6

—¡Vaya! ¡Veo que no pierde usted el tiempo! ¡Ya ha dado con las dos chicas más guapas de la región!

Las cuales soltaron unas risitas nerviositas, preguntaron dónde estaban los demás y desaparecieron por los campos.

Kate había vuelto a calzarse sus botas.

—Estaba a punto de repartir el rancho, ¿quiere acompañarme?

Cruzaron el patio de la granja.

—Normalmente, de dar de comer a los animales se ocupan los niños, pero bueno… hoy es un día de fiesta para ellos… Y así aprovecho para enseñarle todo esto… —Se dio la vuelta—. ¿Se encuentra bien, Charles?

A Charles le dolía todo: la cabeza, la cara, la espalda, el brazo, el pecho, las piernas, los pies, la agenda, el retraso acumulado, los remordimientos, Laurence y las llamadas pendientes.

—Muy bien, gracias.

Le pisaban los talones todas las gallinas; más tres chuchos; más una llama.

—No la acaricie, si no…

—Sí, sí… Ya me lo ha advertido Lucas… Que ya no me la podría quitar de encima…

—Conmigo ocurre lo mismo —se rió Kate, agachándose para coger un cubo.

No, no. No había dicho eso.

—¿A qué viene esa sonrisa? —preguntó Charles, preocupado.

—A nada… Fiebre del sábado noche… Bien, ésa es la antigua porqueriza, pero en la actualidad la utilizamos de despensa… Cuidado con los nidos… Aquí, como en todos los demás edificios, hay goteras de caca de pájaro todo el verano… Ahí almacenamos los sacos de grano y demás, y cuando digo «despensa», por desgracia me refiero más bien a que es un almacén de ratones y lirones… —Y, dirigiéndose a un gato que estaba roque sobre un viejo edredón, dijo—: ¿Qué tal, bonito? Qué vida más dura nos pegamos, ¿eh? —Levantó una tabla y llenó el cubo del agua que vertió de una lata—. Tenga… ¿puede coger usted esta regadera…?

Volvieron a cruzar el patio, esta vez en sentido contrario.

Kate se dio la vuelta.

—¿No viene?

—Me da miedo pisar a algún pollito…

—¿Un pollito? Imposible. Son patitos… Avance sin preocuparse por ellos. Mire… ahí tiene la manguera…

Charles no llenó la regadera hasta arriba. Temía no poder levantarla del suelo…

—Aquí está el gallinero… Uno de mis lugares favoritos… El abuelo de Rene tenía ideas muy modernas en materia de gallineros, y nada era demasiado para sus queridas gallinitas… De hecho, tengo entendido que ello daba lugar a grandes peleas con su mujer…

La primera reacción de Charles fue la de retroceder un paso, a causa del olor, pero luego se quedó fascinado… ¿Cómo decir? La atención, el cuidado con el que se había ideado ese lugar… Esas escaleras, esos dormideros y ponederos, tan bien alineados, adornados, pulidos e incluso esculpidos…

—Y mire esto… Frente a esta viga hasta abrió una ventana para que las señoritas pudieran aliviarse contemplando las vistas… Y ahora, sígame… Aquí tenemos una pajarera para que pudieran retozar a gusto, una rocalla, una charca, abrevaderos, un poco de polvo para ahuyentar a los parásitos y… mire las vistas… Mire qué hermosura…

Mientras Charles vaciaba el contenido de su regadera, Kate añadió:

—Un día… no sé cómo describirlo… un día en que estaba muy desesperada —empezó riendo—, se me ocurrió la idea disparatada de llevar a los niños a uno de esos lugares de vacaciones llamados «center parcs», ¿los conoce?, esos en plena naturaleza, con piscina, actividades, etcétera.

—He oído hablar de ellos, pero nunca he ido a ninguno…

—Creo que fue la peor idea de mi vida… Encerrar a estos niños tan «salvajes»… Se portaron fatal… Hasta estuvieron a punto de ahogar a otro niño… Bueno, ahora nos hace mucha gracia, pero en el momento… Sobre todo teniendo en cuenta lo que costaba… Vamos, que mejor olvidarlo… Bueno, todo esto para decirle que la primera noche, después de dar una vuelta por ese… ese lugar, Samuel declaró solemnemente: nuestras gallinas están mejor cuidadas. Luego se pasaron la semana entera viendo la tele, desde que se levantaban hasta que se acostaban… Como verdaderos zombis… No les dije nada… Después de todo, era su manera de cambiar de aires…

—¿No tiene usted televisión?

—No.

—¿Pero sí internet?

—Sí… No puedo cerrarlos al mundo entero, al fin y al cabo…

—¿Y lo utilizan mucho?

—Sobre todo Yacine. Para sus investigaciones… —sonrió Kate.

—Ese niño es asombroso…

—Y tanto.

—Dígame una cosa, Kate, ¿es…?

—Luego, más tarde. Cuidado, que se sale el agua… Bueno… los huevos no los vamos a coger, es el pasatiempo favorito de Nedra…

—Bueno, y ya que la menciona, precisamente…

Kate se dio la vuelta.

—¿Le gusta el whisky muy, muy bueno?

—Pues… sí…

—Entonces luego, más tarde.

—Éste es el antiguo horno… que ahora utilizamos de perrera… Cuidado, el olor es insoportable… Esto de aquí es un cobertizo… Esto, el establo… transformado en garaje para bicis… Eso de ahí, la bodega… No repare en el desorden y en los trastos que hay… Era el taller de Rene…

Charles no había visto nunca nada igual. ¿Cuántos siglos acumulados había ahí? ¿Cuántos contenedores, cuántos brazos y cuántas semanas serían necesarios si hubiera que vaciar ese lugar?

—Pero ¡¿ha visto todas estas herramientas?! —exclamó—. Parece el museo de Arte y Tradiciones populares, es extraordinario…

—¿Usted cree? —contestó Kate con una mueca.

—Estos niños no tendrán televisión, pero desde luego seguro que no se aburren ni un momento…

—Ni uno solo, por desgracia…

—¿Y eso de ahí? ¿Qué es?

—Es la famosa moto que arregla René desde… la guerra, me imagino…

—¿Y eso de ahí?

—No lo sé.

—Es increíble…

—Huy… pues esto no es nada, aún hay más…

Volvieron a la luz del día.

—Aquí están las conejeras… Vacías… Tengo mis limitaciones… Eso de ahí es un primer silo para guardar el heno, un henil, vamos… En ese pajar de ahí, como su nombre indica, se guarda la paja… ¿Qué está mirando?

—La armadura… Estos tipos me dejan de piedra… No se imagina la cantidad de conocimientos teóricos que hay que tener para construir cosas como ésta… No —prosiguió, pensativo—, no se lo puede ni imaginar… Es que hasta yo, que soy del gremio, no… ¿Cómo lo hacían? Es un misterio… Cuando sea viejo, me apuntaré a clases de carpintería…

—Cuidado con el gato…

—¿¡Otro!? Pero ¿cuántos tiene?

—Huy… hay mucho movimiento, mucha renovación… O sea, nacen muchos y mueren otros muchos también… Sobre todo por culpa del río… Los muy tontos se tragan cebos con anzuelo y ahí se quedan…

—Y ¿qué tal se lo toman los niños?

—Es una tragedia. Hasta la siguiente carnada…

Silencio.

—¿Cómo se las apaña, Kate?

—No me las apaño, Charles, no me las apaño. Pero a veces, de vez en cuando, le doy clases de inglés a la hija del veterinario a cambio de algunas consultas gratis…

—No… me refería a todo lo demás…

—Soy como los niños: espero la próxima carnada. Es algo que me enseñó la vida… un día… —Cerró el cerrojo cuando hubo salido Charles—. Y con eso es más que suficiente.

—¿Encierra a los gatos?

—Pero, hombre, si los gatos no pasan nunca por las puertas…

Se dieron la vuelta, y aquello parecía… el Patio de los Milagros, como en la novela de Víctor Hugo…

Cinco chuchos, a cual más feo y deforme, esperaban la hora de la comida.

—Vamos, espantos míos… Os toca a vosotros…

Volvió a la despensa y llenó sus escudillas.

—Ese de ahí…

—Sí, ¿qué pasa con él?

—¿Sólo tiene tres patas?

—Y le falta un ojo… Por eso le hemos puesto de nombre Nelson

Kate se percató de la perplejidad de su invitado, y precisó:

Admiral Lord Nelson… Battle of Trafalgar… ¿Le suena?

—Esto de aquí es la leñera… Eso de ahí, otro silo… donde está el antiguo granero… O sea, el que se usa para almacenar el grano… No tiene nada especial… Trastos, nada más que trastos… Otro museo, como usted lo llama… Aquí hay otro más en ruinas todavía… Pero con unas puertas muy bonitas de doble hoja, porque ahí es donde se guardaban antes los coches de caballos… Quedan dos en un estado deplorable. Venga a verlos…

Molestaron a las golondrinas, que estaban ahí tan tranquilas.

—Pero éste todavía está muy bien…

—Ah, ¿ese ligero de dos ruedas? Ése lo restauró Sam. Para Ramón

—¿Quién es Ramón?

—Su burro —precisó, levantando los ojos al cielo en un gesto elocuente—, el tontorrón de su burro…

—¿Por qué ese aire de desesperación?

—Porque se le ha metido en la cabeza participar en un concurso de doma que organizan en la región este verano…

—¿Y cuál es el problema? ¿No está preparado?

—No, no, ¡sí que lo está! De hecho, ha practicado tanto que el año que viene repetirá curso… Pero no hablemos de eso, no tengo ganas de ponerme de mal humor…

Kate se apoyó contra una de las limoneras del coche de caballos.

—Porque ya lo ve… Esta casa es un desastre… Todo va mal, hay grietas por todas partes, todo se viene abajo… Los niños nunca llevan calcetines bajo las botas, y eso cuando tienen botas… Tengo que desparasitarlos dos veces al año… Se meten por todos los rincones, se inventan un montón de travesuras por segundo y pueden invitar a casa a todos los amigos que quieran, pero sólo hay una cosa que todavía se tiene en pie, una sola: los estudios. Tendría que vernos por las tardes a todos, sentados a la mesa de la cocina haciendo los deberes… No permito que se tomen a broma los estudios… ¡El doctor Katyll se transforma en Mister Hyde! Pero ahora… Samuel… es mi primer fracaso… Lo sé, no debería decir «mi», pero bueno… no es tan sencillo…

—Bueno, tampoco será tan grave, ¿no?

—No, supongo que no… pero…

—Termine la frase, Kate, dígame…

—El año pasado empezó el instituto, así que tuve que mandarlo interno… Aquí no podía quedarse… Ya el colegio no es como para tirar cohetes… Y entonces, este curso interno ha sido un desastre… No me lo esperaba en absoluto, porque yo conservo excelentes recuerdos de mis años de boarding school, pero… no sé… a lo mejor aquí en Francia es distinto… Estaba tan feliz y tan aliviado cuando volvía a casa el fin de semana que yo no tenía valor para obligarlo a ponerse a estudiar. Y ya ve el resultado…

Kate tenía una sonrisa triste.

—Bueno, en lugar de un buen estudiante a lo mejor tendré un campeón de Francia de doma de burros… Bueno… vámonos… Estamos asustando a las madres…

Era cierto que no paraban de piar en los nidos encima de sus cabezas.

—¿Tiene hijos? —le preguntó Kate.

—No. Bueno, sí… Tengo una Mathilde de catorce años… No la he «fabricado» yo, pero…

—Pero eso no cambia gran cosa…

—No.

—Lo entiendo. Mire… Le voy a enseñar un sitio que le va a gustar…

Llamó a la puerta del enésimo edificio.

—¿Sí?

—Estoy con Charles, ¿podemos entrar?

Les abrió la puerta Nedra.

Si Charles pensaba que ya no podría asombrarse más, se equivocaba de medio a medio.

Se quedó callado un buen rato.

—Es el taller de Alice —le dijo Kate al oído.

Pero no por eso recuperó Charles el habla.

Había tantas cosas que ver… Cuadros, dibujos, frescos, máscaras, marionetas hechas de plumas y de cortezas, muebles fabricados con pedazos de madera, guirnaldas de hojas, maquetas y un montón de animalitos extraordinarios…

—¿Era ella entonces la artista de la repisa de la chimenea?

—La misma…

Alice estaba de espaldas, sentada a una mesa colocada delante de la ventana. Se dio la vuelta tendiéndoles una caja.

—¡Mirad todos los botones que he encontrado en el mercadillo! Mirad qué bonito es éste… Es de mosaico… Y este de aquí… Es un pececito de nácar… Es para Nedra… Le voy a hacer un colgante con él para celebrar la llegada del Señor Blop

—¿Se puede saber quién es el Señor Blop?

Charles se alegró de no ser el único que hacía preguntas tontas.

Nedra les señaló una esquina de la mesa.

—Pero… —dijo Kate— ¡¿lo habéis puesto en el precioso jarrón de Granny?!

—Pues sí… Te lo íbamos a decir… Es que no hemos encontrado ningún acuario…

—Porque no habéis buscado bien… Habéis ganado ya un montón de pececitos, y, dicho sea de paso, nunca habéis sido capaces de conseguir que os duraran más de un verano, y yo os he comprado montones de peceras…

—Peceras —corrigió la artista.

—Gracias, bowls. So… apañáoslas…

—Sí, pero es que son muy pequeñas…

—¡Pues entonces no tenéis más que construirle vosotras una! ¡Como Gastón!

Cerró la puerta y se volvió hacia Charles gimiendo.

—Nunca debería haber dicho esta frase: «No tenéis más que…», siempre anuncia consecuencias horrorosas… Bueno, venga… vamos a terminar nuestra ronda pasando por las cuadras y así no olvidará nunca esta visita. Sígame…

Se dirigieron a otro patio.

—Kate, ¿puedo hacerle una última pregunta?

—Lo escucho.

—¿Quién demonios es Gastón?

—¿No conoce a Gastón Lagaffe, el personaje de los tebeos? —preguntó, fingiendo una tristeza exagerada—. ¿Gastón y su pez Bubulle?

—Ah, sí, sí, claro que sí…

—Yo me puse otra vez a estudiar francés en serio, cuando tenía diez años, para poder entender bien los tebeos de Gastón Lagaffe. Anda que no sudé sangre… Por culpa de todas esas onomatopeyas…

—Pero… ¿qué edad tiene? Si no es demasiada indiscreción… No se preocupe, le he confirmado a Yacine que es verdad que tiene usted veinticinco años, pero…

—Pensaba que había dicho que era la última pregunta —le dijo, sonriendo.

—Me equivocaba. Nunca habrá una última pregunta. No es culpa mía, sino suya, porque usted…

—Yo ¿qué?

—Me siento un poco bobo, pero es como si estuviera descubriendo el… el Nuevo Mundo… así que, qué le vamos a hacer, me surgen muchas preguntas…

—Vamos… ¿es que nunca ha estado en el campo?

—Lo que me impresiona no es el lugar en sí, sino lo que ha hecho de él…

—¿Ah, sí? ¿Y qué he hecho de él, según usted?

—No sé… Una especie de paraíso, ¿no?

—Dice usted eso porque es verano, porque hay una luz muy bonita y han acabado las clases…

—No. Lo digo porque veo a unos niños divertidos, inteligentes y felices.

Kate se quedó muy quieta.

—¿De… de verdad piensa lo que acaba de decir?

Su voz se había vuelto tan seria de repente…

—No lo pienso, estoy seguro de ello.

Kate se apoyó en su brazo para quitarse una chinita de la bota.

—Gracias —murmuró, haciendo una mueca horrible—, yo… ¿Nos vamos?

Bobo era una palabra muy floja, Charles se sentía totalmente estúpido, sí…

¿Por qué acababa de hacer llorar a esa chica tan adorable?

Kate dio unos cuantos pasos y añadió en un tono más alegre:

—Pues sí… casi veinticinco años… Bueno, no del todo… Treinta y seis, para ser más exactos…

»Bueno, como ya se habrá dado usted cuenta, la gran avenida bordeada de robles no era para esta modesta granja, sino para un castillo que pertenecía a dos hermanos… Pues bien, sepa usted que le prendieron fuego ellos mismos durante la época del Terror… Estaba recién construido, habían puesto en él todo su entusiasmo y todos sus ahorros, bueno… los de sus antepasados… y cuando los revolucionarios empezaron a querer ahorcar también a los aristócratas de por aquí, según cuenta la leyenda, pero es una leyenda que me encanta, nuestros queridos hermanos se tomaron el tiempo de pimplarse una por una todas las botellas de vino de su bodega antes de prenderle fuego al castillo entero, y luego se ahorcaron ellos mismos.

»Esto me lo contó un tipo de lo más excéntrico que apareció un día por aquí porque buscaba… No, es una historia demasiado larga… Ya se la contaré en otra ocasión… Volviendo a estos dos hermanos… Eran dos solterones que sólo vivían para la caza… Cuando digo caza me refiero a monterías, y por lo tanto a caballos, y ningún lujo era excesivo para sus caballos. Y si no, juzgue usted mismo…

Acababan de doblar la esquina del último silo.

—Mire qué maravilla…

—¿Cómo?

—No, nada, maldecía porque no me he traído mi cuaderno de dibujo.

—Bah… Ya volverá usted otro día… Es aún más bonito por la mañana…

—Es aquí donde deberían vivir…

—Los niños viven aquí durante el verano… Ya verá, hay un montón de pequeñas habitaciones para los mozos de cuadra…

Con la boca abierta y las manos en jarras, Charles admiraba el trabajo de su lejano colega.

Un edificio rectangular con un revestimiento ocre y deslucido que sólo dejaba ver los machones y los linteles de piedra tallada, tejados en mansarda cubiertos de tejas finas y planas, una alternancia rigurosa de lucernas de volutas y de ojos de buey, y una gran puerta en forma de arco enmarcada por dos larguísimos abrevaderos…

Esa cuadra, sencilla, elegante, construida en un rincón perdido del mundo y por dos hidalgos que no habían tenido la paciencia de esperar su turno para la horca, resumía en sí misma todo el espíritu del Gran Siglo.

—Esos dos tenían delirios de grandeza…

—Pues parece ser que no. Una vez más según ese tipo excéntrico del que le hablaba, al parecer los planos del castillo, al contrario, eran bastante decepcionantes… Su delirio eran los caballos, más bien… Y ahora —añadió Kate, riéndose—, el que disfruta todo esto es el gordinflón de Ramón… Venga por aquí… Mire el suelo… Son piedrecitas de río…

—El suelo del puente también es así…

—Sí… Para que no resbalaran los cascos de los caballos…

El interior era muy oscuro. Más que en ningún otro sitio, las vigas y las viguetas estaban atestadas de nidos de golondrina. El lugar debía de medir unos diez metros por treinta y estaba formado por seis boxes separados por paneles de madera muy oscura fijados a unos postes rematados por bolas de latón.

Pegaso, Valiente, Húngara… Más de dos siglos, tres guerras y cinco repúblicas aún no habían conseguido borrar esos nombres…

El frescor de las piedras, los numerosos cuernos de ciervo cubiertos de telarañas, la luz, que entraba por las aperturas redondas de los ojos de buey y proyectaba grandes haces de polvo fosforescente, y ese silencio, repentino, únicamente alterado por el eco de sus pasosvacilantes, tropezando sobre el relieve de las piedrecitas de río, todo ello era… Charles, que siempre había tenido pánico a los caballos, se sentía como si acabara de entrar en una catedral y no se atrevía a aventurarse más allá de la nave.

Kate soltó un taco que lo sacó de su ensimismamiento.

—Mire este jersey… Ya está… Se lo han comido los ratones… Fuck… Venga por aquí, Charles… Le voy a contar todo lo que me dijo ese señor del Patrimonio histórico cuando vino a mi casa… Quizá no salte a la vista, pero ésta es una cuadra ultramoderna… La piedra de los comederos está pulida, para comodidad del ¿pecho? ¿Se dice pecho también cuando es el de los caballos?

—Pecho sounds good —confirmó Charles, sonriendo.

—… para comodidad de los jamelgos, como le iba diciendo, y dentro de cada comedero se practicaron pequeños compartimentos individuales para dosificar sus raciones diarias. Los pesebres, mire usted, son dignos del palacio de Versalles… Son de madera torneada de roble y están coronados, en cada extremo, por pequeños cálices esculpidos…

—Acróteras…

—Si usted lo dice… Pero el colmo del refinamiento no es eso… Mire… Cada listón gira sobre sí mismo para… ¿Cómo dijo ese señor?… para «no obstaculizar la salida del forraje»… Un forraje siempre sucio de polvo y de cagarrutas de ratón que provocaba numerosas enfermedades, motivo por el cual estos pesebres, al contrario que en las cuadras de los demás paletos, no están inclinados sino casi en vertical, con una pequeña trampilla, ahí, abajo del todo, donde se va depositando el dichoso polvo… Y como los caballos estaban enfrente de una pared ciega, colocaron rejas entre cada box para que no se aburrieran y pudieran charlar con el vecino… Hello, dear, did you see the fox today? Mire qué bonitas son estas rejas… Parecen olas que vinieran a morir al poste… Por encima de su cabeza, varias aberturas para bajar el heno del granero y…

Le tiró de la manga para obligarlo a que la siguiera.

—Aquí, el único box cerrado. Muy grande y de paredes revestidas de madera… En él se metía a las yeguas preñadas y a los potrillos… Levante la cabeza… El ojo de buey que ve usted ahí permitía al mozo de cuadra vigilar el desarrollo del parto sin moverse de su cama…

Extendió el brazo.

—Supongo que se le habrá pasado por alto admirar los tres faroles del techo… Apenas daban luz y eran tremendamente difíciles de manipular, pero mucho menos peligrosos que los que se colocaban en los poyos de las ventanas y… ¿de… qué se ríe?

—De nada. Estoy maravillado… Me siento como si tuviera una conferenciante para mí solo…

—Pfff… —Kate se encogió de hombros—, me estoy aplicando porque es usted arquitecto, pero si le parece un tostón todo lo que le cuento, me lo dice y me callo.

—Dígame una cosa, Kate.

—¿Qué?

—¿Por casualidad no tendría usted un genio de mil pares de demonios?

—Sí —terminó por reconocer ella, tras una serie de mohines muy propios de la época de la cuadra, el siglo XVIII—, es posible… ¿Continuamos con la visita?

—Vaya delante que yo la sigo.

Charles se cruzó las manos a la espalda y moderó un poco su sonrisa.

—Y esta escalera —dijo Kate con tono docto—, por ejemplo… ¿acaso no es sublime?

—Lo es.

No era nada del otro mundo, sin embargo. Una escalera de doble tramo y que, al no estar destinada a los queridos caballos de los hidalgos, estaba hecha de una madera de lo más corrientita, que había ido tomando el color de las piedras y desgastándose con las pisadas repetidas de siglos de botas, pero cuyas proporciones, y éste es un tema al que habremos de volver siempre, eran absolutamente perfectas. Hasta tal punto que a Charles ni se le pasó siquiera por la cabeza apreciar las de su bella guía que subía delante de él, ocupadísimo como estaba en calcular la altura de las contrahuellas en función del ancho de los peldaños.

Ancho que los ebanistas denominan «huella», pero, bueno, tampoco era eso motivo para no fijarse en la chica.

Pero qué tontos son a veces los listos…

—Aquí están las habitaciones… Hay cuatro en total… Bueno, tres… La cuarta está condenada…

—¿Por qué, se está derrumbando?

—No, está esperando bebés lechuza… ¿Cómo se llaman, por cierto? ¿Lechucillas?

—No lo sé…

—No es que sepa usted mucho, ¿eh? —le chinchó Kate, pasando justo delante de él para abrirle la segunda puerta.

El mobiliario era bastante austero. Camitas de hierro con jergones despanzurrados, unas sillas cojas y unos ganchos de los que colgaban correas de cuero medio podridas. Aquí había una chimenea condenada, allá… una… colmena tal vez, más allá un motor a medio desmontar, ahí unas cañas de pescar, montones de libros leídos una y otra vez por generaciones de roedores, trozos de pared de escayola que se caían a trozos, otro gato, unas botas, viejos ejemplares de La vida agrícola, botellas vacías, una rejilla de radiador de un Citroën, una carabina, cajas de cartuchos, un… En las paredes, ingenuas litografías avergonzadas por carteles picantones, una chica Playboy que se tiraba del nudito del bikini haciéndole ojitos a un crucifijo muy torcido hacia un lado, un calendario de 1972 cortesía de los abonos Derome y, por todas partes, la misma moqueta, oscura y gruesa, tejida con suma paciencia por decenas de miles de moscas muertas…

—En los tiempos de los padres de Rene aquí se alojaban los jornaleros…

—¿Y es aquí donde duermen los niños?

—No —lo tranquilizó Kate—, se me ha olvidado enseñarle la última habitación que está debajo de la escalera… Pero espere… ya que le gustan tanto las armaduras… Venga a ver el granero… Tenga cuidado, no se dé en la ca…

—Demasiado tarde —gimió Charles, aunque, total, un chichón más o menos…

No tardó mucho en quitarse la mano de la frente.

—¿Es usted consciente, Kate, del trabajo y la inteligencia que necesitaron estos hombres para realizar una estructura como ésta? ¿Ha visto el tamaño de estas vigas de fuerza? ¿Y el largo de la viga cumbrera? Es la viga culminante del tejado, esa de ahí… Aunque sólo sea ya talar, tallar y manipular un tronco de esas dimensiones, ¿se imagina usted el quebradero de cabeza que debía de ser? Y todo está perfectamente enclavijado… Y el pendolón ni siquiera está reforzado con una pieza metálica… —Le indicaba el lugar sobre el que parecía sostenerse la armadura entera—. Son tejados llamados de mansarda que permiten ganar mucha altura bajo el techo… Por eso tiene lucernas tan bonitas…

—Vaya, sí, un par de cosillas sí que sabe usted…

—No. No tengo ni idea de arquitectura rural. Nunca he tenido, para utilizar la jerga de mis colegas, orientación patrimonial. Me gusta inventar, no restaurar. Pero claro, cuando veo algo así, yo que siempre estoy experimentando con nuevos materiales y nuevas técnicas ayudándome con programas informáticos cada vez más perfeccionados, me siento… cómo le diría yo… siento que las cosas me superan un poco…

—¿Y matrimonial? —soltó Kate cuando estaban ya de vuelta en la escalera.

—¿Cómo?

—Acaba de decirme que no tiene orientación patrimonial, pero por lo demás, ¿está… está usted casado?

Charles se sujetó a la barandilla carcomida.

—No.

—¿Y… vive con… con… la madre de Mathilde?

—No.

Ay.

No era nada. Una astilla a la que no le gustaban las trolas.

¿Había mentido?

Sí.

Pero ¿acaso vivía (vivir lo que se dice vivir) con Laurence?

—Mire… Ya han instalado todo su campamento…

En el centro de la habitación se veía una montaña de cojines y sacos de dormir. Había también una guitarra, paquetes de caramelos, una botella de Coca-Cola, una baraja de tarot y varias cervezas.

—Caramba… esto promete —dijo Kate, soltando un silbido—. Estamos en el guadarnés… El único sitio cómodo de este lugar llamado «Les Vesperies»… El único sitio donde el parqué es bonito y el revestimiento de madera está cuidado… El único sitio en el que ha habido jamás una estufa digna de ese nombre… Y ¿para qué todo esto, según usted?

—¿Para el administrador?

—¡Para el cuero, mi querido amigo! Para protegerlo de la humedad. ¡Para que las sillas y las bridas de sus señorías gozaran de una higrometría perfecta! Todo el mundo se pelaba de frío, pero las fustas, no, por favor, ellas tenían que estar al calorcito. ¿No le parece formidable? Siempre he pensado que fue esta habitación la culpable de la suerte que corrió el palomar…

—¿Qué palomar?

—El que los lugareños desmontaron piedra a piedra para consolarse de no haber podido quemar ellos mismos el castillo… Usted sabrá de esto más que yo, pero los palomares eran verdaderamente los símbolos odiados del Antiguo Régimen… Cuanto más quería fardar el señor, más grande era su palomar, y cuanto más grande era éste, más semillas comían las palomas. Una paloma puede zamparse cerca de cincuenta kilos de grano al año… Por no mencionar los brotes tiernos de la huerta, que es lo que más les gusta…

—Sabe usted tanto como Yacine…

—Bueno, es que… ¡todo esto me lo ha contado él!

Kate se reía.

Ese olor… Era el de Mathilde cuando era pequeña… Y, por cierto, ¿por qué había dejado de montar a caballo? Con lo que le gustaba…

Sí… ¿por qué? ¿Y por qué no lo sabía Charles? ¿De qué más se había permitido no enterarse? ¿Enfrascado en qué reunión estaba aquel día? Una buena mañana Mathilde le había dicho «ya no hace falta que me lleves al club», y él no había buscado siquiera conocer la razón de esa decisión. ¿Cómo era pos…?

—¿En qué piensa?

—En mis anteojeras… —murmuró Charles.

Se volvió de espaldas y observó los ganchos, los soportes de las sillas, las bridas rotas, el banco que era a la vez un baúl, la pequeña pila de mármol del rincón, el tarro lleno de… alquitrán (?), el bidón de Emouchine fuerte, las trampas para ratones, los excrementos de estos pequeños roedores, los calzadores bajo la ventana, ese arnés impecablemente bien cuidado, que sería el del burro lo más seguro, las herraduras alineadas sobre una estantería, los cepillos, los limpiacascos, las gorras de equitación para niños, las mantas de los ponis, la estufa que había perdido su chimenea pero había ganado a cambio seis cervezas y esa especie de mueble con forma de tipi que lo intrigaba…

—¿Qué es eso? —le preguntó a Kate.

—Un tentemozo.

Ah.

Bueno, lo buscaría en el diccionario…

—¿Y eso de ahí? —preguntó Charles, con la frente pegada al cristal.

—La perrera… O lo que queda de ella…

—Era inmensa…

—Sí. Y lo que queda de ella lleva a pensar que a los perros los trataban igual de bien que a los caballos… No sé si alcanza a distinguirlo desde aquí, pero hay medallones con perfiles de chuchos esculpidos encima de cada puerta… No… Ya no se ve nada… Tendría que limpiar y arreglar todo esto… Bueno, esperaremos hasta que maduren las moras… Mire… hasta las rejas son bonitas… Cuando los niños eran pequeños, y yo quería un poco de tranquilidad un rato, los instalaba ahí. Para ellos era como un parque, y a mí me permitía hacer otras cosas sin preocuparme de que se ahogaran en el río… Un día me convocó la maestra de… Alice, creo que era: «Mire, me pone usted en una situación muy violenta, créame, pero la niña ha contado en clase que la encierra en una perrera con sus hermanos, ¿es verdad eso?».

—Y ¿qué pasó entonces? —Charles escuchaba entretenidísimo.

—Pues que le pregunté si también les había hablado de los látigos. Y nada, con eso ya me creé una sólida reputación…

—Es maravilloso…

—¿El qué, azotar a los niños?

—No… Todas estas cosas que cuenta…

—Bah… Bueno, ¿y qué hay de usted? No dice nada…

—No. Yo… A mí me gusta escuchar…

—Sí, ya lo sé, hablo demasiado… Pero son tan pocas las veces que llega hasta aquí un ser civilizado…

Entreabrió la otra ventana y repitió a las corrientes de aire:

—Son tan pocas las veces…

Volvieron sobre sus pasos.

—Me muero de hambre… ¿Usted no?

Charles se encogió de hombros.

No era una respuesta, pero es que se había quedado sin respuestas.

Ya no sabía cómo enfocar el plano. No conseguía leer la escala. Ya no sabía si debía marcharse o quedarse; seguir escuchándola o huir de ella; saber en qué iba a terminar todo eso o meter las llaves del coche en el buzón de la agencia de alquiler como ponía en su contrato.

No era calculador pero en eso consistía su vida, en anticiparse a lo que fuera a ocurrir y…

—Yo también —afirmó, para ahuyentar al cartesiano, al maestro en lógica matemática, al que revisaba los proyectos, leía y aprobaba, al que estaba bien anclado en una vida llena de disposiciones, de cláusulas y de garantías—. Yo también.

Después de todo, había recorrido ese camino para reencontrarse con Anouk y presentía que ya no andaba muy lejos.

Incluso había puesto la mano ahí, sobre esa nuca.

Justo ahí…

—Entonces vamos a ver lo que nos han dejado los caracoles…

Kate buscó un cesto que Charles se apresuró a quitarle de las manos. Y, como la víspera, y bajo la misma gran aguada de cielo pálido, dejaron atrás el patio de la granja y se fueron alejando por entre los campos.

Carraspiques, margaritas, milenramas de formas gráciles, celidonias, ficarias, pies de león, Charles ignoraba todos esos nombres de flores, pero dio rienda suelta al empollón que había en él.

—¿Qué es esa… ese tallo blanco de ahí?

—¿Dónde?

—Justo ahí delante…

—El rabo de un perro.

—¿En serio?

La sonrisa de Kate, por burlona que fuera, era… cuadraba bien con el paisaje…

La tapia de la huerta estaba en muy mal estado, pero la verja, enmarcada por sus dos pilares, todavía resultaba imponente. Charles los acarició al pasar y sintió la cosquilla áspera de los líquenes.

Kate entró en un cobertizo para buscar un cuchillo; la puerta chirrió. Charles la siguió entre las hileras de hortalizas plantadas. Todas las hileras estaban hechas con tiralíneas, impecablemente cuidadas y dispuestas a cada lado de dos caminos en cruz. Había un pozo en el centro y montones de flores en todos los rincones.

No, no es que fuera empollón, le gustaba aprender.

—Y esos arbolitos de ahí, esos que están como retorcidos, bordeando los caminitos, ¿qué son?

—¿«Retorcidos»? —se indignó Kate—. ¡Querrá decir podados! Son manzanos… que crecen y dan fruto sin necesidad de espaldera, a ver qué se ha creído usted…

—¿Y esa cosa azul magnífica que hay en la tapia?

—¿Eso? ¿La mezcla bordelesa? Es para la vid…

—¿Hacen vino?

—No. Ni siquiera nos comemos las uvas. Tienen un sabor horrible…

—¿Y esas grandes corolas amarillas?

—Eso es eneldo.

—¿Y eso? ¿Esa especie de plumeros?

—Espárragos…

—¿Y esas bolas gordas?

—Cabezas de ajos…

Kate se dio la vuelta para mirarlo.

—Charles, ¿es la primera vez que ve usted una huerta?

—Desde tan cerca, sí…

—¿De verdad? —preguntó Kate, con un aire afligido de verdad—. Pero ¿y cómo ha hecho para vivir hasta ahora?

—Yo también me lo pregunto…

—¿Nunca ha comido tomates o frambuesas recién cogidos?

—Quizá de niño…

—¿Nunca ha saboreado una uva espina? ¿Nunca ha comido una fresa silvestre todavía tibia? ¿Nunca se ha roto los dientes y pinchado la lengua con avellanas demasiado amargas?

—Mucho me temo que no… ¿Y esas enormes hojas rojas de la izquierda?

—¿Sabe lo que le digo? Debería hacerle todas estas preguntas al viejo Rene, le haría tanta ilusión… Y además él de estas cosas sabe mucho más que yo… Yo apenas tengo permiso para venir a la huerta… De hecho, mire… —se agachó—, vamos a coger sólo unas lechugas para acompañar nuestro festín, y hala, devolvemos el cuchillo a su sitio, y aquí no ha pasado nada…

Y eso fue lo que hicieron.

Charles inspeccionaba el contenido de su cesto.

—¿Y ahora qué lo preocupa?

—Pues que debajo de una hoja… hay una babosa enorme…

Kate se inclinó hacia delante. Su nuca… Cogió al bichito y lo dejó en un cubo junto a la tapia.

—Antes, Rene las aplastaba a todas, pero Yacine le ha dado tanto la vara que ya ni se atreve a ponerles un dedo encima. Ahora las tira todas en la huerta del vecino…

—¿Por qué del vecino?

—Porque le mató su gallo…

—¿Y por qué a Yacine le interesan las babosas?

—Sólo estas tan gordas… Porque leyó no sé dónde que pueden vivir entre ocho y diez años…

—¿Y qué?

My goodness! ¡Es usted tan pesado como él! Yo qué sé… Piensa que si la naturaleza, o Dios, o lo que usted quiera ha creado a propósito un animal tan pequeño, tan repulsivo y, sin embargo, tan robusto, alguna razón tendrá que haber, y que librarse de él aplastándolo con la azada es un insulto a toda la creación. Tiene muchas teorías como ésta, de hecho… Observa a Rene trabajar en la huerta y le da conversación durante horas, contándole los orígenes del mundo, desde la primera patata hasta nuestros días.

»El niño, feliz, porque tiene quien lo escuche, y el viejo está encantado. Un día me confesó que antes de morir se sacaría el graduado escolar gracias a Yacine, y las babosas gordas están felices de la vida. Las sacan de esta huerta y ven mundo… Vamos, que todo el mundo sale ganando de alguna manera… Sígame, vamos a volver por un sitio especial para que admire las vistas, y luego veremos qué travesuras nos están preparando… Siempre es preocupante cuando los niños están demasiado silenciosos.

Bordearon lo que quedaba de tapia y tomaron por un sendero de tierra que los llevó hasta lo alto de una colina.

Prados ondulados y delimitados por setos hasta donde alcanzaba la vista, gavillas de heno, bosques, un cielo inmenso y, abajo, un grupo de chiquillos, algunos en bañador, otros a lomos de animales de pelo, riendo, gritando, chillando y corriendo por la orilla de un río de aguas muy oscuras que fluían hasta perderse detrás de otros bosquecillos…

—Bueno… Está todo en orden —suspiró Kate—. Vamos a poder descansar un poco nosotros también…

Charles no se movía.

—¿Viene?

—¿Se acostumbra uno?

—¿A qué?

—A esto…

—No… Todos los días son diferentes…

—Ayer —pensó Charles en voz alta—, el cielo era rosa, y las nubes, azules; y esta noche es al contrario, las nubes son… ¿Hace… hace mucho que vive usted aquí?

—Nueve años. Venga conmigo, Charles… Estoy cansada… He madrugado mucho hoy, tengo hambre y un poco de frío…

Charles se quitó la chaqueta.

Era un truco muy viejo. Ya lo había hecho miles de veces por lo menos.

Sí, era un truco muy viejo eso de cubrir con una chaqueta los hombros de una mujer bonita en el camino de vuelta, pero la gran novedad es que el día anterior Charles llevaba una sierra mecánica, y hoy, un cesto lleno de babosas…

¿Y mañana?

—Usted también parece cansado —le dijo ella.

—Trabajo mucho…

—Me lo imagino. ¿Y qué construye, pues?

Nada.

Charles apartó el brazo.

Acababa de entrarle de repente un bajón tremendo.

No había contestado a su pregunta…

Kate inclinó la cabeza. Pensó que tampoco ella llevaba calcetines bajo las botas…

Que tenía el vestido manchado, las uñas, rotas, y las manos, horribles. Que ya no tenía veinticinco años. Que se había pasado toda la tarde vendiendo bizcochos caseros en el patio de un pequeño colegio en vacaciones. Que había mentido. Que había un restaurante a quince kilómetros. Que le había debido de parecer ridícula enseñándole su puñado de ruinas como si se hubiera tratado de un magnífico palacio. A él, encima… A ese hombre que seguramente los habría visitado todos… Y que lo había aburrido con sus historias de jamelgos, de gallinas y de niños medio salvajes…

Sí, pero… ¿de qué otra cosa habría podido hablarle?

¿Qué otras cosas había en su vida?

Empezó por esconderse las manos en los bolsillos.

Lo demás sería más difícil de disimular.

Bajaban la colina, hombro contra hombro, silenciosos y muy lejos el uno del otro.

El sol se ponía detrás de ellos, y sus sombras eran inmensas.

I —murmuró Kate muy despacio—.

I will show you something different from either

Your shadow at morning striding before you

Or your shadow at evening rising to meet you

I will show you your fear in a handful of dust[4].

Como Charles se había quedado parado mirándola de un modo que le hacía sentir incómoda, Kate se sintió obligada a precisar:

—T. S. Eliot…

Pero a Charles le traía sin cuidado el nombre del poeta, era todo lo demás lo que… lo que… ¿cómo lo había adivinado Kate?

Esa mujer… que reinaba sobre un mundo lleno de fantasmas y de niños, que tenía unas manos tan hermosas y recitaba versos transparentes al atardecer, ¿quién era?

—¿Kate?

—Mmm…

—¿Quién es usted?

—Tiene gracia, es justo lo que me estaba preguntando yo en este preciso momento… Pues bien… así, viéndome desde lejos, se diría que soy una gruesa granjera con botas que trata de hacerse la interesante recitándole retazos de un poema deprimente a un hombre cubierto de esparadrapos…

Su risa sacudió las sombras de ambos.

—¡Come along, Charles! ¡Vamos a ponernos hasta arriba de salchichón! Nos lo hemos ganado…