir a cenar con él y… venga, ya lo seguirás viendo luego… hojeándolo una última vez antes de cerrarlo, vio el autorretrato de un hombre perdido, encorvado, sujetándose la cabeza entre las manos, ante una fotografía de su amada. Oh! I wish I were with you.

Sí, oh.

Ojalá.

Dio un rodeo para pasar por el Flatiron Building, ese inmenso edificio con forma de plancha que lo impresionó tanto en su primera visita… Construido en 1902, uno de los más altos de su época y, sobre todo, una de las primeras estructuras de acero. Charles levantó los ojos.

1902…

¡Joder, 1902!

Qué genios…

Y como se había perdido, fue a parar delante del escaparate de una tienda de material para reposteros. N. Y. Cake Supplies. Pensó en ella, en todos ellos, y se dejó un dineral en moldes para galletas.

Nunca en su vida había visto tantas. De todas las formas posibles e imaginables…

Encontró perros, gatos, una gallina, un pato, un caballo, un pollito, una cabra, una llama (sí, había moldes en forma de llama…), una estrella, una luna, una nube, una golondrina, un ratón, un tractor, una bota, un pez, una rana, una flor, un árbol, una fresa, una caseta para perros, una paloma, una guitarra, una libélula, un cesto, una botella y… un corazón.

La dependienta le preguntó si tenía muchos hijos.

Yes, contestó Charles.

Volvió a su hotel molido y cargado de bolsas como buen turista que era y que le encantaba haber sido.

Se dio una ducha y, sin necesidad de molde, adoptó la forma de un pingüino y pasó una velada deliciosa. Howard lo abrazó diciendo «My son!» y le presentó a un montón de gente interesantísima. Habló mucho rato de Ove Arup con un brasileño y dio con un ingeniero que había trabajado en el revestimiento de la ópera de Sydney. Conforme bebía, su inglés iba ganando en fluidez, y al final Charles terminó en una terraza enfrente de Central Park ligándose a una chica guapa in the moonlight.

Le preguntó si era arquitecta.

Nat meee… graznó la chica.

Era…

Charles no se enteró. Comentó que era fantástico y la escuchó soltarle un montón de chorradas sobre París que era so romantic, el queso, so good y los franceses, so great lovers.

Charles observaba sus dientes perfectos, sus manos con manicura, su inglés sin monarquía y sus brazos delgaduchos. Se ofreció a traerle otra copa de champán y se perdió por el camino.

Compró celo y un rollo de papel de regalo en una tiendecita paquistaní, paró un taxi en la calle, se quitó el cuello postizo y se fue tarde a la cama.

Embaló por separado perros, gatos, una gallina, un pato, un caballo, un pollito, una cabra, una llama, una estrella, una luna, una nube, una golondrina, un ratón, un tractor, una bota, un pez, una rana, una flor, un árbol, una fresa, una caseta para perros, una paloma, una guitarra, una libélula, un cesto, una botella y un corazón.

Todo eso bien envuelto y mezclado en un paquete, Kate no comprendería nada.

Se durmió pensando en ella.

En su cuerpo, un poco.

Pero sobre todo en ella.

En ella con su cuerpo alrededor.

Era una cama inmensa, en plan double big obeso King Size, entonces ¿cómo era posible?

¿Cómo era posible que esa mujer, que apenas conocía, ocupase ya todo el espacio?

Otra pregunta más para Yacine…

Desayunó en el patio y dibujó, en el papel de cartas del hotel, las tribulaciones de un tejón en Nueva York.

Las suyas, pues.

Sus bolsillos llenos de grasa de castor, su deambular por Strand, su sesión de lectura en medio de vagabundos y adolescentes rebeldes (se esforzó mucho por que se viera bien la camiseta de uno de ellos: Keep shopping everything is under control), su pelaje repeinado, ataviado con un bonito esmoquin, su cola al viento en la terraza con una tejona nada molona, su noche pasada cortando pedacitos de celo que se le quedaba pegado en las garras y… no… no contó lo exigua que era la cama…

Encontró el código postal de Les Marzeray en internet, fue al Post Office y precisó Kate and Co. en el paquete.

Volvió a cruzar el océano descubriendo el destino de Downe y de Barnet.

Horroroso.

Después leyó las cartas que Wilde había escrito desde la cárcel.

Refreshing.

Al aterrizar, se irritó por haber perdido cinco horas de vida. Preparó su expediente de «inquilino solvente», pasó por casa de Laurence, metió su ropa, unos cuantos discos y algunos libros en una maleta más grande y dejó su juego de llaves bien a la vista encima de la mesa de la cocina.

No. Ahí Laurence no lo vería.

Sobre la encimera del cuarto de baño.

Un gesto del todo estúpido. Todavía tendría que llevarse tantas cosas, pero bueno… Digamos que fue por la mala influencia del dandi…, de aquel que, abandonado por todos y agonizando ante un papel pintado que detestaba, todavía había tenido la chulería de murmurar: «Decididamente, los dos no podemos seguir aquí: o se va el papel pintado, o me voy yo…».

Charles se marchó.