7

Los recibieron los gemidos del viejo perro tumbado en su camastro. Kate se acuclilló en el suelo, apoyó la cabeza del animal en su regazo y le rascó las orejas diciéndole palabras cariñosas. Luego, y ahí Charles flipó, para emplear la expresión preferida de Mathilde, extendió los brazos, lo cogió por debajo y lo aupó en volandas (mordiéndose el labio) para sacarlo a hacer pis al patio.

Flipó tanto que ni siquiera se atrevió a seguirla.

¿Cuánto pesaría un animalote como ése? ¿Treinta kilos? ¿Cuarenta?

Esa chica no terminaría nunca de… ¿de qué? De anonadarlo. De alucinarlo, como también gustaba de decir su pequeño diccionario de argot de catorce años y medio. Sí, de alucinarlo mazo.

Su sonrisa, su nuca, su coleta, su vestidito años setenta, sus caderas, sus bailarinas, su bandada de chiquillos en los campos, sus proyectos de limpiar y arreglarlo todo, su capacidad de réplica, sus lágrimas cuando menos se las esperaba uno y, ahora, el levantamiento a pulso del perrazo en cuatro segundos y medio, era…

Era demasiado para él.

Kate volvió con las manos vacías.

—¿Qué le pasa? —preguntó, sacudiéndose el polvo de los muslos—. Ni que acabara de ver a la Virgen en bikini. Esto lo dicen los niños de por aquí… Me encanta esta expresión… «¡Eh, Mickaël! ¿Qué pasa, tronco, has visto a la Virgen en bikini, o qué?»… ¿Le apetece una cerveza?

Estaba inspeccionando la puerta de su nevera.

Charles debía de estar poniendo de verdad cara de tonto, porque Kate extendió el brazo para enseñarle qué era aquello de «una cerveza».

—¿Sigue usted en este planeta?

Y, perpleja ante su desconcierto por algo tan banal como una cerveza, Kate encontró otra explicación más racional:

—Tiene las patas traseras paralizadas… Es el único perro que no tiene nombre… Lo llamamos el Gran Perro, y es el último caballero de esta casa… Sin él probablemente no estaríamos aquí esta noche… Bueno, yo por lo menos desde luego no estaría aquí…

—¿Por qué?

—Pero bueno… ¿todavía no ha tenido bastante? —suspiró Kate.

—Bastante ¿de qué?

—De mis novelitas rurales.

—No.

Al ver que Kate se ponía ya a trajinar junto al fregadero, Charles cogió una silla y la dejó a su lado.

—Lavar lechugas es de la cosas que sí sé hacer —le aseguró—. Tenga… Siéntese aquí… Coja su cerveza y cuénteme…

Kate vacilaba.

El maestro arquitecto frunció el ceño y blandió el dedo índice, como si tratara de amaestrarla.

—Sit!

Kate terminó por obedecer, se quitó las botas, se tiró del borde del vestido para cubrirse las piernas y se reclinó hacia atrás sobre el respaldo de la silla.

—Oh… —gimió—. Es la primera vez que me siento desde anoche. Ya no me podré levantar más…

—No alcanzo a concebir siquiera —añadió Charles— que pueda usted cocinar para tanta gente con un fregadero tan poco práctico. ¡Es que esto ya no es ni decoración rústica, es… es puro masoquismo! O esnobismo tal vez, ¿qué le parece a usted?

Kate blandió el cuello de la botella para indicarle una puerta junto a la chimenea.

—La antecocina… No hay criada, pero encontrará un gran fregadero, e incluso, si busca con atención, un lavaplatos…

Acto seguido, soltó un sonoro eructo.

Como buena Lady que era.

—Perfecto… pero… no importa, me quedo aquí con usted. Ya me las apañaré.

Charles desapareció, volvió, trajinó, abrió armarios, encontró cosillas y se apañó con ellas.

Ante una sonrisa divertida.

Mientras batallaba con las babosas, Charles añadió:

—Sigo esperando el siguiente episodio…

Kate se volvió hacia la ventana.

—Llegamos aquí en… el mes de octubre, creo… Más tarde le diré en qué circunstancias, ahora tengo demasiada hambre como para enrollarme tanto… Y al cabo de unas semanas, como cada vez anochecía más temprano, empecé a tener miedo… Era algo muy nuevo para mí, esto del miedo.

»Estaba sola con los niños y, todas las noches, a lo lejos se veían resplandores de faros… Al principio en el otro extremo del camino de robles, pero luego cada vez más cerca de la casa… No era nada, sin embargo… Sólo los faros de un coche parado… Pero lo peor era eso, precisamente: que no fuera nada. Como un par de ojos amarillos acechándonos… Se lo comenté a Rene. Me dio el fusil de caza de su padre, pero claro… no es que me sirviera de mucho… Entonces, una mañana, después de dejar a los niños en el colegio, fui a la Sociedad Protectora de Animales, que se encuentra a unos veinte kilómetros de aquí. Bueno, no es exactamente eso… Más bien una especie de refugio que es a la vez un desguace para coches. Un sitio… agradable, con un dueño bastante… pintoresco, por decirlo de alguna manera. Ahora ya somos amigos, no hay más que ver la cantidad de personajillos de cuatro patas que nos ha entregado desde entonces, pero aquel día, créame, no las tenía todas conmigo. Pensaba que iba a acabar estrangulada, violada y desguazada. —Kate se reía—. Me decía: mierda, ¿y ahora quién va a ir a recoger a los niños a la salida del colegio?

»Pero no tendría que haberme preocupado. Lo del ojo en blanco, el agujero en la cabeza, los dedos que le faltaban en las manos y los tatuajes fantasiosos era sólo… un estilo. Le comenté mi problema, se quedó un rato callado y luego me indicó que lo siguiera. “Con éste, ya nadie vendrá más a tocarle las narices, se lo digo yo…”. Yo di un respingo de espanto. En una jaula apestosa, una especie de lobo trataba de mordernos tirándose como un loco contra la reja. El dueño añadió entre dos escupitajos: “¿Tiene una cadena?”.

»Pues…

Charles, dejando un momento sus lechugas, se dio la vuelta riendo.

—¿Y tenía usted cadena, Kate?

—¡No sólo no tenía cadena sino que sobre todo me preguntaba cómo demonios iba a poder meterme en el coche con él! ¡Me iba a comer viva, estaba claro! Pero bueno… no me amilané… El dueño cogió una correa, abrió la jaula gritando, sacó a ese monstruo lleno de babas y luego me lo tendió como si se tratara de un radiador o de una llanta cromada. “Normalmente siempre cobro algo, por principio, pero con éste… bah, iba a darle matarile de todas formas… Bueno, pues nada, ahí se lo dejo y me marcho, ¿eh?, que tengo mucho curro…”. Y me dejó ahí plantada. Aunque eso de “plantada” no es más que una expresión, porque en un segundo el otro macho de esta historia me arrastró con él. También hay que decir que, por aquel entonces, yo aún era un poco femenina, ¡todavía no me había transformado en Charles Ingalls, el de La casa de la pradera!

El otro Charles, el nuestro, se divertía demasiado como para pensar en llevarle la contraria.

—Por fin conseguí tirar del perro hasta el maletero del coche, y entonces…

—¿Y entonces?

—Entonces ahí sí que me amilané…

—¿Le devolvió el perro al tipo ese?

—No. Decidí volver andando… Bueno, el perro me siguió arrastrando unos cien metros más o menos, hasta que al final me decidí a soltar a ese chalado. Le dije: «O vienes conmigo y entonces vivirás como un pacha, y cuando seas viejo te picaré yo misma la carne y te sacaré en brazos a hacer pis todas las noches, o te vuelves allí de donde procedes y terminas de esterilla en una vieja Renault 5 destartalada. Tú eliges». Por supuesto, se largó sin pensárselo dos veces campo atraviesa, y pensé que ya no volvería a verlo más. Pero no… Volvía a aparecer de vez en cuando… Lo veía perseguir a los cuervos, se metía en los sotobosques y daba grandes vueltas alrededor de mí. Grandes vueltas menos grandes cada vez… Y, tres horas después, tras cruzar el pueblo, me seguía ya tranquilamente, con la lengua fuera. Le di de beber y quise encerrarlo en la perrera hasta que Rene me pudiera llevar a mi coche en su moto, pero otra vez se puso como loco, así que le pedí que me esperara, y lo dejamos ahí.

Kate recuperó el aliento con un sorbito de cerveza.

—Cuando volvimos, tengo que decir que estaba un poco cagada de miedo…

—¿De que se hubiera escapado?

—¡No, de que se zampara a los niños! Nunca olvidaré esa escena… Por aquel entonces todavía aparcaba el coche en el patio de la granja… No sabía que el puente se estaba derrumbando… El perro estaba tumbado ante mi puerta y levantó la cabeza; yo apagué el motor y me volví hacia los niños: «Tenemos un nuevo perro, parece muy fiero, pero yo creo que no es más que pura apariencia… Ya lo veremos, ¿vale?».

»Salí la primera, cogí a Hattie en brazos y di la vuelta al coche para sacar a los otros dos. El perro acababa de levantarse, yo intenté dar un par de pasos, pero Sam y Alice se agarraban con todas sus fuerzas a mi abrigo. El perro se acercó a nosotros, gruñendo, y yo le dije: “Calla, tonto, ¿no ves que son mis niños…?”, y nos fuimos de paseo. No le oculto que tenía las piernas… like jelly, y que los niños tenían aún más miedo que yo… Y bueno, al final terminaron por soltarse de mi abrigo… Llegamos hasta los columpios, y el perrazo se tumbó en el camino. Después volvimos a casa, cenamos, y él encontró su sitio delante de la chimenea… Los problemas empezaron más adelante… Mató a una oveja, luego a otra, y a otra más… A una gallina, a dos, a diez… Yo pagaba a los campesinos para reembolsarles las pérdidas, pero Rene me indicó con un gruñido caso ininteligible para mí que los cazadores hablaban mucho de mi perro en el bar del pueblo. Que se preparaba una batida… Entonces, una noche, lo advertí: “Si sigues así, te van a matar, entérate…”.

Charles se peleaba con una escurridora de ensalada que debía de ser del año de la tana.

—¿Y qué pasó entonces?

—Pues hizo como de costumbre: me escuchó. El caso es que en esa época nos habían dado un cachorrito y… no sé… a lo mejor quería darle buen ejemplo… Sea como fuere, se tranquilizó.

»Antes de venir aquí yo nunca había tenido animales, y encontraba a la gente patética con sus mascotas, pero este perro, sabe usted, me…

»Me adiestró bien él a mí…

»Un caballero, como le decía antes… Sin él, no lo habría conseguido… Me sirvió de ángel de la guarda, de niñera, de socorrista en el río, de confidente, de mensajero, de antidepresivo, de… de muchas cosas… Cuando perdía a los niños de vista, él me traía de vuelta el rebaño, y cuando me entraba la depre, se ponía a hacer trastadas para distraerme… Que si una gallinita que pasaba por ahí, que si una pelota, que si la pierna del cartero, el súper asado del domingo… ¡Oh, sí! ¡Cómo se esforzaba para hacerme levantar la cabeza! Por todo eso, lo… cargaré con él hasta el final…

—¿Y los faros que la visitaban por la noche?

—La noche siguiente, los faros aparecieron de nuevo. Yo estaba en camisón detrás de la ventana de la cocina y creo que olió mi miedo. Se puso a aullar como un poseso delante de la puerta. En cuanto le abrí, en un segundo se plantó en el otro extremo del camino de robles. Supongo que debió de despertar a todo el pueblo… Después ya dormí tranquila. Esa noche y todas las demás…

»Al principio, la gente de aquí me llamaba la mujer del lobo… Bueno —añadió Kate desperezándose—, ¿está preparada la ensalada?

—Estoy haciendo la vinagreta…

—Excellent. Thank you, Jeeves.

—Eso de ahí —dijo Kate— es mi jardín…

Estaban en el otro lado de la casa: Charles no había visto tantas flores juntas en toda su vida.

Ese jardín era tan caótico, salvaje y pasmoso como todo lo demás.

Ni caminitos, ni hileras, ni arbustos, ni arriates ni césped: sólo flores.

Por todas partes.

—Al principio, era un jardín magnífico… Lo diseñó mi madre, y después… no sé… con los años todo se fue estropeando… También hay que decir que no me ocupo mucho de él… Por falta de tiempo… Cada vez que vuelve mi madre, pone el grito en el cielo y se tira todas las vacaciones a cuatro patas tratando de volver a encontrar sus cartelitos con los nombres de las flores… En ese sentido es aún más inglesa que mi padre… Es una fantástica jardinera… Admiradora de Vita Sackville-West, la famosa escritora apasionada por la jardinería, miembro de la Royal Horticultural Society, de la Royal National Rose Society, de la British Clematis Society, de… Bueno, ya se imagina qué clase de persona es mi madre…

Charles pensaba que las rosas eran unas flores puntiagudas y de color rosa, sobre todo, o blancas, o rojas, cuando uno le pedía al florista que le echara una manita para seducir a una mujer impresionable, por lo que lo sorprendió mucho enterarse de que todos esos arbustos, esas lianas, esas grandes corolas, esos chismes que trepaban y esos pétalos tan sencillitos también eran rosas.

En medio de las flores había una gran mesa rodeada de sillas aún más descabaladas que las de la cocina, debajo de una pérgola a la que se enganchaba todo lo que tenía hojas y gusto por trepar. Kate no se hizo de rogar para hacer inventario.

—Glicinas, clemátides, madreselvas, güiras, aquebias, jazmines-Pero en agosto es cuando más bonito está todo esto. Sentarse aquí en agosto, al final del día, cuando uno está muy cansado y todas las fragancias salen a tomar el fresco, es… maravilloso…

Dejaron sobre la mesa varias pilas de platos, la cesta con los embutidos, las cuatro hogazas de pan, una botella de vino, servilletas, frascos de pepinillos, jarras de agua, una decena de tarros de mostaza reconvertidos en vasos, dos copas y la gran ensaladera.

—Bueno… ahora ya podemos tocar la campana para llamar a todos a cenar…

—Parece usted preocupado —le dijo, una vez de vuelta en casa.

—¿Puedo utilizar su teléfono?

Sus miradas se cruzaron.

Kate bajó la cabeza.

Acababa de distinguir unos faros a lo lejos.

—S-Sí, claro… —tartamudeó, sacudiendo las manos a su alrededor como buscando un delantal invisible—, es… está ahí, al fondo del pasillo.

Pero Charles no se movía. Esperaba a que Kate volviera a él.

Lo que ella hizo, con una sonrisita, mordisqueándose el labio.

—Tengo que avisar a la agencia. Por el coche que he alquilado, ¿sabe…?

Kate asintió, nerviosa. De una manera que decía no, no quiero saberlo. Y, mientras él se dirigía a París, salió y se agachó junto a la bomba de agua.

Sabías muy bien que no era buena idea, se maldijo Kate, ahogándose en un hilillo de agua cada vez más fría.

¿Qué te creías, you silly old fool, que había venido a fotografiar los puentes de Madison?

Era un viejo aparato con dial. Y se tarda mucho en marcar un número dándole vueltas a un dial. Empezó, pues, por Mathilde para reunir valor.

Buzón de voz.

Le mandó un beso y le aseguró que podía contar con él para llevarla al aeropuerto el lunes por la mañana.

Después llamó a la agencia de alquiler de coches.

Buzón de voz.

Se presentó, explicó la situación y añadió que entendía que le cobraran otro día más de alquiler.

Y, por último, a Laurence.

Contó cinco timbrazos, se preguntó qué demonios iba a decirle…

Buzón de voz.

¿Qué otra cosa si no?

«Tengan la amabilidad de dejarme un mensaje», les rogaba a todos, con un tono en plan muy alta costura.

¿Amabilidad? A Charles le sobraba, desde luego. Se embarcó en una explicación confusa, empleó la palabra «contratiempo» y apenas le dio tiempo a mandarle un b… pues el pitido del aparato le calló la boca.

Charles colgó el auricular.

Observó los restos de salitre y las grietas que recorrían la pared. Tocó esa corrosión y permaneció largo rato ahí, descascarillándose por dentro.

El sonido de la campana lo sacó de su ensimismamiento.

Se reunió con Kate en el patio.

Estaba sentada en el tercer peldaño de una escalera de piedra, había vuelto a calzarse sus bailarinas y se había puesto un jersey grueso.

—¡Venga a asistir al espectáculo! —le dijo—. ¡La voz en off se la pongo yo!

Charles dudó un momento antes de instalarse a sus pies… Si se sentaba ahí le vería la calva…

Bueno… qué se le iba a hacer.

—El primero en llegar será Yacine, porque es el más comilón y porque nunca está haciendo nada… Yacine no participa nunca en ningún juego… Es miedoso y torpón… Los demás dicen que es porque le pesa demasiado la cabeza… Lo acompañarán Hideous y Ugly, nuestros encantadores Dupont y Dupond de la raza canina… Mire, ahí los tiene… Después Nelson, acompañado de su dueña y seguido de Nedra, que profesa ella también a Alice la misma adoración que su perro…

Se entreabrió la puerta del taller.

—¿Qué le decía?… Luego los adolescentes… Esas tripas con patas que no oyen nunca nada salvo la campana que anuncia las comidas. Tres carritos de la compra cada quince días, Charles… ¡Tres carritos llenos hasta arriba! Con ellos estarán también Ramón, el Capitán Haddock y la cabra cerrando la marcha… Todos vienen a lo mismo: la zanahoria de por la noche… Sí, sí, la zanahoria —suspiró Kate—, ésta es una casa llena de rituales tontos como éste… Me llevó un tiempo, pero por fin comprendí un día que los rituales tontos ayudan a vivir…

»Y, para terminar, los últimos perros rezagados aquí y allá… El cachorrillo del que le hablaba antes, que se ha convertido en un espléndido mmmm… una especie de basset, dado el asombroso tamaño de sus orejas… y last but not least, nuestro querido Freaky, que seguramente debió de ser el manguito de Frankenstein en una vida anterior… ¿Se ha fijado usted en él?

—No —dijo Charles desde el palco, con la mano a modo de visera delante de los ojos y la sonrisa clavada en los labios—, me parece que no…

—Ya lo verá, es uno rechoncho lleno de cicatrices, con una oreja mal cosida y los ojos saltones…

Silencio.

—¿Por qué? —quiso saber Charles.

—Por qué ¿qué?

—¿Por qué todos estos animales?

—Para ayudarme.

Señaló la colina con el dedo.

—Ahí están… Dios mío… Son aún más de los que pensaba… Y allá a lo lejos, cerca de los abetos, no sé si alcanza a verlas… nuestras grandes amazonas… Harriet y su amiguita Camille, a lomos de sus ponis, a pleno galope para variar. ¿¿¿Tendré zanahorias suficientes???

El gran desfile que siguió confirmó palabra por palabra todo lo que había anunciado Kate. Pronto el patio se llenó de gritos, remolinos de polvo y cacareos.

Kate vigilaba de reojo las reacciones de su invitado.

—Hace un rato que trato de ponerme en su lugar —le confesó por fin—, me digo: ¿qué pensará de todo esto? Que ha ido usted a parar en una casa de locos, ¿verdad?

No. Charles estaba pensando en el contraste entre la agitación presente y sus balbuceos trabajosos al teléfono.

Últimamente, tenía la impresión de que se pasaba la vida hablando con máquinas…

—No me contesta…

—No intente ponerse en mi lugar —bromeó Charles en un tono agridulce—, es un lugar mucho más…

—Más ¿qué?

Con la punta del zapato, se entretenía en dibujar semicírculos sobre la grava.

—Menos vivo.

De pronto, le entraron muchas ganas de hablarle de Anouk.

—¡A cenar! —exclamó Kate, poniéndose en pie.

Charles aprovechó que se había alejado para preguntarle a Yacine:

—Dime una cosa… ¿cómo se llaman las crías de las lechuzas?

—Lechuchicillas —sonrió Alice.

Yacine estaba descompuesto.

—¡Oye, tranquilo! Que si no lo sabes tampoco es tan grave… —lo tranquilizó Charles.

Claro que sí.

Claro que era grave.

—Sé que la cría del pavo se llama «pavezno», pero la de la lechuza… esto…

—¿Y la cría del águila? —preguntó Charles al azar, para sacarlo del apuro.

Sonrisa de oreja a oreja.

—El aguilucho.

Uf, menos mal.

Bueno, eso de «uf» es una manera de hablar… El niño le dio la tabarra con eso durante buena parte de la cena. Que si el pavezno, que si el osezno, que si el lobezno, que si el perrezno; que si el lobato, que si el cervato, que si el ballenato, que si el gurriato, que si el jabato, que si el gabato, que si el lebrato y que si el gazato.

No. Perdón. El gazapo.

Sentada al otro lado de la mesa, Kate lo miraba asentir concienzudamente con la cabeza y se divertía very much.

Eran doce bajo el emparrado. Todo el mundo hablaba a la vez. El pan y los pepinillos viajaban de un extremo a otro de la mesa, y se contaban anécdotas de la fiesta del colegio.

Quién había ganado qué, que el hijo de la maestra había hecho trampas y al cabo de cuantos chatos se había alejado de la barra el borracho del pueblo.

Los mayores querían dormir al raso, y los pequeños afirmaban que ellos también eran mayores. Con una mano Charles le servía más vino a Kate, y con la otra apartaba el hocico de algo que le babeaba en el hombro… Kate los reñía diciendo: «For Christ sake! ¡Dejad de dar de comer a los perros!», pero nadie la escuchaba porque hablaba chino para ellos. Ella suspiraba entonces y, sin que nadie la viera, le daba canapés de paté al Gran Perro.

A la hora del postre, encendieron velas y linternas. Samuel y su pandilla recogieron los platos sucios y fueron a buscar las tartas que habían sobrado de la fiesta. Hubo algunas peleas. Nadie quería tarta de manzana de Fulanita porque Fulanita olía mal. Los adolescentes, mientras sacaban brillo a las pantallas de sus móviles último modelo, hablaban de buenos rincones para ir a pescar, de las complicaciones en el parto de la última vaca y de la nueva ensiladora de los Gagnoux. Había una chica muy guapa con una camiseta blanca de tirantes con un punto negro dibujado a la altura del pezón izquierdo, seguido de una flecha que advertía: «distribuidor de tortas», y la máquina funcionaba muy pero que muy bien.

Yacine se preguntaba en voz alta si se decía lebrón o lebrato, Nedra contemplaba la llama de una vela, y Charles contemplaba a Nedra.

Parecía un cuadro de La Tour…

Las autostopistas se habían ido en busca de un lugar donde «se captara algo», y Alice moldeaba mariquitas con cera y granos de pimienta del salchichón.

Entre un grito y otro se oía el viento en los árboles y el trino de las crías de las lechuzas.

Charles, atento a todo, se concentraba para después.

Sus tonterías, sus risas, sus rostros.

Ese islote en medio de la noche.

No quería olvidar nada de todo aquello.

Kate lo retuvo sujetándolo por el brazo.

—No, no se levante. Les toca a los niños trabajar un poco… ¿Quiere un café?

Alice se ofreció a preparárselo ella. Nedra trajo el azúcar, y los demás cogieron una linterna para llevar a los animales al prado.

Fue una cena muy alegre y llena de efímeras.