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Pasó la página del 10 de agosto delante del ayuntamiento. Alexis vivía en el Cercado de los Olmos, lo buscó un buen rato y al final volvió a sintonizar Radio Comadres:

—Huy… Eso está más lejos… Son las casas nuevas que están detrás de la cooperativa…

«Casas nuevas», en el momento no había caído en lo que significaba esa expresión, pero vamos, para entendernos, se trataba de parcelas. Pues sí que empezábamos bien… Justo lo que más le gustaba… Edificaciones y revoques de mierda, persianas enrollables, buzones fabricados en serie y faroles con bombillas pretenciosas.

Y lo peor de todo es que esos adefesios eran caros…

Bueno, vale, corta el rollo. A ver, ¿dónde está el número 8?

Tuyas, una verja ostentosa y un portón con herrajes seudomedievales. Sólo faltaban los leoncitos en lo alto de cada columna… Charles se alisó los bolsillos de la chaqueta y llamó al timbre.

Una cabecita rubia asomó por la puerta acristalada.

Unos brazos la alejaron de allí.

Vaya…

Charles volvió a llamar al puto timbre.

Le respondió una voz de mujer.

—¿Sí?

No, no podía ser. ¿Había un interfono? No lo había visto. ¿Un interfono? ¿Ahí? ¿En una de las regiones más desiertas de Francia? ¿Clasificada como Parque Natural y toda la pesca? La cuarta casa de una birria de parcela que apenas contaba doce en total, ¿y tenía interfono? Pero… ¿a santo de qué algo tan absurdo?

—¿Quién es usted? —repitió el… dispositivo.

Charles contestó vete a tomar por culo pero lo expresó de otra manera:

—Charles. Un ami… un antiguo amigo de Alexis…

Silencio.

No le costaba imaginarse la estupefacción, el zafarrancho de combate en ese chalecito tan cuco, los «¿Estás seguro?», «¿Seguro que ha dicho eso?». Charles irguió la espalda, adecentó su aspecto y esperó a que las verjas (¿automáticas?) se abrieran salpicando a Moisés.

Pero nada.

—No está en casa…

Bueno… Más vale maña que fuerza y todo eso. Tenía a una cascarrabias al otro lado de la verja, de modo que optemos por recurrir a la artillería pesada.

—Es usted Corinne, ¿verdad? —dijo con voz zalamera—. He oído hablar mucho de usted… Me llamo Balanda… Charles Balanda…

La puerta de entrada (madera exótica, modelo Cheverny o quizá Chambord, lista para instalar, con travesaños de imitación plomo integrados en el doble cristal y juntura de estanqueidad periférica encajada en el marco) se abrió y reveló un rostro, digamos… algo menos cuco.

Corinne le tendió el brazo, la mano y el escudo, y Charles, al intentar sonreírle para ganarse su confianza, comprendió por fin lo que crispaba a esa mujer: su careto.

Y además, las cosas como son… Ya se le había olvidado pero… tenía el pantalón agujereado, la chaqueta descosida y la camisa manchada de sangre y de Betadine…

—Buenas tardes… Perdone… es que… bueno… me he caído esta mañana… Espero no molestarla…

—…

—¿La molesto?

—No, no… Si está a punto de llegar… —Y luego, volviéndose hacia un niño pequeño, le dijo—: ¡Y tú, a casa corriendo!

—Muy bien… pues lo esperaré…

Lo normal habría sido que ella dijera: «Pero entre, por favor, entre», o «¿Quiere tomar algo mientras lo espera?», o… pero repitió el mismo «Muy bien» pero en más borde todavía y se volvió a su chalecito.

Auténtico.

Y de calidad.

Entonces Charles se dedicó a hacer un poco de antropología.

Se paseó por el Cercado de los Olmos.

Comparó entre sí las columnas huecas pero con protuberancias imitando el granito tosco, los balaustres a menos de diez euros el metro lineal, las baldosas envejecidas en fábrica, las losas de hormigón tintado de color piedra, las barbacoas grandiosas, los muebles de jardín fabricados en resina, los toboganes de colores fluorescentes, las pérgolas de poliéster, las puertas de garaje tan anchas como las partes llamadas «de vivienda», las…

Todo de lo mejorcito…

No era cínico, no. Era esnob.

Volvió sobre sus pasos. Había otro coche aparcado detrás del suyo. Caminó más despacio, sintió que la pierna se le ponía un poco más rígida, y el mismo rubito de antes salió del jardín seguido de un hombre que debía de ser su padre.

Y entonces, es agobiante si uno se para a pensarlo, pero uno ya no piensa, sólo constata, lo primero que se dijo Charles después de todas esas conmociones fue:

«Qué cabrón. No ha perdido nada de pelo…».

Agobiante.

Pero ¿qué podía esperar de ese reencuentro? ¿Cómo sería?

¿Con musiquita de violines? ¿Con la imagen en cámara lenta? ¿Con los contornos desenfocados?

—¿Qué te pasa? ¿Ahora andas como un viejo?

Qué esperar de ese reencuentro…

Charles no supo qué responder. Tal vez fuera demasiado sentimental.

Alexis le hizo daño al darle una palmada en la espalda.

—Y bien, ¿qué te trae por aquí?

Gilipollas.

—¿Es tu hijo?

—¡Lucas, ven! ¡Ven a saludar al tío Charles!

Charles se inclinó para darle un beso, sin prisa ninguna. Se le había olvidado lo bien que huelen los niños pequeños…

Le preguntó si no estaba harto de que Spiderman estuviera enganchado a su camiseta, le tocó el pelo, el cuello, ¿qué me dices?, ¿también lo tienes en los calcetines? Vaya… ¿y también en el calzoncillo? Aprendió cómo poner los dedos para fabricar telarañas «de las que te quedas pegao», lo intentó a su vez, le salió mal, prometió que practicaría y luego se incorporó y vio que Alexis Le Men estaba llorando.

Entonces Charles olvidó sus buenos propósitos y echó a perder todo el trabajo de la farmacéutica.

Las heridas, los chichones, las suturas, los diques y hasta el último empaste de la vida, todo reventó.

Sus manos se cerraron sobre sus cuerpos, y fue a Anouk a quien abrazaron…

Charles fue el primero en dar un paso atrás. El dolor, los moretones. Alexis aupó a su hijo y le hizo reír mordisqueándole la tripa, pero era para esconderse y sonarse la nariz; luego se lo sentó a hombros.

—¿Qué te ha pasado? ¿Te has caído de un andamio?

—Sí.

—¿Has visto a Corinne?

—Sí.

—¿Pasabas por aquí?

—Sí, eso es.

Charles se quedó parado. Tres pasos después, Alexis se dio la vuelta por fin. Adoptó una expresión arrogante de terrateniente y tiró de las piernas de su hijo para equilibrar su carga. Al menos ésa.

—¿Has venido a sermonearme, es eso?

—No.

Se miraron largo rato.

—¿Sigues con esos disparates sobre el cementerio?

—No —contestó Charles—, no… Ya no estoy en eso… lo he superado…

—Y ¿en qué estás, entonces?

—¿Me invitas a cenar?

Aliviado, Alexis lo premió con una bonita sonrisa como las de antes, pero ya era demasiado tarde. Charles acababa de recuperar todas sus canicas.

Una Mistinguett a cambio de una cena en el Cercado de los Olmos; al precio del mal gusto, de la gasolina y del tiempo perdido, el trato le pareció justo.

Se habían disipado los nubarrones, bonita mía. Ahí la tienes, has conseguido tu rama de olivo, ¿eh?

Claro que había durado poco, había sido más un abandono que un impulso, admitámoslo, y claro que no basta. Pero a ti nunca te bastaba nada, así que…

Y el notar los bolsillos otra vez llenos, al tener esa certeza de que la partida había terminado, que ya no jugaría más y que, por lo tanto, ya no perdería más, porque ese recorrido, por muy penoso que fuera, era ya demasiado breve para seguir midiéndose con tan mediocre adversario, le proporcionó un inmenso alivio.

Cojeó más alegremente, le hizo cosquillas en las rodillas al súper héroe, abrió la mano, dobló los dedos corazón y anular, apuntó y, frrffiiiuuuu, atrapó en su telaraña a un pajarito que bailaba sobre los cables de la luz.

—¡Anda ya, no es verdad! —replicó el pequeño Lucas—. A ver, ¿dónde está?

—En mi coche.

—No te creo…

—Pues haces mal.

—Pfff… Sí, anda, pos si fuera verdad lo habría visto…

—Sí, anda, pos me extrañaría porque estabas más interesado en el perro de los vecinos…

Y mientras Alexis sacaba del maletero la compra de la semana y la llevaba en varios viajes a su súper garaje tan bonito, Charles asombró a un niño la mar de escéptico.

—Anda, ¿y entonces por qué está pegado en un trozo de madera, a ver?

—Pues… porque te recuerdo que en las telarañas de Spiderman te quedas pegao

—¿Se lo enseñamos a papá?

—No, que el pajarito todavía está un poco impresionado… Tenemos que dejarlo tranquilo un ratito…

—¿Está muerto?

—¡No, hombre! ¡Claro que no! Te digo que está un poco impresionado. Luego lo soltamos…

Lucas asintió con la cabeza con un gesto grave, levantó la mirada (se hizo la Luz) y preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Charles —le contestó éste con una sonrisa.

—¿Y por qué tienes todas esas vendas en la cabeza?

—Adivina…

—¿Porque no eres tan fuerte como Spiderman?

—Pues sí… A veces fallo…

—¿Quieres que te enseñe mi cuarto?

Corinne estropeó su complicidad arácnida. Primero había que pasar por el garaje para quitarse los zapatos. (Charles puso mala cara, hasta entonces nunca se había descalzado en una casa). (Salvo en Japón, claro…). (Oh, sí, qué esnob era…). Luego la madre blandió el dedo índice, y nada de armar jaleo, ¿eh? Y por fin se volvió hacia aquel que estaba visto que les iba a imponer su presencia.

—¿Se… se queda a cenar?

Alexis acababa de aparecer oculto tras sus bolsas del Champion. (Qué contento estaría su cuñado, pensó Charles… Y qué escena más sabrosa… Si se atrevía, si tenía cobertura, qué bonito MMS podría mandarle a Claire…).

—¡Pues claro que se queda! ¿Qué…? ¿Qué pasa?

—Pues nada, no pasa nada —replicó Corinne, con un tono que afirmaba lo contrario—, sólo que la cena no está lista. Y te recuerdo que mañana es la fiesta del colegio y todavía no he terminado el disfraz de Marión. ¡Y es que no soy costurera, mira tú por dónde!

Alexis, enardecido, ingenuo, concentrado en su bonita reconciliación, dejó en el suelo toda la impedimenta y echó por tierra todos sus argumentos.

—No hay problema. No te preocupes. Cocino yo…

Y, dándose la vuelta, añadió:

—Por cierto, ¿y Marión? ¿No está en casa? ¿Dónde está?

Otro suspiro más de quien yo me sé.

—Dónde está, dónde está… Como si no lo supieras…

—¿Está en casa de Alice?

Ah, no, perdón, todavía no se habían acabado los suspiros.

—Pues claro…

—Voy a llamarles por teléfono.

Era el antepenúltimo suspiro.

—Pues buena suerte. En esa casa nadie responde nunca al teléfono… Ni siquiera sé para qué lo tienen…

Alexis cerró los ojos, se acordó entonces de que estaba contento y se dirigió a la cocina.

Charles y Lucas no se atrevían a moverse.

—¡Pregunta que si puede quedarse a dormir! —gritó Alexis.

—No. Tenemos un invitado.

Charles indicó con un gesto que no, no, ni hablar, se negaba a ser esa excusa tan mala.

—Dice que están ensayando su coreografía para mañana…

—No. ¡Dile que vuelva!

—Te lo suplica —insistió Alexis—, ¡añade incluso que «de rodillas»!

Y como ya no le quedaban argumentos, Corinne, la alegría de la huerta, recurrió al más ruin.

—Ni hablar. No se ha llevado su aparato dental.

—Bueno, pero si es sólo por eso, se lo puedo llevar yo…

—¿Ah, sí? ¡Pensaba que tú te ocupabas de hacer la cena!

Vaya ambientazo… Charles, que de pronto necesitaba un poco de aire, se metió en lo que no le importaba.

—Puedo llevárselo yo, si preferís…

La mirada que le lanzó Corinne lo convenció: todo eso no era en ab-so-lu-to asunto suyo.

—Si ni siquiera sabe dónde es…

—¡Pero yo sí lo sé! —exclamó Lucas—. ¡Yo le explico cómo llegar!

El cabeza de familia pensó que ya era hora de enseñarle a su colega, a su compañero de juegos, a su antiguo amigo de la mili, quién mandaba ahí. Faltaría más.

—Bueno, está bien, pero vuelves a casa nada más desayunar, ¿eh?

Charles acomodó al niño en el asiento de atrás, dio la vuelta y se alejó a toda pastilla de la casita de Mickey Mouse.

Preguntó por el retrovisor:

—¿Y bien? ¿Dónde vamos?

Una sonrisa enoooooorme le informó de que el Ratoncito Pérez había pasado ya dos veces.

—¡Vamos a la casa más chula del mundo!

—¿Ah, sí? ¿Y dónde está esa casa?

—Pues…

Lucas se desabrochó el cinturón, se inclinó hacia delante, miró la carretera, se lo pensó dos segundos y exclamó:

—¡Todo recto!

Su chófer levantó la mirada al cielo.

Todo recto.

Pues claro…

Mira que era tonto…

Al cielo…

Que estaba ahora de color rosa.

Que se había puesto guapo, se había empolvado la nariz para acompañarlos…

—Parece que estás llorando —se preocupó Lucas.

—No, no, es sólo que estoy muy cansado…

—¿Por qué estás cansado?

—Porque no he dormido mucho.

—¿Has hecho un viaje muy largo para venir a verme?

—¡Huy! Si tú supieras…

—¿Y has luchado con monstruos?

—Hombre —contestó Charles en tono burlón, señalándose con el pulgar la cara de pendenciero—, ¿no pensarás que esto me lo he hecho yo solo, no?

Silencio respetuoso.

—¿Y eso de ahí es sangre?

—¿Tú qué crees…?

—¿Por qué unas manchas son marrón oscuro y otras son marrón clarito?

La edad del por qué de los porqués. Se le había olvidado…

—Pues… es que eso depende de los monstruos…

—¿Y los más malos cuáles eran?

Parloteaban en mitad del campurrio…

—Oye, ¿falta mucho para llegar a esa casa tan chula?

Lucas miró con atención por el parabrisas, hizo una mueca y se dio la vuelta.

—Anda… pero si la acabamos de pasar…

—¡Bravo! —exclamó Charles, fingiendo estar enfadado—. ¡Bravo, copiloto! ¡No sé si llevarte en mis próximas expediciones!

Silencio contrito.

—Que sí, hombre… Claro que te llevaré… Anda, ven a sentarte en mis rodillas… Así podrás indicarme mejor el camino…

Esta vez estaba claro y ya no había marcha atrás, acababa de hacerse un amigo Le Men para toda la vida.

Pero, por Dios, qué daño…

Hicieron una bonita maniobra invadiendo el espacio de las vacas, dieron la vuelta sobre el asfalto tibio, rodearon un cartel que anunciaba Les Vesperies, giraron el volante a cuatro manos para seguir las rodadas de la pista de tierra y tomaron por un espléndido camino bordeado de robles.

A Charles, que no había olvidado ni su olor ni su aspecto, empezó a entrarle miedo.

—Oye, y ¿Alice vive en un castillo?

Pos claro…

—Pero… ¿los conoces bien?

Pos… conozco sobre todo a la baronesa y a Victoria… Ya verás, Victoria es la más vieja y la más gorda…

Joder, no… El pordiosero y el chavalín visitan a los aristócratas del lugar… Lo que le faltaba…

Vaya día, no, de verdad, vaya día…

—Oye, y… ¿son simpáticas?

—No. La baronesa, no. Es tonta del bote.

Pues sí que… Después de las fachadas toscas de granito, los matacanes…

Francia, tierra de contrastes…

Porque le hacía cosquillas y era delicioso, el pelo alborotado de su conductor le dio ánimos: ¡Adelante, mis valientes! ¡Al ataque! ¡A por el castillo!

Sí, pero el problema es que no había castillo… El camino de robles centenarios desembocaba en una enorme pradera segada a medias.

—Tienes que torcer por ahí…

Siguieron el curso de un riachuelo (¿el antiguo foso del castillo?) unos cien metros, y un conjunto de techos más o menos bajos (más bien más que menos) surgió en medio de los árboles. ¿Serían olmos, tal vez?, se rió para sus adentros el parisino ignorante que apenas sabía distinguir unos de otros los árboles de su querida ciudad, que servían de urinario para perros.

Rumbo, pues, a las dependencias del castillo…

Charles se sintió mejor.

—Y ahora te paras, porque ese puente se puede derrumbar…

—¿En serio?

—Sí, y es súper peligroso —añadió Lucas, muy contento y nervioso.

—Entiendo…

Aparcó al lado de un Volvo viejísimo y lleno de barro. La puerta trasera de la ranchera estaba abierta, y dos chuchos dormitaban en el maletero.

—Ése es Ogli y ése, Jidous

Se agitaron dos rabos que levantaron polvillo de paja.

—Son muy feos, ¿no?

—Sí, pero es aposta —le aseguró su mini guía—, todos los años van a la perrera y le piden al señor que les dé el perro más feo de todos…

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

Pos… ¡para que salga! ¿Para qué va a ser?

—Pero… ¿y cuántos tienen en total?

—No sé…

Ya veo, se burló Charles, o sea que no estaban en las dependencias de los señores marqueses de Puturrú de Foie, sino en un refugio de neohippys en plan «unión mística con la Madre Naturaleza».

Misericordia, Señor, misericordia.

—¡Y apuesto a que también tienen cabras!

—Sí.

—¡Lo sabía! ¿Y la baronesa? ¿Fuma hierba?

—Pfff… mira que eres tonto. Querrás decir que si come hierba…

—¿Es una vaca?

—Un poni.

—¿Y Victoria la gorda también es un poni?

—No. Ella era una reina, creo…

Help.

Después Charles se calló la boquita. Se guardó la desconfianza en el bolsillo y la tapó con su pañuelo sucio.

Era un lugar tan bonito…

Sabía muy bien que los castillos son siempre más conmovedores que sus dueños… Tenía un montón de ejemplos en la cabeza… Pero ya no trataba de acordarse, ya no pensaba, se limitaba a admirar.

El puente tendría que haberle dado alguna pista. La disposición de las piedras, la elegancia del piso, los cantos rodados, los pretiles, los pilares…

Y ese patio, de los llamados «cerrados» pero tan bonito… Esos edificios… Sus proporciones… Esa impresión de seguridad, de invulnerabilidad, mientras todo lo demás se venía abajo…

Había una docena de bicicletas abandonadas en el camino, y las gallinas picoteaban entre las marchas. Había hasta ocas y sobre todo un pato rarísimo. ¿Cómo describirlo…? Era casi vertical… Como si estuviera de punti… o sea, como si se apoyara en las puntas de las patas…

—¿Vienes? —se impacientó Lucas.

—Ese pato es un poco raro, ¿no?

—¿Cuál? ¿Ése? Pues corre rapidísimo, tendrías que verlo…

—Pero ¿qué es? ¿Un cruce con un pingüino?

—No sé… Se llama el Indio… Y cuando está con su familia andan todos uno detrás de otro, es tronchante…

—¿En fila india, entonces?

—¿Vienes?

Charles volvió a sobresaltarse.

—Y ¿ése de ahí quién es?

—La segadora.

—Pero es… ¡una llama, ¿no?!

—No te pongas a acariciarla porque entonces te seguirá a todas partes y ya no podrás quitártela de encima…

—¿Escupe?

—A veces… Y los escupitajos no le salen de la boca sino de la tripa, y huelen fataaaaaal…

—Pero dime una cosa, Lucas… ¿Qué es este sitio? ¿Un circo o algo así?

—¡Jo, y tanto! —se rió el niño—. Por eso a mamá… esto…

—No le gusta mucho que vengáis…

—Bueno… todos los días, no… ¿Vienes?

La puerta amenazaba con derrumbarse bajo un montón de… vegetación (Charles tampoco sabía nada de botánica). Parras y rosales, sí, vale, eso sí lo sabía distinguir, pero también había unas extrañas plantas trepadoras naranja fosforito en forma de trompetitas, y otras, alucinantes, de color malva, con un corazón muy alambicado y unos… estambres (¿se llamaban así?) que Charles no había visto en su vida, en tres dimensiones, imposibles de dibujar, y también, jardineras con flores… por todas partes: en los alféizares de las ventanas, a lo largo de los zócalos, cubriendo casi por completo una vieja bomba o sobre mesas y veladores de hierro…

Jardineras apretadas unas contra otras, apiladas, algunas incluso etiquetadas; de todos los tamaños y de todas las épocas, desde algunas de hierro forjado estilo Medici hasta viejas latas de conserva, pasando por contenedores decapitados, cubos de comida para perros Altamente digestible y grandes frascos de cristal que dejaban ver raíces pálidas bajo una etiqueta que lucía la marca Le Parfait.

Y también había objetos de barro… Probablemente fabricados por niños: unos eran toscos, feos, graciosos; y otros, en cambio, más antiguos, extraños, como por ejemplo un cesto del siglo XVIII lleno de líquenes o la estatua de un fauno al que le faltaba una mano (¿la de la flauta?) pero que todavía tenía el brazo lo bastante largo para sujetar cuerdas de saltar…

Había tachuelas, escudillas, una olla a presión sin asas, una veleta rota, un barómetro de plástico que clamaba la eficacia de los cebos Fantastic, una muñeca Barbie sin pelo, bolos de madera, regaderas de otra época, una cartera llena de polvo, un hueso medio roído, un viejo zurriago colgado de un clavo oxidado, una cuerda con una campana en un extremo, nidos de pájaros, una jaula vacía, una pala, escobas medio calvas, un camión de bomberos, una… Y, en medio de todos aquellos trastos, dos gatos.

Imperturbables.

Aquello parecía la trastienda del Palacio Ideal de Ferdinand Cheval, el cartero excéntrico que coleccionaba cachivaches…

—¿Qué estás mirando? ¿Vienes?

—¿Son chamarileros los padres de Alice?

—No creo que sean nada, están muertos.

—…

—¿Vienes?

La puerta de entrada estaba entreabierta. Charles llamó y luego apoyó la mano bien estirada sobre la madera tibia.

No hubo respuesta.

Lucas se deslizó en el interior de la casa. El picaporte de la puerta estaba más caliente todavía. Charles dejó la mano apoyada un momento antes de atreverse a seguir al niño.

Para cuando sus pupilas se acostumbraron a la oscuridad, ya se le habían deslumbrado las papilas.

Combray: el retorno.

Ese olor… que había olvidado, que creía haber perdido, que le traía absolutamente al pairo, que habría desdeñado y que lo derretía por dentro de nuevo: el olor a bizcocho de chocolate en un horno en la cocina de verdad de una casa de verdad…

No tuvo ocasión de que se le hiciera la boca agua mucho tiempo, pues, como en el umbral unos instantes antes, Charles no sabía hacia dónde dirigir su asombro.

Era un desorden considerable el que reinaba allí, pero que daba a la vez una impresión extraña, una impresión de dulzura, de alegría; de orden, sí, de orden…

Charles vio botas alineadas sobre varios metros de baldosas de cerámica, ordenadas de las más grandes a las más pequeñas, más… semilleros (¿sería ésa la palabra, o era más bien esqueje?) en todas las ventanas, en cajitas de poliestireno o en el fondo de grandes envases de helado de vainilla, una chimenea gigantesca, excavada en la piedra y coronada por un dintel de madera muy oscura, casi negra, sobre el que descansaban una ballesta, unas velas, nueces, más nidos, un crucifijo, un viejo espejo con el azogue moteado, varias fotos y una asombrosa procesión de animalitos fabricados con materiales provenientes del bosque: cortezas, hojas, ramitas, bellotas, cascabillos, musgo, plumas, pinas, castañas, bayas secas, minúsculos huesos, cascaras, erizos de castaña, amentos…

Charles estaba fascinado. ¿Quién ha hecho todo esto?, preguntó en el vacío.

También descubrió una cocinera, más imponente todavía, de esmalte azul celeste, con dos tapaderas abombadas y cinco portezuelas. Redonda, suave, tibia, daban ganas de acariciarla… Delante había un perro tumbado sobre una manta, parecido a un viejo lobo, que se puso a gemir al verlos, trató de incorporarse para recibirlos, o para impresionarlos, pero renunció y volvió a desplomarse, lloriqueando de nuevo.

Charles vio una mesa de granja (¿o más bien de refectorio?) inmensa, rodeada de sillas descabaladas, en la que acababa de servirse la cena y estaba aún sin recoger. Cubiertos de plata, platos bien rebañados, tarros de mostaza de Walt Disney y servilleteros de marfil.

Un aparador precioso, con mucho estilo, elegante, repleto hasta arriba de cazuelas de barro, de fuentes de porcelana, de cuencos, de platos y de tazas desportilladas. En una pila, un fregadero de piedra, seguramente muy incómodo, en el que se amontonaban muchas cacerolas en el interior de una palangana amarillenta. Del techo colgaban cestos, una fresquera con la tela metálica agujereada, una lámpara de porcelana, una especie de caja casi tan larga como la mesa, hueca, con distintas aberturas y muescas en las que se balanceaban la historia de la cuchara a través de los tiempos, una cortina adhesiva para cazar moscas de otro siglo, moscas de este siglo que ignoraban el sacrificio de sus antepasadas y que se frotaban ya las patas sólo de pensar en el banquete de migas de bizcocho que se iban a dar…

En las paredes, que hacía mucho tiempo que nadie encalaba, se veían fechas y nombres de niño a lo largo de una talla invisible, numerosas grietas, un bodegón, un reloj de cuco mudo y unas estanterías que se encargaban de poner en hora los relojes… Daban testimonio de una vida más o menos contemporánea a la nuestra, se doblaban bajo el peso de paquetes de espaguetis, de arroz, de cereales, de harina, de tarros de mostaza y otros condimentos de marcas conocidas y tamaños llamados familiares.

Y también… pero sobre todo… esa densidad… Los últimos rayos de uno de los días más largos del año a través de una ventana festoneada de telarañas.

Luz amarilla, ambarina, silenciosa; llena de cera, de polvo, de pelos y de cenizas…

Charles se dio la vuelta.

—¡Lucas!

—Quita de en medio, tengo que sacarla de aquí, si no se hace caca por todas partes…

—¿Y esto qué es?

—¿Es que nunca has visto una cabra?

—¡Pero si es muy pequeñita!

—Ya, pero aun así hace mucha caca… Quítate de la puerta, anda…

—Bueno, ¿y Alice?

—No está arriba… Ven, vamos a buscarlas fuera… ¡Vaya, se me ha escapado!

La que tanta caca hacía acababa de subirse a la mesa, y Lucas afirmó que qué se le iba a hacer, que no pasaba nada. Que Yacine metería las cacas en una caja de caramelos y las llevaría al colegio.

—¿Estás seguro? Ese perro grandote de ahí no parece muy de acuerdo…

—Ya, pero como ya no tiene dientes… ¿Vienes?

—No andes tan deprisa, anda, que me duele la pierna…

—Ah, sí… ya no me acordaba… Perdona.

Ese chavalín era de verdad fantástico. Charles se moría de ganas de preguntarle si había conocido a su abuela, pero no se atrevió. Ya no se atrevía a preguntar nada. Tenía miedo de echar a perder la situación, de ser maleducado, de sentirse aún más torpe en ese planeta que lo desarmaba por completo, que parecía estar fuera del mundo, al que se llegaba cruzando un puente a punto de derrumbarse, donde los padres estaban muertos, los patos caminaban muy erguidos y las cabras se subían a los cestillos del pan.

Charles apoyó la mano en el hombro de Lucas y lo siguió hacia el sol poniente.

Rodearon la casa, cruzaron una pradera de hierbas muy altas en la que sólo habían segado un sendero y pronto los alcanzaron los perros del maletero del coche. Percibieron el olor de una hoguera (otro olor que Charles había olvidado…) y los descubrieron a lo lejos, en el lindero de un bosque, en círculo, llamándose unos a otros, riendo y saltando entre las llamas.

—Jo, nos está siguiendo…

—¿Quién?

—El Capitán Haddock

Charles no necesitó darse la vuelta para saber de qué animalillo se trataba…

Se echó a reír.

¿A quién podría contarle todo aquello?

¿Quién iba a creerlo?

Charles había ido hasta allí para desratizar su niñez, para enfrentarse a ella y quitársela por fin de encima para poder seguir envejeciendo tranquilo, y hete aquí que había vuelto a caer de lleno en ella. Avanzaba lo más deprisa que podía, arrastrando su pierna herida, porque, al fin y al cabo… las llamas son un poco lunáticas, ¿no? Sí, se reía, y le hubiera gustado tanto que Mathilde estuviera ahí con él… Oh, mierda… Me va a escupir… Me va a escupir, lo presiento.

—¿Todavía nos sigue?

Pero Lucas ya no lo escuchaba.

Un teatro de sombras…

Una primera silueta se dio la vuelta, una segunda les hizo una seña, un enésimo perro acudió a su encuentro, una tercera silueta los señaló con el dedo, una cuarta, minúscula, echó a correr hacia los árboles, una quinta saltó por encima de la hoguera, una sexta y una séptima aplaudieron, una octava tomó impulso y, por fin, una novena se volvió hacia ellos.

Por mucho que Charles entrecerrara los párpados y se colocara la mano a modo de visera ante los ojos, Lucas había dicho la verdad: no se veía un solo adulto. Se preocupó… Apestaba a goma quemada… ¿No era un poco peligroso todo eso, esas zapatillas de deporte derrapando sobre las brasas?

Charles entonces se tambaleó: acababa de escapársele el bastoncito sobre el que antes se apoyaba. La última silueta que se había dado la vuelta, la que llevaba coleta, se había inclinado con los brazos abiertos, y Lucas se había precipitado a abrazarla.

Ding.

Una bola de flipper.

—Hellooo, Mister Spiderman…

—¿Por qué siempre dices «spaiderman»? —preguntó Lucas irritado—. Es «espíderman», ya te lo he dicho mil veces…

Okey, okey… Perdón, hola, señor Espíiiiiiiderman, ¿qué tal te va la vida, bien? ¿Quieres participar en nuestro concurso de saltos mortales?

Y se incorporó para dejar marchar al niño.

Ya lo tengo, decidió Charles muy contento de su razonamiento, Lucas le había gastado una broma. Los padres no estaban muertos en absoluto, sólo ausentes temporalmente, y la joven au pair les dejaba hacer todo lo que les diera la gana.

Una joven au pair sentada a contraluz, a la que apenas distinguía pese a tener la mano a modo de visera, y que no era muy prudente que digamos pero que tenía una sonrisa preciosa. Casi imperfecta, pues una de las palas se montaba ligeramente sobre la de al lado.

Charles se deslizó detrás de su sombra para saludarla sin que la luz lo deslumbrara pero… fue en vano, se quedó deslumbrado de todas maneras.

La silueta de la cola de caballo había vivido demasiado para seguir siendo una joven au pair, y todo lo que rodeaba esa sonrisa lo confirmaba, lo corroboraba.

Todo.

Para verlo mejor, se apartó soplando el mechón de pelo que le tapaba los ojos, se quitó un grueso guante de cuero, se frotó la mano contra el pantalón antes de tendérsela y le llenó la palma de serrín y de virutas de madera.

—Buenas noches.

—Buenas noches —contestó—, soy… Charles…

—Encantada, Charles

Lo dijo a la inglesa, y Charles, al oír su nombre pronunciado de manera tan distinta, se sintió raro.

Como si fuera otra persona. Más ligero y mejor acentuado.

—Soy Kate —añadió ella.

—He… he venido con Lucas para…

Se sacó del bolsillo un pequeño neceser.

—Entiendo —dijo ella con una sonrisa distinta, más incisiva todavía—, el aparato de tortura… ¿So es usted un amigo de los Le Men?

Charles vaciló. Sabía lo que las buenas maneras mandaban contestar a esa pregunta, pero a la vez era consciente de que sería inútil tratar de engañar a una chica como ésa.

—No.

—¿Ah, no?

—Lo era… De Alexis, quiero decir y… No… nada… Es una vieja historia…

—¿Lo conocía de cuando era músico?

—Sí.

—Entonces lo entiendo… Cuando toca también es amigo mío…

—¿Toca a menudo?

—No. Alas

Silencio.

Vuelta a las buenas maneras.

—¿De dónde es? ¿De dónde Her Gracious Majesty?

Well… yes y… no. Soy… —prosiguió, extendiendo el brazo—, soy de aquí…

Con ese gesto englobó la hoguera, los niños y sus risas, los perros, los caballos, los prados, los bosques, el río, al Capitán Haddock, su aldea de techos medio derruidos, las primeras estrellas —diáfanas— e incluso las golondrinas, que, al contrario que ella, se divertían poniendo el cielo entero entre paréntesis.

—Es un bonito lugar —murmuró Charles.

La sonrisa de la mujer se perdió a lo lejos.

—Esta noche, sí…

Y luego volvió.

—¡Jef! Súbete las perneras del chándal, si no se te van a prender, cariño…

—¡Ya huele a cordero asado! —lanzó otra voz.

—¡Jef es un cochinillo a la brasa! ¡Jef es un cochinillo a la brasa! —entonaron las demás voces a coro.

Y Jef, antes de tomar impulso para saltar, se puso de rodillas para subirse las perneras 100% sintéticas, adornadas con tres rayas laterales.

O sea que son seis rayas en total, corrigió Charles que, por muy desconcertado que se sintiera, seguía aferrándose a la seguridad del rigor.

Vaaaale, seis. Pero no nos des la vara, anda, sé bueno…

La vara ¿por qué?

Eh… «bonito lugar», vale, sabes contar, pero no nos vengas con ésas, en realidad le estabas mirando el brazo…

Pues claro… ¿Habéis visto cómo está dibujada? Tantos músculos en un brazo tan fino, no me diréis que no es pasmoso, ¿eh?

Que sí, que sí, que vale…

A ver… me vais a perdonar, pero las líneas y las curvas al fin y al cabo definen mi profesión, ¿no os parece?

Pero buen…

Una carcajada maravillosa acababa de cerrarle el pico al pelma de nuestro querido Pepito Grillo.

Que sintió una suerte de vahído bajo su costilla rota. Charles se volvió muy despacio, localizó la fuente de esa loca catarata de alegría y supo entonces que el viaje no había sido en balde.

—Anouk —murmuró.

—¿Cómo dice?

—Allí… Ésa de allí…

—¿Sí?

—¿Es ella?

—Ella ¿quién?

—Esa niña de ahí… La hija de Alexis…

—Sí.

Era ella. La que saltaba más alto, gritaba más fuerte y se reía más que nadie.

La misma mirada, la misma boca, la misma frente y el mismo aire canalla.

La misma pólvora; la misma mecha.

—Es guapa, ¿eh?

Sintiéndose en la gloria, en el cielo, Charles asintió con la cabeza.

Por una vez, qué felicidad sentirse emocionado.

Yes… beautiful… but a proper little monkey —corroboró Kate—, nuestro amigo Alexis lo tiene difícil… Él que tanto se ha esforzado por guardar en una funda todo lo que era disonante en su vida, con esta niña no lo va a tener fácil…

—¿Por qué dice eso?

—¿Lo de la funda?

—Sí.

—No lo sé… Es una impresión que tengo…

—¿De verdad no toca ya nunca?

—Sí… cuando está un poco borracho…

—¿Y le ocurre a menudo?

—Jamás.

El famoso Jef volvió a pasar delante de ellos frotándose las pantorrillas. Ahora sí que olía a quemado.

—¿Cómo la ha reconocido? No se le parece tanto…

—Por su abuela…

—¿Manouk?

—Sí. ¿Usted… usted la conocía?

—No… casi nada… Vino una vez con Alexis…

—…

—Recuerdo que… estábamos tomando un café en la cocina y, en un momento dado, con el pretexto de dejar su taza en el fregadero, se me acercó por detrás y me acarició la nuca…

—…

—Es una tontería, pero ese gesto me hizo llorar a lágrima viva… Pero ¿por qué le cuento todo esto? —se reprendió Kate—. Perdóneme.

Charles se apresuró a contestar.

—No, no, por favor… al contrario, cuénteme lo que quiera.

—Era un período un poco difícil… Me imagino que estaba al corriente de… de my predicament… Esta palabra con este significado sólo existe en inglés, creo… bueno, digamos del puñetero horror en el que yo estaba sumida… Luego se marcharon, pero al cabo de unos metros el coche se paró, y ella volvió hacia mí.

»¿Se le ha olvidado algo?, le pregunté.

»Kate, murmuró ella, no beba usted sola.

Charles miraba el fuego.

—Sí… Anouk… La recuerdo… ¡Eh! ¡Ahora dejad que salten los más pequeños! Tú, Lucas, mejor ven por aquí… Aquí la hoguera es menos ancha… Jeez, si se lo devuelvo chamuscado a su madre me voy directa al calabozo…

—A propósito —reaccionó Charles—, tenemos que irnos. Estarán esperándonos para cenar…

Ya llegan tarde —bromeó Kate—, hay personas así, aunque uno llegue puntual siempre tiene la impresión de haberlas hecho esperar… Lo acompaño…

—No, no…

—¿Cómo que no? ¡Sí, sí!

Y, llamando a los mayores del grupo, les dijo:

—¡Sam! ¡Jef! ¡Me vuelvo a mis bizcochos! Por cierto, ¿quién se viene a ayudarme? Os quedáis junto al fuego hasta que se apague y ya que no salte nadie, ¿okey?

—Que sí, que sí —mugió el eco.

—Voy contigo —anunció un niño un poco gordito, con la piel mate y el pelo muy rizado.

—Pero… si me has dicho que tú también querías saltar. Anda, ve, salta, que yo te miro…

—Bah…

—¡Le da cague! —se burló una voz a la derecha—. ¡Go, Yaya! Go! ¡Anda, salta, que se te funda un poco la grasa!

El niño se encogió de hombros y se dio la vuelta, antes de preguntar:

—¿Sabe quién es Esquilo?

—Pues… —dijo Charles, con una expresión de sorpresa—, ¿es… uno de los perros?

—No, era un griego que escribía tragedias.

—¡Ah! Vaya, me he equivocado —contestó Charles, riéndose—. Sí, lo conozco… vagamente, diría yo…

—¿Y sabe cómo murió?

—…

—Pues mire, las águilas cuando quieren comerse a una tortuga tienen que lanzarla desde muy alto para que se le rompa el caparazón, y como Esquilo era calvo, el águila se pensó que era una roca y, ¡zaca!, le tiró la tortuga sobre la cabeza, y así se murió.

¿Por qué me contará esto? Si a mí todavía me queda algo de pelo…

—Charles —acudió a socorrerlo Kate—, le presento a Yacine… también llamado Wiki. Por la Wikipedia… Si necesita alguna información, algún dato biográfico, o si quiere saber cuántos baños tomó Luis XVI durante su vida, éste es su hombre…

—Y bien, ¿cuántos fueron? —preguntó Charles, estrechando la manita minúscula que le tendían.

—Hola, cuarenta, y su santo ¿cuál es? ¿El 4 de noviembre?

—¿Te sabes todo el calendario de memoria?

—No, pero el 4 de noviembre es una fecha muy, muy importante.

—¿Es tu cumpleaños?

Ligero, ligerísimo desdén de niño.

—Más bien el de los metros y los kilos, diría yo… 4 de noviembre de 1800, fecha oficial del paso en Francia al sistema decimal de pesos y medidas…

Charles miró a Kate.

—Sí… Resulta un poco cansado a veces, pero uno termina por acostumbrarse… Venga… vamos… ¿Y Nedra? ¿Ha desaparecido?

Charles le señaló los árboles.

—Me parece que…

—Oh, no… —contestó desolada Kate—. Pobrecita… ¡Hattie! ¡Ven aquí un momento!

Kate se alejó con otra niña a la que susurró algo al oído, antes de enviarla bajo los árboles.

Charles interrogó a Yacine con la mirada, pero éste fingió no enterarse.

Kate volvió y se agachó para recog…

—Deje, deje, ya lo cojo yo —dijo Charles, agachándose a su vez.

Vale, era casi calvo y casi ignorante pero jamás, jamás de los jamases permitiría que una mujer caminara cargada a su lado.

No se imaginaba que pudiera pesar tanto. Se incorporó con la cabeza ladeada para ocultar sus muecas y caminó con… bueno… con desenvoltura, apretando tanto las mandíbulas que le rechinaban los dientes.

Jooooder… Y eso que había cargado con montones de cosas de chicas en su vida… Bolsones, bolsas de la compra, abrigos, cajas de cartón, maletas, planos, hasta carpetas con expedientes, pero una sierra mecánica, nunca…

Sintió que la fisura en su costilla ganaba terreno.

Alargó el paso e hizo un último esfuerzo para parecer… (jajá, que me troncho) viril, y preguntó:

—¿Y qué hay al otro lado de ese muro?

—Una huerta —contestó Kate.

—¿Tan grande?

—Era la del castillo…

—¿Y… y la cultiva?

—Claro… Aunque bueno, es sobre todo cosa de Rene… El antiguo dueño de la finca…

Charles no podía replicar nada, sentía demasiado dolor. No tanto por lo que pesaba el chisme ese, sino más bien por su espalda, su pierna, las noches sin dormir…

Miraba a hurtadillas a la mujer que caminaba junto a él.

Su tez morena, sus uñas cortas, las ramillas que se le habían quedado prendidas en el pelo, su hombro que llevaba el sello de Miguel-Ángel, el jersey que se había atado a la cintura, su camiseta vieja, las manchas de sudor en su pecho y en su espalda, y, a su lado, se sintió feo y poquita cosa.

—Huele usted a madera verde…

Sonrisa.

—¿De verdad? —dijo Kate, pegando los brazos al cuerpo—. Qué… qué manera más galante de decirlo.

—Por cierto, ¿sabes por qué se llama Rene?

Uf, menos mal, Trivial Pursuit Júnior se dirigía a Kate, no a él.

—No, pero me lo vas a decir tú…

—Porque su madre tuvo otro niño antes de él, que se murió casi nada más nacer, por eso a él le pusieron «re-né»[3].

Charles se había adelantado un poco para soltar su carga lo antes posible, pero aun así la oyó murmurar:

—¿Y tú, Yacine mío? ¿Sabes por qué te quiero tanto?

Se oyeron trinos de pájaros.

—Porque sabes cosas que ni siquiera internet sabrá nunca…

Charles creyó que nunca conseguiría aguantar hasta el final, se cambió la sierra mecánica de mano, pero era peor todavía, estaba sudando la gota gorda, franqueó corriendo los últimos metros y dejó su cargamento en la puerta del primer silo que vio.

—Perfecto… De todas maneras tengo que desmontar la cadena…

¿Ah, sí?

Caramba…

Charles buscó su pañuelo para ocultar en él su cansancio.

La Virgen, lo que había hecho él, no lo habría hecho ni el más valiente, habría podido jurarlo. Bueno… y ahora ¿dónde se había metido Lucas?

Kate los acompañó al otro lado.

Charles habría tenido montones de cosas que decirle, pero el puente era demasiado frágil. Un «me alegro mucho de haberla conocido» le parecía inapropiado. Aparte de su sonrisa y su mano rugosa, ¿qué había conocido de ella? Sí, pero… ¿qué otra cosa se podía decir en esas circunstancias? Se estrujó y se estrujó la cabeza para encontrar algo, pero no encontró más que las llaves del coche.

Abrió la puerta trasera y se dio la vuelta.

—Me habría encantado conocerlo —dijo ella con naturalidad.

—Yo…

—Está usted muy maltrecho.

—¿Perdón?

—Su cara.

—Sí, es que… iba distraído…

—¿Ah, sí?

—A mí también. Quiero decir… A mí también me habría encantado…

Después de pasar el cuarto roble, Charles consiguió por fin pronunciar una frase que tuviera más o menos sentido:

—¿Lucas?

—¿Qué?

—¿Kate está casada?