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A un centenar de metros del instituto en el que estudiaría Mathilde el próximo curso, Charles entró en una agencia inmobiliaria, anunció que buscaba un apartamento de dos habitaciones lo más cerca posible de ahí, le enseñaron unas fotos, añadió que no tenía tiempo, eligió el más luminoso, dejó su tarjeta de visita y firmó un talón por una cantidad considerable para que lo tomaran en serio.

Volvería dos días después.

Volvió a ponerse el casco y le pidió a su chófer que lo llevara a la otra orilla del Sena.

Le confió su maletín, asegurándole que no tardaría mucho.

La famosa moqueta beis de la casa Chanel… Se volvió a ver más de diez años atrás con sus zapatones en el visor del mozo de servicio.

La mandó llamar. Añadió que se trataba de algo urgente.

Le sonó el móvil.

—¿Ha perdido el avión? —se inquietó Laurence.

—No, pero ¿puedes bajar un momento?

—Estoy en plena reunión…

—Entonces no bajes. Sólo quería decirte que me encuentro mejor.

Charles oyó el crujido de los engranajes dentro de la cabeza de Laurence, debajo de su bonito coletero.

—Pero… creía que tú también tenías que coger un avión…

—Ahora lo cojo, no te preocupes… Me encuentro mejor, Laurence, me encuentro mejor.

—Pues mira, no sabes cuánto me alegro —dijo, y soltó una risita algo nerviosa.

—Así que me puedes dejar.

—Pero ¿de qué…? ¿De qué me estás hablando?

—Mathilde me ha contado vuestras confidencias…

—Es ridículo… Espérame, enseguida bajo…

—Tengo prisa.

—Enseguida bajo.

Por primera vez desde que la conocía, la encontró demasiado maquillada.

Charles no tenía nada que añadir.

Había alquilado un apartamento, tenía que marcharse pitando, iba a perder el avión.

—Charles, para. No era nada… Conversaciones de chicas… Ya sabes cómo son estas cosas…

—No te preocupes —le sonrió—, no te preocupes, el que se va soy yo. El cabrón soy yo.

—Bueno… si tú lo dices…

Charles admiraría su clase hasta el final.

Laurence añadió algo, pero no la oyó porque ya se había puesto el casco y asintió con la cabeza sin saber a qué.

Le dio una palmadita al joven motorista en el muslo para apremiarlo a zigzaguear entre los coches.

No podía de ninguna manera perder ese avión. Tenía que encontrar un tejón.

Unas horas más tarde, Laurence Vernes iría a la peluquería, sonreiría a la pequeña Jessica poniéndose la bata, se acomodaría delante de un espejo mientras otra chica le preparaba el tinte, cogería una revista, hojearía los cotilleos, levantaría la cabeza, miraría al frente y se echaría a llorar.

Después, no se sabe.

Laurence Vernes ya no está en la historia.