5

Kate estaba rebuscando algo en el bolsillo de su delantal.

—¿Sí?

—Buenos días, esto… querría un trozo de ese bizcocho de chocolate que tenía usted en el horno ayer a eso de las nueve menos cuarto de la noche…

Kate levantó la cabeza.

—Sí, ya ve —añadió Charles, agitando un taco de papeletas—, es que, claro… pistas de petanca y karaoke gigante… como para dejar escapar algo así…

Kate tardó varios segundos en reaccionar, frunció el ceño y se mordió el labio para contener esa sonrisa que ya se le escapaba.

—Había tres.

—¿Cómo dice?

—Tres bizcochos… En el horno…

—¿No me diga?

—Pues sí —replicó ella, con el mismo aire algo molesto—, resulta que en mi casa no se hacen las cosas a medias, mire usted por dónde…

—Ya me lo había figurado…

—So?

—Pues… pues… quizá podría usted ponerme un trocito de cada…

Sin hacerle el menor caso, Kate le cortó tres porciones minúsculas y le devolvió el plato antes de añadir:

—Dos euros. Se los paga a la chica de la caseta de al lado…

—¿A qué quería invitarme, Kate?

—A cenar, creo. Pero he cambiado de opinión.

—¿No me diga?

Ya estaba atendiendo a otra persona.

—¿Y si la invito yo a usted?

Kate se volvió hacia él y lo mandó a paseo amablemente.

—Prometí que les ayudaría a recogerlo todo, tengo media docena de niños a mi cargo y no hay un solo restaurante en cincuenta kilómetros a la redonda, a parte de eso, ¿está bueno?

—¿Perdón?

—El bizcocho, digo.

Pues… a Charles se le habían pasado un poco las ganas de probarlo… Se estrujaba la cabeza para soltarle una respuesta que la dejara en el sitio cuando un tipo jadeante y a todas luces muy contrariado le robó la escena.

—Oiga, ¿no era su hijo quien debía ocuparse de la caseta de puntería esta tarde?

—Sí, pero le ha pedido usted que atienda en la barra del merendero…

—¡Ay, es verdad! ¡Se me había olvidado! Bueno, pues nada, se lo pediré a…

—Espere —lo interrumpió Kate volviéndose hacia Charles—, Alexis me ha dicho que es arquitecto, ¿es así?

—Eh… pues… sí…

—Entonces esa caseta le va que ni pintada. Me imagino que apilar cajas de conserva será una de sus habilidades, ¿no? —Y, llamando al tipo de antes, le dijo—: ¡Gérard! No busque más…

Charles apenas tuvo tiempo de meterse en la boca un trozo de bizcocho, pues Gérard lo arrastraba ya hacia el fondo del patio.

—Hey!

Vaya, qué querría ahora…

Charles se dio la vuelta, preguntándose qué bloody razón encontraría Kate para echarle la bronca.

Pero no.

No era nada.

Sólo un guiño por encima de un gran cuchillo de cortar bizcocho.

—En cada partida, los niños le tienen que dar un ticket azul, saben dónde se compran… y el que gane podrá elegir un premio entre los que hay en esa caja de ahí… Más tarde vendrá algún padre a sustituirlo un momento por si necesita usted tomarse un descanso —le explicó el señor, apartando a los niños que se arremolinaban ya a su alrededor—. ¿Tiene alguna pregunta?

—Ninguna.

—Pues buena suerte, entonces. Siempre me cuesta un poco encontrar a un alma caritativa que quiera ocuparse de esta caseta, porque ya lo verá… —hizo ademán de taparse los oídos—, es un poco ruidosa…

Durante los diez primeros minutos, Charles se contentó con recibir los tickets azules a cambio de los proyectiles, unos calcetines hechos una bola y llenos de arena, y con volver a apilar las latas; luego fue ganando confianza e hizo lo que siempre había hecho: mejoró el proyecto que le habían confiado.

Dejó la chaqueta sobre un taburete y anunció el nuevo plan de ocupación del suelo:

—A ver… Callad un momento porque así no hay manera… Tú, ve y tráeme una tiza… Para empezar, se acabó todo este jaleo… Quiero que os pongáis en fila india, así, uno detrás de otro. Al primero que se cuele, lo coloco en medio de las latas, ¿entendido? Bien, así me gusta, gracias…

Cogió la tiza, dibujó dos líneas bien separadas en el suelo y luego hizo una marca en el poste de madera.

—Esta marca es la talla… Los que estén por debajo, pueden avanzar hasta la primera línea, los demás tienen que ponerse detrás de la segunda, ¿entendido?

Entendido.

—Luego… los más pequeños pueden apuntar a esas latas de ahí —dijo, indicándoles las más grandes, las que les había dado el cocinero y que antes habrían contenido al menos diez kilos de menestra o de tomates pelados—. Los mayores, en cambio, tienen que derribarme estas de aquí… —(Más pequeñas y mucho más numerosas…)—. Cada uno puede tirar cuatro veces, y, por supuesto, para llevarse un premio no quiero una sola lata en pie… ¿Estamos?

Gestos afirmativos y respetuosos con la cabeza.

—Y por último… no me pienso pasar la tarde del sábado recogiendo lo que vais dejando tirado por ahí, así que necesito un ayudante… ¿Quién quiere ser mi ayudante número uno? Os informo de que el ayudante tiene derecho a tirar gratis…

Hubo tortas para ser su ayudante número uno.

—Perfecto —exclamó exultante el general Balanda—, perfecto. Y ahora… ¡que gane el mejor!…

Y ya no tuvo nada más que hacer salvo llevar la cuenta de los puntos animando a los más pequeños y pinchando a los adolescentes; guiando el brazo de los primeros y fingiendo que les prestaba las gafas a los segundos, esos mismos que se acercaban a la caseta muy chuletas, ¡buah!, una caseta de puntería, esto está tirado, tronco, y, vaya, vaya, las más de las veces no atinaban a las latas…

No tardó en reunirse toda una multitud, y hubo que hablar a gritos para entenderse. Charles pensó que, si bien había salvado la espalda y el honor, el pitido en los oídos no había quien se lo quitara: estaría como una tapia al final de la tarde…

Y hablando de honor… De vez en cuando, levantaba la cabeza y la buscaba con la mirada. Le habría gustado que lo viera así, triunfante en medio de su ejército de tiradores de élite, pero no. Ella estaba siempre ocupada con sus bizcochos, charlando, riéndose, inclinándose sobre cohortes de niños que venían a besarla y… Charles le traía totalmente sin cuidado, oye.

Bueno, oír, lo que se dice oír, Charles no estaba muy seguro de poder oír nada…

No importaba. Se sentía feliz. Disfrutaba dirigiendo proyectos por primera vez en su vida, y gestionar edificios de aluminio desde luego era la primera vez en su vida que lo hacía.

Jean Prouvé habría estado orgulloso de él…

Por supuesto, nadie vino nunca a sustituirlo un momento, por supuesto, necesitaba ir al baño y fumarse un cigarro y, por supuesto también, terminó por abandonar ese rollo de los tickets azules.

—¿Ya no te quedan?

—No…

—Bueno… Venga, juega de todas maneras…

¿Sin ticket? La información se propagó con tanta rapidez que tuvo que renunciar a sus veleidades de escapada. Era el Rey de las Conservas, supo aprovecharlo y, por primera vez en años, lamentó no tener a mano su cuaderno de dibujo. Había ahí algunas sonrisas, algunas expresiones fanfarronas, algunos gestos que bien habrían merecido un poco de eternidad…

Lucas fue a verlo.

—Le he dado mi loro a papá…

—Has hecho bien.

—No era un loro. Era una paloma blanca.

Vaya, vaya, quién tenemos por aquí… Pero si estaba también Ya-cine…

Lo salvó la rifa. Anunciaron que empezaba, y todos los niños se dispersaron como por arte de magia. Serán desagradecidos, suspiró, feliz. Les dio su taco de papeletas, recuperó los calcetines desperdigados por todos los rincones del patio, juntó todas las latas en un saco de tela basta y recogió del suelo un montón de envoltorios de caramelo, haciendo una mueca cada vez que se agachaba.

Se tocaba los costados.

¿Por qué le dolían tanto?

¿Por qué?

Cogió también su chaqueta y buscó algún sitio donde fumar sin que lo pillara el profe.

Pero antes de eso fue al baño y se vio en un pequeño… aprieto. Los inodoros eran tan bajitos… Apuntó lo mejor que pudo y recordó el olor del jabón amarillo, ese que no hacía espuma y que seguía ahí muerto de risa, resecándose en su soporte de latón cromado.

Ah, qué nostalgia le entró… Se escondió detrás del viejo edificio para fumarse un piti.

Mmm… Qué bien le supo…

Ni siquiera las pintadas habían evolucionado mucho… Los mismos corazones, los mismos Fulanito ama a Menganita, las mismas tetas, los mismos pitos y los mismos tachones rabiosos sobre los mismos secretos pregonados…

Tiró la colilla por encima de la verja y regresó al radio de alcance de los altavoces.

Caminaba despacio. No sabía muy bien adónde ir. No le apetecía volver a ver a Alexis. Oía las paridas que decía el amigo de Jean-Pierre mientras hacía la cuenta en su cabeza de las horas que le quedaban todavía antes de volver al trabajo.

Bueno… esta vez al menos sí que me voy a despedir de ella… Goodbye, So long, Farewell, no, si palabras no faltaban, desde luego… Con Dios, incluso, o su variante más común, adiós, que, como muchas palabras preciosas, tenía la elegancia de viajar sin pasaporte.

Sí… con Dios… eso no estaba mal para una mujer que…

En ese punto estaba de sus elucubraciones cuando Lucas se precipitó hacia él.

—¡Charles! ¡Has ganado!

—¿El karaoke gigante?

—¡No! ¡Una cesta enorme llena de patés y de salchichones!

Aggghgh, qué mala suerte…

—¿No te alegras?

—Sí, sí… Un montón…

—Te la traigo. No te muevas de aquí, ¿eh?

—Qué bien, entonces va a poder invitarme en mi propia casa…

Charles se dio la vuelta.

Kate se estaba desatando el delantal.

—No tengo flores —le contestó, sonriendo.

—No importa… Ya le prestaré yo alguna…

Uno de los chicos que había visto en su casa la noche anterior lo saludó antes de interrumpir este galanteo:

—¿Se pueden quedar a dormir esta noche Jef, Fanny, Mickaël y Léo?

—Charles —dijo Kate—, le presento a mi Samuel. Todo un hombre ya…

Y tanto… Era casi tan alto como él… Pelo largo, cutis de adolescente, camisa blanca arrugada pero tremendamente elegante cuyo primer dueño debía de ser de otra generación que la suya y llevaba las iniciales L. R. en letras de molde, pantalones vaqueros con agujeros, nariz recta, mirada directa, muy delgado y… dentro de algunos años… muy guapo…

Se dieron la mano.

—Por cierto, ¿no habrás bebido? —añadió Kate, frunciendo el ceño.

—Oye… que todo este rato no he estado sirviendo bizcocho precisamente…

—Entonces no vuelves a casa en moto…

—Que no es eso… Lo que ha pasado es que me he echado encima sin querer el fondo de un barril de cerveza… Mira… Bueno, ¿y qué me dices de lo de que se queden a dormir?

—Si a sus padres les parece bien, por mí no hay problema. Pero primero nos ayudáis a recogerlo todo, ¿vale?

—¡Sam! —lo llamó—. Y que se traigan sus sacos de dormir, ¿eh?

El chico levantó el pulgar para indicarle que la había oído.

Kate se volvió hacia Charles.

—¿Ve lo que le digo?… Le había anunciado media docena de niños pero siempre soy un poco pesimista… Y no tengo nada para cenar… Menos mal que ha comprado papeletas…

—Y que lo diga.

—¿Y qué tal la caseta de puntería? ¿Le ha ido…?

De nuevo los interrumpieron. Esta vez la niña a la que Kate anoche había llamado Hattie, según recordaba.

—¿Kate?

—Y ésta es Miss Harriet… Nuestra número tres…

—Hola…

Charles le dio un beso.

—¿Puede quedarse a dormir Camille? Sí… ya lo sé… El saco de dormir…

—Bueno, pues si lo sabes, perfecto —contestó Kate—. ¿Y Alice? ¿Ella también va a invitar a alguien?

—No sé, pero ¡si vieras todo lo que se ha traído del mercadillo…! Vas a tener que acercar el coche…

Good Lord, no! ¿No creéis que ya tenemos bastantes trastos?

—¡Espera, si es todo precioso! ¡Hasta hay un sillón para Nelson!

—Ya veo, ya… Un momento —dijo, pasándole un monedero—, vete corriendo a la panadería y tráete todo el pan que les quede…

—Yes, M’am…

—Qué organización… —se maravilló Charles.

—Ah, ¿así lo llama usted? Pues yo tenía la impresión de que era más bien todo lo contrario. ¿Se… se apunta aun así?

—¡Claro que me apunto!

—¿Quién es Nelson?

—Un perro muy esnob…

—¿Y L. R.?

Kate se paró en seco:

—¿Qué…? ¿Por qué me pregunta eso?

—La camisa de Samuel…

—Ah, sí… Perdone. Louis Ravennes… Su abuelo… Veo que no se le escapa nada…

—Qué va, al contrario, muchas cosas, pero un adolescente con una camisa con iniciales bordadas no es algo que se vea todos los días…

Silencio.

—Bueno… —dijo Kate, como desperezándose—, recojamos todo esto y volvamos a casa. Las fieras tienen hambre, y yo estoy cansada.

Se recogió el pelo.

—¿Y Nedra? —le preguntó a Yacine—. ¿Dónde se ha metido?

—Ha ganado un pez de acuario…

—Pues sí que… No creo que un pez de acuario le vaya a soltar mucho la lengua… Hala… a trabajar…

Charles y Yacine apilaron sillas y desmontaron carpas durante más de una hora. Bueno… sobre todo Charles… El otro era menos eficaz porque no paraba de contarle todo tipo de cosas.

—Mira, ahora, por ejemplo, al deshacer ese nudo has sacado la lengua. ¿Y sabes por qué lo has hecho?

—¿Porque es difícil y tú no me echas una mano?

—No, no, no es por eso. Es porque cuando te concentras en algo, utilizas el hemisferio de tu cerebro que se ocupa también de las actividades motoras, y por lo tanto, al bloquear aposta una parte de tu cuerpo, te puedes concentrar mejor… Por ese mismo motivo cuando alguien va caminando, si de repente se pone a pensar en un problema complicado, empezará a andar más despacio… ¿Entiendes?

Charles se incorporó sujetándose los riñones.

—Oye, enciclopedia con patas… y digo yo: ¿no podrías sacar tú también un poquito la lengua, como hago yo? Así iríamos más rápido…

—Y el músculo más fuerte de tu cuerpo ¿sabes cuál es?

—Sí: el bíceps cuando te estrangule.

—¡Error! ¡La lengua!

—Me lo tendría que haber figurado… Anda… ayúdame… Agarra la mesa por este lado…

Aprovechó que el niño estaba utilizando el hemisferio de marras para hacerle a su vez una pregunta:

—¿Kate es tu madre?

—Huy —replicó con esa vocecita que ponen los niños cuando nos quieren liar—, ella dice que no, pero yo sé bien que sí… al menos un poquito, ¿verdad?

—¿Cuántos años tiene?

—Dice que tiene veinticinco años, pero no nos lo creemos…

—Anda, ¿y eso por qué?

—Porque si de verdad tuviera veinticinco años ya no podría trepar a los árboles…

—Claro…

Mira, déjalo, se dijo Charles. Cuanto más lo intentas, menos entiendes las cosas. Olvídate ya de los manuales de instrucciones… Juega un poco tú también…

—¿Pues sabes yo lo que te digo? Que sí que tiene de verdad veinticinco años…

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque se ve.

Terminaron de barrerlo todo, y Kate le preguntó si podía llevar en su coche a los dos pequeños.

Cuando los estaba acomodando en el asiento trasero, se le acercó una chica alta y delgada.

—¿Va a las Vespes?

—¿Cómo?

—O sea, a casa de Kate… ¿Nos puede llevar a mi amiga y a mí?

Le señalaba a otra chica alta y delgada.

—Ah… Pues claro…

Se apelotonaron todos en el cochecito de alquiler, y, mientras conducía, Charles los escuchaba parlotear, sonriendo.

No se había sentido tan útil desde hacía años.

Las autostopistas hablaban de una discoteca a la que todavía no tenían permiso para ir, y Yacine le decía a Nedra, esa niña misteriosa que parecía una princesa de Bali:

—Nunca verás dormir a tu pececito porque no tiene párpados, y te creerás que no te oye porque no tiene orejas… Pero en verdad, sí descansará, ¿sabes…? Y los peces de acuario son los que tienen mejor oído porque el agua es muy buena conductora, y ellos tienen una estructura ósea que repercute todos los ruidos hasta el oído invisible que tienen, entonces por eso, pues…

Charles, fascinado, se concentraba para oír lo que decía por encima de las risas de las otras dos.

—… podrás hablarle, ¿entiendes?

Por el retrovisor, Charles la vio asentir muy seria, moviendo la cabeza de arriba abajo.

Yacine sorprendió su mirada, se inclinó hacia delante y murmuró:

—Nedra casi nunca habla…

—¿Y tú? ¿Cómo es que sabes tantas cosas?

—No sé…

—¿Sacas buenas notas en el colé, entonces?

Yacine hizo una mueca.

Y Nedra sonrió de oreja a oreja en el espejo, moviendo la cabeza de lado a lado.

Charles intentó acordarse de Mathilde a esa misma edad. Pero no… Ya no se acordaba… Él que no olvidaba nunca nada, se había perdido eso por el camino. La niñez de los niños…

Y luego pensó en Claire.

En la madre que podría haber…

Yacine, al que no se le escapaba nada, apoyó la barbilla en el hombro de Charles (era su loro…) y dijo, para distraerlo de esos pensamientos:

—Bueno, ¿qué…? Estás contento de haber ganado esos salchichones, ¿eh?

—Sí —contestó—, no sabes cuánto…

—En realidad yo no puedo comer salchichón… Por mi religión, ¿sabes…? Pero Kate dice que eso a Dios le importa un pepino… Que no es la señora Varón… ¿Tú crees que tiene razón?

—¿Quién es la señora Varón?

—La que nos vigila en el comedor… ¿Tú crees que tiene razón?

—Sí.

Charles acababa de acordarse de aquella historia de la tienda de comida para pobres que Sylvie le había contado el día anterior, y eso lo perturbó sobremanera.

—¡Eh! ¡Cuidado! ¡Que ahora tienes que girar por ahí!