2

Se fue directamente al estudio. Estuvo a punto de ponerse como una fiera porque no habían apagado todas las luces, pero decidió que no, que mejor otro día. Puso a cargar el móvil, buscó su bolsón de viaje y se cambió por fin. Mientras se peleaba con una de las perneras del pantalón, vio el montón de correo que lo esperaba sobre su mesa.

Se abrochó el cinturón y encendió el ordenador sin pestañear. Las malas noticias estaban detrás, lo demás no serían más que contrariedades, y las contrariedades ya no lo afectarían. Las nuevas normas, el plan Grenelle sobre el medio ambiente, las leyes, los decretos hipócritas para salvar un planeta ya exangüe, los presupuestos, las tasas, los intereses, las conclusiones, las llamadas, los recordatorios y las reclamaciones… Espuma, espuma, no era más que espuma todo. Junto a nosotros vivían los miembros de otra casta que se reconocían entre sí cuando se cruzaban y que le habían confiado sus secretos.

Pero él no pertenecía a ese grupo. No era en absoluto valiente y se había cuidado muy mucho de no soportar ni el más mínimo dolor. Pero ya no podía hacer caso omiso de ellos. Anouk le había dado un pajarito muerto, y él se había aventurado dentro de un gallinero…

Había salido de él desfigurado, pero ahora en sus bodegas transportaba oro y especias.

Que no se cubriera de honores al cartógrafo, que no se lo recibiera en la corte, que simplemente le permitieran transformar todo aquello en plomo.

No era el relato de su vida lo que lo había afectado tanto, sino lo que le había contado a su sombra.

Quizá no regresara jamás allí, quizá no tuviera nunca la oportunidad de despedirse de ella, quizá no supiera nunca si Samuel había practicado lo suficiente, ni oyera la voz de Nedra, pero una cosa era segura, tampoco se marcharía nunca de allí.

Dondequiera que fuera, hiciera lo que hiciese a partir de ahora, estaría con ellos y avanzaría en la vida con las manos abiertas.

A Anouk le traía sin cuidado desintegrarse allí o en otra parte. Le traía sin cuidado todo salvo lo que acababa de darle habiéndose privado ella de ello.

Para retomar la expresión de Kate, no llegaría jamás «ni a la suela de los zapatos» de sus modelos de comportamiento, no había tenido hijos y perecería «en la oscuridad», pero hasta entonces, viviría. Viviría.

Era su premio gordo, escondido bajo los patés y los salchichones.

Tras esos elevados pensamientos lírico-charcuterescos, leyó sus correos electrónicos y se puso a trabajar.

Al cabo de unos minutos, se levantó y se dirigió a la estantería.

Buscaba un diccionario de los colores.

Había una cosa que le rondaba por la cabeza desde la primera hoguera…

Veneciano: color de cabello con reflejos caoba. El color llamado rubio veneciano contribuye a la belleza de las venecianas.

Exactamente lo que Charles pensaba…

Aprovechó para buscar «tentemozo» en el diccionario.

Tienes razón, tío, todavía no te has marchado de allí, ¿eh?…

Charles se encogió de hombros y se puso a trabajar de verdad. ¿Que le llovían marrones por todos lados? No importaba. Tenía al alcance de la mano «cada uno de los palos que cuelgan del pértigo del carro que, puestos de punta contra el suelo, impiden que el carro se vuelque hacia delante».

Se concentró hasta las siete, devolvió el coche y regresó a su casa a pie.

Esperaba encontrar a alguien al otro lado de la puerta…

Los dos contestadores a los que acababa de preguntar uno después de otro no habían podido responder a esa pregunta.

Todavía un poco tieso, Charles subía por la calle de Les Patriarches.

Tenía hambre y soñaba con oír una campana a lo lejos…