Sylvie vivía en el distrito XIX, cerca del hospital Robert-Debré. Charles llegó con más de una hora de antelación. Paseó por el bulevar de los Maréchaux acordándose de ese señor muy tieso que lo había construido en la década de 1980: Pierre Riboulet, su profesor de composición urbana en la facultad de Ingeniería.
Era un hombre muy tieso, muy guapo y muy inteligente. Hablaba poco, pero tan bien. Le pareció el más accesible de todos sus profesores, pero aun así nunca se atrevió a abordarlo. Había nacido en la otra orilla, en un edificio insalubre sin aire ni sol, y no lo había olvidado nunca. Solía repetir que la belleza tenía «una utilidad social evidente». Los animaba a despreciar los concursos y a recuperar el sano ambiente de los talleres. Les había hecho descubrir las Variaciones Goldberg, la Oda a Charles Fourier, los textos de Friedrich Engels y, sobre todo, sobre todo, al escritor Henri Calet. Construía a escala humana, a escala del alma, hospitales, universidades, bibliotecas y viviendas más dignas sobre los escombros de bloques de apartamentos de protección oficial. Y había muerto hacía poco, a los setenta y cinco años, dejando tras de sí numerosas obras sin terminar.
Exactamente el tipo de trayectoria que le habría encantado a Anouk…
Charles dio media vuelta y buscó la calle Haxo.
Pasó por delante del número donde vivía Sylvie, abrió la puerta de un bareto haciendo una mueca, se pidió un café que no tenía intención de tomar y se dirigió hacia el fondo de la sala. Volvía a tener la tripa suelta.
Se apretó el cinturón. Había llegado al último agujero.
Se sobresaltó ante el espejo. El tipo de al lado tenía un careto de espant… Pero si eres tú, desgraciado. Eres tú.
No había probado bocado desde hacía dos días, se había quedado en el estudio, había abierto «la camilla del trabajo ingente», es decir una especie de butaca de goma espuma que olía a tabaco frío, había dormido poco y no se había afeitado.
Tenía el pelo (jajá) largo, las ojeras de un marrón negruzco y la voz burlona.
—Vamos, Jesús… es la última estación… Dentro de dos horas habrá terminado todo.
Dejó una moneda en el mostrador y volvió sobre sus pasos.
Ella estaba tan nerviosa como él, no sabía qué hacer con las manos, lo hizo pasar a una habitación impoluta disculpándose por el desorden y le ofreció algo de beber.
—¿Tiene Coca-Cola?
—Oh, había previsto todo tipo de bebidas, pero ésa no me la esperaba… Un momento, vamos a ver…
Volvió al pasillo y abrió un armario que olía a zapatillas de deporte viejas.
—Tiene usted suerte… Me parece que los niños no se la han bebido toda…
Charles no se atrevió a pedir hielo y se tomó su medicina tibia preguntándole con un tono casi afable cuántos nietos tenía.
Oyó la respuesta, no escuchó el número y le aseguró que era fantástico.
No la habría reconocido de habérsela encontrado por la calle. Recordaba a una morena bajita más bien regordeta y siempre alegre. Recordaba su culo, gran tema de conversación en aquella época, y también que les había regalado el single de Le Bal des Laze. Una canción que volvía loca a Anouk y que Alexis y él terminaron por detestar.
—Callaos, callaos. Escuchad qué bonita es esta canción…
—¡Joder, pero ¿todavía no han ahorcado al tío este?! ¡Pues ya va siendo hora! Ya no aguantamos más, mamá, ya no aguantamos más…
Qué extraño archivo, la memoria… Jane, Anouk y el novio de ambas… Acababa de recordarlo en ese preciso momento.
Ahora Sylvie tenía el pelo de un color rarísimo, llevaba unas gafas de montura muy barroca, y a Charles le pareció que iba muy maquillada. El pote le había dejado como una línea divisoria bajo la barbilla, y se había pintado las cejas con lápiz de ojos. En ese momento tenía la tripa demasiado suelta para darse cuenta de nada, pero más tarde, al pensar de nuevo en aquella mañana, y Dios sabe que habría de volver a pensar en ella, lo comprendería. Una mujer inquieta, coqueta y que espera la visita de un hombre que lleva treinta años sin verla no podía hacer menos. Sinceramente.
Se acomodó en un sofá de cuero tan resbaladizo como si la tapicería fuera de hule y dejó el vaso sobre el posavasos previsto para tal efecto, entre un cuadernillo de sudokus y un enorme mando a distancia.
Se miraron. Se sonrieron. Charles, que era el hombre más educado del mundo, buscó algún cumplido que hacerle, algo amable que decirle, una frasecita sin consecuencias para aligerar el peso de todos aquellos tapetitos de croché, pero no se le ocurrió nada. En ese preciso momento era pedirle demasiado.
Sylvie bajó la cabeza, les dio vueltas a todas sus sortijas, una después de otra, y preguntó:
—Entonces ¿eres arquitecto?
Charles se incorporó, abrió la boca, hizo ademán de responder que… y de pronto soltó:
—Cuénteme lo que pasó.
Ella pareció aliviada. Le traía sin cuidado que fuera arquitecto o charcutero, y ya no aguantaba más sin compartir con nadie todo lo que estaba a punto de contarle. De hecho, era el motivo por el que se había permitido insistirle a esa secretaria tan creída… Encontrar a alguien que la hubiera conocido, contarlo todo, soltar el lastre, vaciar el agua de la bañera, pasarle a otro su paquete de tristeza, y a otra cosa, mariposa.
—Lo que pasó ¿a partir de cuándo?
Charles reflexionó un momento.
—La última vez que la vi fue a principios de los años noventa-Normalmente suelo ser más preciso, pero… —meneó la cabeza sonriendo—, creo que me he esforzado mucho por no serlo ya más… Como todos los años, me había invitado a comer por mi cumpleaños y…
Su anfitriona lo animó a seguir. Un gestito de asentimiento con la cabeza, un gestito amable y tan cruel a la vez. Un gestito que decía: no te preocupes, tómate tu tiempo, ya no hay ninguna prisa, ¿sabes…? No, ahora ya no hay ninguna prisa.
—… fue el más triste de todos… Anouk había envejecido mucho en un año. Tenía la cara como más gruesa, le temblaban las manos… No quiso que pidiera vino y fumaba un cigarrillo tras otro para aguantar el tirón. Me hacía preguntas pero le traían sin cuidado mis respuestas. Mentía, decía que Alexis estaba muy bien y que me mandaba recuerdos, cuando yo sabía de sobra que no era verdad. Y ella sabía que yo lo sabía… Llevaba un jersey lleno de manchas y que olía a… no sé… a tristeza… a una mezcla de ceniza fría y de colonia… El único momento en que se le animó la mirada fue cuando le propuse acompañarla un día a la tumba de Nounou, donde no había vuelto nunca más. ¡Oh, sí! ¡Qué buena idea!, exclamó, alegre. ¿Te acuerdas de él? ¿Te acuerdas de lo bueno que era? ¿Te acuer…? Y entonces unos lagrimones lo ahogaron todo.
»Tenía la mano helada. Al tomarla entre las mías caí de pronto en la cuenta de que ese anciano que podía haber sido su padre y al que no le gustaban las mujeres había sido su única historia de amor…
»Insistió en que le hablara de él, en que le contara recuerdos, una y otra vez, incluso aquellos que conocía de memoria. Yo me esforzaba, pero aquella tarde tenía una cita importante y hacía lo imposible por vigilar mi reloj sin que se diera cuenta. Y, además, no me apetecía mucho recordar nada… O, si acaso, no con ella. No delante de ese rostro devastado que lo estropeaba todo…
Silencio.
—No le ofrecí tomar postre. ¿Para qué? De todas maneras no había comido nada… Pedí dos cafés y volví a llamar al camarero para recordarle que trajera a la vez la cuenta, luego la acompañé al metro y…
Sylvie debió de notar que había llegado el momento de echarle una manita.
—¿Y?
—No la llevé nunca a Normandía, a la tumba de Nounou. No la llamé nunca. Por cobardía. Para no seguir viendo cómo se destrozaba, para conservarla en el museo de mis recuerdos y para impedir que me creara mala conciencia. Porque era demasiado… Pero los remordimientos me pesaban de todas maneras, y cada año me los sacudía un poco de encima en el momento de mandar las tarjetas de felicitación navideñas. Tarjetas de felicitación del estudio, por supuesto… Impersonales, comerciales, horribles, y en las cuales, como hombre educado que era, yo añadía un par de líneas manuscritas y un «muchos besos» para concluir. A partir de aquel día la llamé dos o tres veces, una de las cuales, lo recuerdo muy bien, porque mi sobrina se había tragado no sé qué pastillas… Y un buen día mis padres, que hacía tiempo que no la veían, me dijeron que se había mudado y se había marchado lejos… A Bretaña, creo…
—No.
—¿Cómo?
—No estaba en Bretaña.
—¿Ah, no?
—No estaba muy lejos de aquí…
—¿Dónde?
—En una ciudad dormitorio, cerca de Bobigny…
Charles cerró los ojos.
—Pero ¿cómo? —murmuró—. Quiero decir, ¿por qué? Era su única certeza, recuerdo, la única promesa que se había hecho a sí misma… No hacer nunca algo… ¿Cómo es posible? ¿Qué pasó?
Sylvie levantó la cabeza, lo miró a los ojos, deslizó el brazo sobre el sillón y quitó el tapón de la presa.
—Principios de los años noventa… Bueno, puede ser… No recuerdo bien las fechas… Debes de ser la única persona con la que quedó para comer en aquella época… ¿Por dónde empiezo? Estoy un poco perdida… Empezaré por Alexis, supongo… ya que él fue la causa de que todo se fuera al traste… Hacía años que apenas tenía noticias suyas… Creo recordar que tú eras uno de los únicos vínculos que aún los unían, ¿no?
Charles asintió.
—Era doloroso para ella… Por eso se mataba a trabajar, acumulaba guardias y horas extra, nunca se tomaba vacaciones y sólo vivía por y para el hospital. Creo que por aquel entonces ya bebía mucho, pero bueno… Ello no le impidió ascender a enfermera jefe y estar siempre en los servicios más difíciles… Después de trabajar en inmunología, pasó a neurología, y fue entonces cuando volví a coincidir con ella… Era mala enfermera jefe, de hecho… Prefería cuidar a los enfermos que organizar los horarios de las demás enfermeras… Recuerdo que les prohibía a los pacientes que se murieran… Les echaba la bronca, les hacía llorar y también reír… Todo lo que estaba prohibido, vamos…
Sonrisa.
—Pero era intocable porque era la mejor. Lo que le faltaba en materia de conocimientos médicos, lo compensaba con lo muchísimo que cuidaba de la gente.
»No sólo era siempre la primera en percibir los más mínimos cambios, los síntomas más ligeros, sino que además tenía un instinto extraordinario… Un olfato… No te lo puedes ni imaginar… Los médicos se dieron cuenta enseguida y se las apañaban siempre para organizar sus visitas a los pacientes en función del horario de Anouk… Por supuesto, escuchaban lo que decían los enfermos, pero cuando ella añadía algo, puedes creerme, no perdían ripio, no. Siempre he pensado que si su infancia hubiese sido distinta, si hubiese podido estudiar, habría sido una médico fuera de serie. De esas que honran su servicio sin perder jamás de vista el nombre, el apellido, la cara y las angustias de los pacientes…
Suspiro.
—Era fantástica, y supongo que porque ella misma no tenía vida, por eso les daba tanto a los pacientes… No se ocupaba sólo de los enfermos, sino también de sus familias… Y de las enfermeras más jóvenes, las auxiliares que entraban en algunas habitaciones como haciendo un esfuerzo, y les costaba tanto deslizar una cuña bajo esos cuerpos tan… Anouk tocaba a la gente, la abrazaba, la acariciaba, volvía cuando ya había terminado su turno, sin bata y un poco maquillada para suplir a las visitas que esos pacientes no tenían o habían dejado de tener. Les contaba historias, y recuerdo que hablaba mucho de ti… Decía que eras el chico más inteligente del mundo… Estaba tan orgullosa de ti… En aquella época todavía almorzabais juntos de vez en cuando, ¡y un almuerzo contigo era algo sagrado, madre mía! ¡Ahí ya no se bromeaba con los horarios, y todo el hospital podía irse a la mierda! Y también hablaba de Alexis, de música… Se inventaba cualquier cosa, conciertos, la gente de pie aplaudiendo, contratos millonarios… Era al final del día, todo el mundo se tambaleaba de cansancio, y se oía su voz por los pasillos… Sus mentiras, sus delirios… Se consolaba a sí misma, todo el mundo se daba cuenta. Y, de repente, una mañana, una llamada del Samu que fue para ella como un jarro de agua fría en plena cara: su supuesto virtuoso se estaba muriendo de una sobredosis…
»Y ahí empezó la bajada a los infiernos. Para empezar no se lo esperaba en absoluto… Lo cual de hecho nunca dejará de extrañarme… Pero ya se sabe, “en casa del herrero, cuchillo de palo”… Anouk creía que fumaba porros de vez en cuando porque lo ayudaban á “tocar mejor”. Sí, seguro… Y entonces ella, esa mujer, la mejor profesional con la que he trabajado nunca, porque antes te hablaba de su ternura, pero también sabía mostrarse dura, sabía mantenerlos a todos a raya: a la Parca, a los médicos siempre desbordados, a los internos arrogantes, a las compañeras de trabajo insensibles, a los funcionarios burócratas, a las familias pesadas, a los enfermos complacientes, nadie, ¿me oyes?, nadie se le resistía. La llamaban La Men, o también Amén. Lo asombroso, lo excepcional era esa mezcla de dulzura y de profesionalidad, e imponía respeto… Espera, que he perdido el hilo…
—El Samu…
—Ah, sí… entonces, cuando la llamaron, le entró el pánico por completo. Creo que se había quedado traumatizada, en el sentido médico de la palabra, el de «daños y lesiones de la estructura o del funcionamiento del organismo», cuando los primeros años del sida. Creo que nunca se recuperó… Y saber que su hijo tenía muchas probabilidades de correr esa misma suerte, no, esa palabra no está bien elegida, mejor decir correr el mismo destino… Muchas probabilidades como digo de terminar como todos esos desgraciados, eso la… no sé… la partió en dos. Zaca. Como un trozo de madera. Entonces cada vez se le fue haciendo más difícil recurrir a la bebida para esconder sus problemas. Era la misma, pero ya no era ella. Era un fantasma, un autómata; una máquina que sonreía, vendaba y a la que todo el mundo obedecía. Un nombre y un número de código de empleada sobre una bata que olía a alcohol… Empezó por dimitir de su puesto de enfermera jefe diciendo que estaba hasta el gorro de resolver chorradas de papeleo, y luego quiso reducirse la jornada para poder ocuparse de Alexis. Hizo lo imposible por sacarlo del agujero y por conseguir que lo admitieran en los mejores centros. Se había convertido en su razón de vivir y, en cierta manera, también la salvó… Digamos que era un buen yugo… Una tregua corta puesto que…
Sylvie se quitó las gafas y se pellizcó la nariz largo rato antes de proseguir.
—… puesto que ese cabrón, perdóname, sé que es amigo tuyo, pero no veo otra palabra…
—No. Ya…
—¿Cómo?
—Nada. La escucho.
—La mandó a paseo. Cuando recuperó las fuerzas suficientes para articular una idea como es debido, le anunció tranquilamente que, debido a una rehabilitación que había llevado a cabo con «el equipo de apoyo», no debía verla más. De hecho se lo anunció amablemente… ¿Comprendes, mamá?, es por mi bien, ya no puedes ser mi madre. Luego le dio un beso, algo que llevaba años sin hacer, y se marchó para reunirse con los demás en su bonito parque rodeado de grandes verjas…
»Entonces Anouk se pidió la primera baja por enfermedad de su vida… Cuatro días, recuerdo… Al cabo de esos cuatro días volvió y pidió que la pasaran al turno de noche. No sé qué razones les daría, pero las conozco de sobra: es más fácil cuidar a los enfermos cuando el barco no avanza a toda máquina… El equipo entero se portó muy bien con ella. Ella, que había sido nuestra roca, nuestra referencia, se convirtió en nuestra mayor convaleciente. Recuerdo a ese hombre maravilloso, Jean Guillemard, un médico que se había pasado la vida trabajando en la esclerosis múltiple. Le escribió una carta magnífica, muy detallada, recordándole los numerosos casos que habían seguido juntos, y concluía asegurándole que si la vida le hubiese dado más a menudo la ocasión de trabajar con profesionales tan buenos como ella, hoy en día probablemente sabría más y podría jubilarse más feliz…
»¿Estás bien? ¿No quieres otra Coca-Cola?
Charles dio un respingo.
—No, no… gracias.
—Yo, en cambio, discúlpame pero me voy a servir algo… No sabes cómo me afecta hablar de todo esto. Qué desastre… Qué desastre más espantoso… Es toda una vida, ¿comprendes?
Silencio.
—No, no podéis comprenderlo… El hospital es otro mundo, y los que no pertenecen a él no pueden comprender… Gente como Anouk o yo hemos pasado más tiempo con los enfermos que con nuestras propias familias… Era una vida a la vez muy dura y muy protegida… Una vida de uniforme… No sé cómo hacen aquellas que no tienen esto que hoy en día se considera un poco cursi, esto que llaman «vocación». No, por más que me esfuerzo por comprender, no lo consigo… Es imposible aguantar sin tener vocación… Y no hablo de la muerte, no, hablo de algo mucho más difícil todavía… de la… de la fe en la vida, creo… Sí, eso es lo más duro cuando se trabaja en estos sectores difíciles, no perder de vista que la vida es más… cómo decir… más legítima que la muerte. Algunas noches, te lo aseguro, el cansancio es muy, muy malo… porque sientes como un vértigo, ¿sabes…?, y… ¡Pero bueno! —bromeó—. ¡Qué filósofa me he puesto de repente! Ah… ¡qué lejos están nuestras batallas de caramelos en el jardín de tus padres!
Sylvie se levantó y se dirigió hacia la cocina. Él la siguió.
Se sirvió un gran vaso de agua con gas. Charles, que se había apoyado contra la barandilla del balcón, permaneció ahí, en el duodécimo piso, de pie ante el vacío. Silencioso. Indispuesto.
—Por supuesto, todas esas muestras de afecto fueron muy importantes para ella, pero lo que más la ayudó por aquel entonces (bueno, no sé si «ayudar» es la palabra adecuada por lo que ocurrió después) fueron las palabras de un solo hombre: Paul Ducat. Un psicólogo que no trabajaba en ningún servicio en concreto pero que venía varias veces a la semana a visitar a los pacientes que lo reclamaban.
»Era muy bueno, tengo que reconocerlo… Es una tontería, pero de verdad yo tenía la impresión, quiero decir una impresión física, de que hacía la misma tarea que los equipos de limpieza. Entraba en las habitaciones llenas de miasmas, cerraba la puerta, se quedaba ahí, unas veces diez minutos, otras, dos horas, no quería saber nada de nuestro trabajo, nunca nos dirigía la palabra y apenas nos saludaba, pero cuando nos ocupábamos del paciente después de marcharse él, era… ¿cómo decirte?… como si la luz hubiera cambiado… Era como si ese hombre hubiera abierto la ventana. Una de esas grandes ventanas sin pomo y que nunca se abren, por la sencilla razón de que están… condenadas.
»Una noche, tarde ya, entró en el despacho, algo que no había hecho nunca antes, pero necesitaba un papel, creo, y… y ella estaba ahí, con un espejo en la mano, maquillándose en la penumbra.
»“Perdón”, dijo él, “¿puedo encender la luz?”. Y entonces la vio. Lo que sostenía en la otra mano no era un lápiz de ojos o un pintalabios, sino un bisturí.
Sylvie bebió un gran sorbo de agua.
—Se arrodilló junto a ella, le limpió las heridas, esa noche y durante meses… Escuchándola largo rato, asegurándole que la reacción de Alexis era del todo normal, mejor incluso que normal, era vital, sana. Que volvería, que siempre había vuelto, ¿verdad? Que no, que no había sido una mala madre, nunca en la vida. Que él había trabajado mucho con toxicómanos, y que aquellos a los que sus padres habían querido mucho salían de la droga más fácilmente que los demás. ¡Y Dios sabe si ella había querido a Alexis, ¿verdad?! Sí, se reía, sí, ¡Dios lo sabía, desde luego! ¡Y hasta estaba celoso! Que su hijo estaba bien allí donde estaba, que ya se informaría él, que la mantendría al corriente, y que debía seguir comportándose como siempre lo había hecho. Es decir: debía estar ahí, sencillamente, y sobre todo, sobre todo, seguir siendo ella misma, porque ahora le tocaba a él recorrer el camino, y que quizá ese camino la alejara de ella… al menos un tiempo… ¿Me cree, Anouk? Y ella lo creyó y… No tienes buena cara… ¿Te encuentras bien? Estás muy pálido…
—Creo que debería comer algo pero tengo… —Charles trató de sonreír—, o sea, yo… ¿Tiene un pedazo de pan?
—¿Sylvie? —articuló entre dos bocados.
—¿Sí?
—Qué bien cuenta las cosas…
Su mirada se veló.
—A ver, qué quieres… desde que murió sólo pienso en todo esto… De noche, de día me vuelven sin parar a la cabeza retazos de recuerdos… Duermo mal, hablo sola, le hago preguntas, intento comprender… Ella me enseñó mi profesión, a ella le debo los momentos más fuertes de mi carrera, y también los más alegres, los más divertidos. Siempre estuvo ahí cuando la necesité, encontraba siempre las palabras que hacen a la gente más fuerte, más… tolerante… Es la madrina de mi hija mayor, y cuando mi marido enfermó de cáncer, como siempre se portó muy bien con todos nosotros… Conmigo, con él, con las niñas…
—¿Y su marido, esto…?
—¡No, no! —exclamó, y se le iluminó el rostro—. ¡Sigue aquí con nosotras! Pero no lo verás, ha pensado que era mejor dejarnos solos… ¿Sigo? ¿Tienes más hambre?
—No, no, la… te escucho…
—Así que lo creyó, como te iba diciendo, y entonces vi, lo vi con mis propios ojos, ¿me oyes?, lo que llaman «el poder del amor». Anouk se recuperó, dejó de necesitar tanto a Alexis, adelgazó, rejuveneció y, bajo la corteza de la… tristeza, como decías antes, su antiguo rostro reapareció: los mismos rasgos, la misma sonrisa, esa misma alegría en la mirada. ¿Recuerdas cómo era cuando hacíamos bromas y tonterías? Era viva, irresistible, loca. Como esas colegialas tan espabiladas que se equivocan de dormitorio en el internado y nunca las pillan… Y guapa, Charles… tan guapa…
Charles se acordaba, sí.
—Pues bien, fue por él… por ese Paul… No te imaginas lo feliz que me hacía verla así. Me decía: ya está, la Vida ha comprendido lo que le debía. La Vida le da las gracias por fin… Fue entonces cuando yo dejé el trabajo. Por la enfermedad de mi marido, precisamente… Se había salvado de milagro y, ajustándonos el cinturón, podíamos apañarnos sin mi sueldo. Además nuestra hija iba a tener un bebé, y Anouk había vuelto, así que… había llegado el momento de dejarlo y de ocuparme un poco de mi familia… Nació el bebé, el pequeño Guillaume, y yo volví a aprender a vivir como la gente normal y corriente: sin estrés, sin guardias, sin tener que buscar un calendario cada vez que me proponían un viaje y olvidando poco a poco todos esos olores… las bandejas de la comida, los desinfectantes, el café goteando en la cafetera, la sangre, las plaquetas… Sustituí todo aquello por tardes en el parque y paquetes de galletas… Entonces perdí un poco de vista a Anouk, pero nos llamábamos por teléfono de vez en cuando. Todo marchaba bien.
»Y entonces un día, o más bien una noche, me llamó, y yo no entendí nada de lo que mascullaba. Lo único que comprendí es que había bebido… Fui a verla al día siguiente.
»Alexis le había escrito una carta que no acertaba a comprender del todo. Quería que yo la leyera y se la explicara. ¿Qué le decía Alexis? ¿¡¿Qué le decía?!? ¿La abandonaba o no? Anouk estaba… aniquilada. Así que leí aquella…
Meneó la cabeza de lado a lado.
—… mierda llena de jerga técnica seudopsicológica… Era un estilo elegante y muy complicado, lleno de palabras cultas. Quería ser digno, generoso, pero no era más que… el colmo de la cobardía.
»¿Entonces? ¿Entonces?, me suplicaba ella, ¿qué te parece que quiere decir? ¿Dónde estoy yo en toda esta historia?
»¿Qué querías que le dijera? No estás en ninguna parte. Mira… Ya no existes. Te desprecia hasta tal punto que ya ni se molesta siquiera en ser claro… No… no podía decírselo así. En lugar de eso, la abracé, y entonces, claro, entonces lo comprendió todo.
»¿Sabes, Charles?, esto es algo que he presenciado a menudo y que nunca llegaré a comprender… ¿Por qué seres tan excepcionales en su profesión, seres que, objetivamente, hacen el Bien en el mundo, resultan ser estúpidos tan infames en la vida de verdad? ¿Eh? ¿Cómo es posible? Al final, ¿dónde está su humanidad?
»De modo que me quedé con ella todo el día. Me daba miedo dejarla sola. Estaba segura de que, en el mejor de los casos, se refugiaría en el alcohol, y en el peor… Le supliqué que se viniera a vivir una temporada a mi casa, la habitación de las niñas estaba libre, seríamos discretos y… Anouk se sonó enérgicamente, se recogió el pelo, se frotó los párpados, levantó la cabeza y me sonrió. La sonrisa más frágil que le he conocido jamás.
»Y, sin embargo, Dios sabe si… bueno… olvidémoslo. Intentó alargar esa sonrisa lo más posible, siempre queriendo aparentar lo que no sentía, y me aseguró, acompañándome hasta la puerta, que podía marcharme tranquila, que no me haría una cosa así, que había pasado por momentos peores y que, a fuerza de sufrir, se había curtido.
»Cedí con la condición de poder llamarla por teléfono a cualquier hora del día o de la noche. Se rió y dijo que de acuerdo. Y añadió que estaba acostumbrada ya a las pesadas como yo… Y, en efecto, aguantó. Yo no me lo podía creer. Empecé a verla un poco más a menudo en aquella época y, por mucho que me esforzara por estar atenta a la menor señal, por mucho que le observara el blanco de los ojos o que olisqueara su abrigo cuando iba a colgarlo… nada… No bebía…
Silencio.
—Ahora, con un poco más de distancia, me digo que, al contrario, eso tendría que haberme preocupado. Es horrible lo que te voy a decir, pero a fin de cuentas, mientras bebiera quería decir que estaba viva y, de cierta manera, no sé… reactiva… En fin… Hoy me digo tantas cosas… Y un buen día me anunció que iba a presentar su dimisión. Me llevé una sorpresa tremenda. Lo recuerdo muy bien, acabábamos de salir de un salón de té y estábamos paseando por las Tullerías. Hacía bueno, íbamos cogidas del brazo, y entonces me lo anunció: se acabó, lo dejo. Yo aflojé el paso y me quedé callada largo rato, como esperando a que añadiera algo más: lo dejo por esto o por lo otro… Pero no, nada. ¿Por qué, Anouk, por qué?, terminé por articular, pero si sólo tienes cincuenta y cinco años… ¿Cómo vas a vivir? ¿De qué vas a vivir? Pensaba sobre todo para quién o para qué vas a vivir, pero no me atreví a expresárselo así. Ella no contestó. En fin…
»Y luego murmuró:
»“Todos, todos… todos me han abandonado. Uno tras otro… Pero no el hospital, ¿me oyes? Necesito ser yo la primera en irme, si no sé que no me recuperaría jamás. Que algo al menos, en esta vida mía tan perra, no me deje en la estacada… ¿Me imaginas a mí, el día de mi copa de despedida?”, se rió. “Cojo mi regalo, me despido de todos con un beso, ¿y después? ¿Dónde voy después? ¿Qué hago? ¿Cuándo me muero?”.
»No supe qué contestar a eso pero no importaba mucho: para entonces ella ya se estaba subiendo a un autobús por la puerta de atrás y me decía adiós por la ventanilla.
Sylvie dejó el vaso sobre la mesa y calló.
—¿Y después? —se aventuró a preguntar Charles—. ¿Ya… ya se acabó?
—No. Pero en realidad, sí… Sí.
Se disculpó, se quitó las gafas, arrancó un trozo de papel de cocina y se echó a perder el maquillaje.
Charles se levantó, fue hasta la ventana y, de espaldas a ella esta vez, se sujetó a la barandilla del balcón como a la borda de un barco.
Tenía ganas de fumar, pero no se atrevió. Había habido un cáncer en esa casa. Quizá no tuviera nada que ver con el tabaco, pero ¿cómo saberlo? Contempló los bloques de apartamentos a lo lejos y volvió a pensar en toda aquella gente…
Los que no la habían querido nunca y no la habían llamado nunca por su verdadero nombre; los que le habían metido el mono, el chancro y el alcohol en la sangre, y que si le habían tendido la mano había sido sólo para quitarle el dinero, el que ganaba prohibiendo a los moribundos que se murieran, mientras Alexis preparaba él sólito su cartera para ir al colegio y se colgaba del cuello la llave de su casa. Pero también todos aquellos que —hay que decirlo, en honor a la verdad—, una noche de tristeza infinita, le habían dado a Nounou la ocasión de improvisar un fantástico número de ilusionista.
—Tesoro, basta ya con estos inútiles… Basta ya, ¿me oyes?… ¿Qué quieres, a ver, qué es lo que quieres? Dime…
Y, cogiendo aquí y allá accesorios por toda la cocina, los imitó a todos.
Los encarnó, mejor dicho.
El padre que echa la bronca, la madre que consuela, el hermano que se burla y da la tabarra, la hermanita pequeña que cecea, el abuelo que dice tonterías sin parar porque ya está gaga, la tía abuela que da besos de ventosa que pinchan un poco, el tío abuelo que se tira pedos, y el perro, y el gato, y el cartero, y el cura y hasta el guarda forestal, cogiéndole un momento la trompeta a Alexis… Y fue alegre como una verdadera comida familiar y…
Charles respiró hondo una buena bocanada de aire de los suburbios y, Dios santo qué palabra más fea, verbalizó lo que llevaba rumiando en la cabeza desde hacía más de seis meses. No, veinte años.
—Yo… yo también soy de ésos…
—De ésos, ¿quiénes?
—Yo también la abandoné…
—Sí, pero tú la quisiste mucho…
Charles se dio la vuelta, y ella añadió, con un hoyuelo burlón en la mejilla:
—Y de hecho tal vez debería decir la «amaste»…
—¿Tanto se notaba? —se inquietó el niño grande.
—No, no, no te preocupes. Casi nada. Era casi tan discreto como los trajes de Nounou…
Charles bajó la cabeza. Su sonrisa le hacía cosquillas en las orejas.
—¿Sabes?, antes no me he atrevido a interrumpirte cuando afirmabas que Nounou había sido su única historia de amor, pero cuando fui al cementerio el otro día y vi esas letras color naranja que estallaban como fuegos artificiales en medio de toda esa… desolación, yo, que me había jurado que ya no iba a llorar más, te confieso que… Y luego esa mujer espantosa que cuidaba la tumba de al lado se acercó a mí chistándome. Había visto al patán que había hecho eso, qué vergüenza, de verdad, qué vergüenza… No le contesté nada. ¿Qué podía entender esa vieja? Pero pensé: ese patán, como usted dice, era el amor de su vida.
»No me mires así, Charles, acabo de decirte que ya no quería llorar más. Estoy harta ya… Y además ella no querría vernos así, sino…
Otro pedazo de rollo de cocina.
—Llevaba una foto tuya en la cartera, hablaba todo el rato de ti, nunca tuvo palabras duras sobre ti. Decía que habías sido el único hombre del mundo (y, en este caso, el pobre Nounou no cuenta, por supuesto) que se había comportado como un caballero con ella…
»Decía: menos mal que lo he conocido, ha compensado a todos los demás… Decía también que si Alexis había salido de la droga había sido gracias a ti, porque cuando erais pequeños lo habías cuidado mejor que ella… Que siempre le habías ayudado con los deberes y con las audiciones, y que sin ti habría terminado mucho peor… Que habías sido la columna vertebral de una casa de locos y…
—Lo único que… —dijo Sylvie después de un rato.
—Que ¿qué?
—Que la desesperaba, creo, era saber que os habíais enfadado…
Silencio.
—Vamos, Sylvie —consiguió articular Charles—. Terminemos ya con esto…
—Tienes razón. Ya falta poco… Bueno, total, que dejó el hospital discretamente. Se puso de acuerdo con la dirección para que los demás creyeran que se marchaba de vacaciones y ya no volvió más. A todos les decepcionó muchísimo no haber podido demostrarle su admiración y su afecto, pero como así lo había querido ella, pues nada… Pero le escribieron cartas. Las primeras las leyó y luego me confesó que las siguientes ya no, que no podía. Pero tendrías que haberlo visto… Era impresionante… Después nos fuimos llamando cada vez menos a menudo, y cada vez las llamadas eran más cortas. Primero porque Anouk ya no tenía mucho que contar, y luego mi hija tuvo gemelos, ¡y eso me dio muchísimo trabajo! Y también porque me había dicho que Alexis y ella se habían vuelto a ver, y entonces, aunque de manera inconsciente, debí de pensar que ahora él tomaba el relevo. Que le tocaba a él… Ya sabes lo que ocurre con la gente por la que te has preocupado mucho… Cuando la situación parece mejorar algo, estás encantado de poder descansar un poco… Entonces hice como tú… Me limité a una especie de presencia mínima… La felicitaba por su cumpleaños, por Navidad, le mandaba una tarjeta cada vez que nacía otro nieto mío, y postales cuando estaba de viaje… El tiempo pasó, y, poco a poco, Anouk se convirtió en un recuerdo de mi Vida de antes. Un recuerdo maravilloso…
»Y, un buen día, me devolvieron una de las cartas que le había enviado. Quise llamarla, pero le habían cortado la línea. Bueno, me dije, se habrá marchado con su hijo a algún lugar de fuera de París y seguramente tendrá ahora un montón de nietos en el regazo… Me llamará algún día y nos contaremos mil tonterías de abuelas chochas…
»Nunca me volvió a llamar. Bah… Así era la vida… Y entonces, hace tres años, creo, yo estaba en el tren de cercanías y había una anciana muy erguida en el fondo del vagón. Recuerdo que mi primer reflejo fue decirme: me gustaría ser como ella cuando tenga su edad… ¿Sabes?, como cuando se dice “es un anciano muy apuesto”. Tenía una hermosa cabellera blanca, no iba maquillada, tenía la piel como la de las monjas, muy arrugada pero todavía fresca, la cintura fina… Luego se volvió un poco hacia mí para dejar bajar a alguien, y entonces me quedé pasmada.
»Ella también me reconoció y me sonrió, una sonrisa amable, como si acabáramos de vernos el día anterior. Le propuse apearnos en la estación siguiente para tomar un café. Me daba cuenta de que no le apetecía mucho, pero bueno… si me hacía ilusión, dijo…
»Y ella, que solía ser tan habladora, tan… locuaz a veces, ese día tuve que sacarle las palabras con sacacorchos para que me contara algo sobre su vida. Sí, el alquiler había subido mucho, y se había mudado. Sí, era un barrio humilde un poco difícil, pero había allí una solidaridad que no había encontrado en ningún otro sitio… Por la mañana trabajaba en un dispensario y el resto del tiempo hacía voluntariado. La gente iba a su casa, o ella hacía visitas a domicilio… De todas maneras, tampoco necesitaba mucho dinero… Era un mundo de trueque: un vendaje a cambio de un plato de cuscús, o una inyección a cambio de una chapucilla de fontanería… Parecía extrañamente tranquila, pero no desgraciada. Decía que nunca había ejercido tan bien su profesión, sentía que era aún útil, se enfadaba cuando la llamaban “doctora” y robaba droga del dispensario sin que nadie se diera cuenta. Todas las medicinas que caducaban… Sí, vivía sola, y… ¿y tú?, me preguntó. ¿Y tú?
»Entonces le conté mi rutinilla de todos los días, pero en un momento dado me di cuenta de que ya no me escuchaba. Tenía que irse. La estaban esperando.
»¿Y Alexis? Oh… Entonces se le ensombreció un poco la expresión… Vivía lejos, y ella se daba perfecta cuenta de que no le caía muy bien a su nuera… Siempre se sentía como si molestara… Pero bueno, Alexis tenía dos hijos muy guapos, una niña ya mayorcita y un niño de tres años, y eso era lo más importante… Se encontraban todos bien…
»Estábamos de vuelta en el andén cuando le pregunté si tenía noticias tuyas. Bueno, ¿sabes algo de Charles? Entonces sonrió. Claro. Claro que sabía de ti… Trabajabas mucho, viajabas por todo el mundo, tenías un estudio de arquitectura muy grande cerca de la Estación del Norte y vivías con una mujer guapísima. Una parisina de las de verdad… La más elegante de todas… Y teníais una hija mayorcita, vosotros también… Que de hecho era clavadita a ti…
Charles se tambaleó.
—¿Qué…? Pero ¿cómo lo sab…?
—No lo sé. Me imagino que ella nunca te perdió de vista a ti.
Su rostro no era más que un puñado de músculos retorcidos.
—Me bajé en la estación siguiente sin saber ni por dónde me daba el aire y… la última vez que tuve noticias suyas fue dos meses después, cuando me anunciaron que la enterraban.
»Y no fue Alexis quien me lo dijo, sino una de sus vecinas, con la que había trabado amistad y que había buscado mi número de teléfono entre sus cosas…
Se arrebujó en su jersey.
—Y con esto llegamos al último acto… Hacía un frío de perros, la escena transcurrió unos días antes de Navidad en un cementerio horroroso. Sin ceremonia, sin discursos, nada de nada. Hasta los empleados de las pompas fúnebres estaban un poco incómodos. Echaban ojeadas inquietas aquí y allá para ver si alguien pensaba tomar la palabra, pero no. Entonces, al cabo de un ratito, se acercaron a ella y fingieron recogerse cinco minutos, con las manos cruzadas sobré la bragueta, y luego nada, bajaron las cuerdas, al fin y al cabo para eso los pagaban…
»Me extrañaba no verte allí, pero como Anouk me había dicho que viajabas mucho…
»Delante de mí no había casi nadie. Una de sus hermanas, creo, con pinta de estar aburriéndose como una ostra y que no dejaba de juguetear con su móvil; Alexis, su mujer, otra pareja y un hombre bastante mayor que llevaba un uniforme de la Cruz Roja y que lloraba como un niño; y… nadie más.
»Pero detrás, Charles, detrás… Cincuenta o sesenta personas… O quizá más incluso… Muchas mujeres, un montón de chiquillos, niños muy pequeñitos, adolescentes, chavales altos y desgarbados que no sabían qué hacer con los brazos, ancianas, ancianos, algunos endomingados con ramos de flores en las manos y joyas maravillosas, o bien con bisutería de tres al cuarto sobre cazadoras de imitación, unos cojos, otros llenos de cicatrices, otros… Gente de todo tipo, de todas las edades y de todos los niveles sociales… Todos aquellos a los que debía de haber aliviado en algún momento de sus vidas, me imagino…
»Vaya pandilla, pensé… Y, sin embargo, ni un solo ruido, ni un llanto, un silencio increíble. Pero cuando los enterradores se retiraron, se pusieron todos a aplaudir; durante mucho, mucho rato…
»Era la primera vez que oía aplausos en un cementerio, y en ese momento por fin me permití a mí misma llorar: Anouk había tenido su homenaje… y no se me ocurre qué habría podido decir sobre ella un cura o cualquier discurso de circunstancias que hubiera sido más exacto y más pertinente…
»Alexis me reconoció y se derrumbó en mis brazos. Sollozaba e hipaba tanto que no entendí bien lo que me decía, a la vez que me llenaba los hombros de babas. A grandes rasgos, algo así como que era un mal hijo y que no había estado a la altura hasta el final. Yo me volví a meter las manos en los bolsillos, hacía frío, era una buena excusa. Su mujer me dedicó una sonrisita disgustada y vino a despegarlo de mi abrigo. Después me marché porque… ya no tenía nada que hacer ahí… Pero en el aparcamiento una mujer se dirigió a mí llamándome por mi nombre. Era ella, la que me había llamado para avisarme… Me dijo: venga conmigo, vamos a tomarnos algo calentito. Bueno, al mirarla más de cerca uno se daba cuenta enseguida de que esa mujer no era de las que se toman “algo calentito”… De hecho, se pidió un anís…
»Y fue ella quien me contó los últimos años de la vida de Anouk. Todo lo que había hecho por aquella gente, ¡y eso que no habían podido venir todos! ¡No cabían más en el autobús del hijo de Sandy! Bueno, que ni siquiera era su autobús por otro lado…
»No me voy a enrollar, tú la conocías tan bien como yo… Te puedes imaginar a la señora… Tenía algún problemilla de… esto… a la hora de expresarse, pero en un momento dado dijo una cosa muy bonita: “Esta mujer yo lo que digo es que tenía un corazón tan grande como una bolsa de plástico de estas que se cierran con una goma, ésa es mi opinión…”.
Sonrisas.
—«¿De qué murió?», le pregunté. Pero ya no podía hablar. Todo eso la ponía demasiado depre… Y, de pronto, sentí una corriente de aire en la espalda, y ella gritó: «¡Jeannot! ¡Ven a saludar a la señora! ¡Es una amiga de Anouk!».
»Era el de antes, el tipo que lloraba a moco tendido con un pañuelo del tamaño de un trapo de cocina, el de la capa de la Cruz Roja de cuando la Primera Guerra Mundial. Me dedicó una sonrisa torcida, y enseguida comprendí que debía de haber sido su último protegido… Era un tipo que parecía tan imprevisible como Nounou. Igual de bien disfrazado, en todo caso… Encantada, le dije… Se sentó enfrente de mí mientras la señora se iba a la barra a ahogar sus penas. Me daba cuenta de que él también tenía muchas ganas de desahogarse a gusto pero yo estaba cansada. Tenía ganas de marcharme, de estar sola al fin… Entonces fui directa al grano: ¿qué pasó al final? Y fue entonces cuando me enteré, entre el estruendo de la televisión y de las máquinas recreativas, que nuestra hermosa Anouk, que se había pasado la vida entera despreciando a la muerte, al final había terminado por suicidarse.
»¿Por qué? El hombre no lo sabía. Por varias cosas tal vez…
»Dos veces por semana, Anouk trabajaba en el Pan de la Amistad, una tienda de comestibles reservada para los más pobres y que vendía comida por muy poquito dinero. Un día vino una “clienta” con un montón de niños pequeños y no quería comprar carne porque no era halal, ni tampoco plátanos porque tenían manchas negras, ni yogures porque caducaban al día siguiente, y de paso estaba venga a arrearle tortas a uno de los niños, y entonces Anouk, que era siempre tan amable, se puso a gritar.
»Que era normal que los pobres fueran pobres porque eran unos imbéciles. Que ¿a santo de qué venían esas chorradas de halal o no halal cuando tenía unos hijos tan pálidos y ya tan desnutridos? Que si le vuelve a pegar una sola vez, zorra más que zorra, una sola vez, ¿me oye?, la mato. ¡Y que qué era eso de tener un puto móvil todo nuevecito y gastarse diez euros al día en tabaco cuando sus hijos no tenían siquiera calcetines en pleno invierno! ¿Y qué era ese moretón de ahí? ¿Qué edad tenía ese niño? ¿Tres años? ¿Con qué le has pegado, asquerosa, para que tenga una señal así? ¿Eh?
»La mujer se fue, insultándola, y Anouk se quitó el delantal y dijo que se había acabado. Que ya no volvería, que ya no podía más.
»La otra cosa, murmuró Jeannot, era que estábamos a día 15 y su hijo aún no la había invitado por Navidad, entonces no sabía si tenía que quedarse con los regalos para sus nietos o si debía enviarlos por correo. Era una tontería, pero eso la preocupaba mucho… Y luego estaba también esta niña… no me acuerdo de su nombre… a la que Anouk había ayudado mucho en el colegio y todo eso, e incluso le había conseguido unas prácticas en el ayuntamiento, y la niña le había dicho que se había quedado embarazada… Con diecisiete años… Entonces Anouk le dijo que no hacía falta que fuera a verla más si no abortaba y…
»“¿Quiere que le diga de qué murió? Pues murió de desánimo, de eso murió. La encontró Joëlle”, y me señalaba con la barbilla a la señora de “algo calentito”. “En su casa ya no quedaba ná. Ni un solo mueble, ná de ná. Luego me enteré de que se lo había dao todo a la beneficencia. No había más que una butaca y, ya sabe, esa cosa por la que cae agua… ¿Una fuente? No, no, un artilugio de hospital, sí, hombre, eso con un tubito de goma… ¿Un gotero? ¡Eso es! La policía dijo que se había suicidao, y el médico respondió que no, que era más exacto decir que se había tanasiao… Y como Joëlle lloraba, le dijo que no había sufrido, que se había quedao dormida sin más. Así que bueno, por lo menos… algo es algo…”.
»“Pero ¿y usted…? ¿Era un amigo suyo?”.
»“Oh, se podría decir que sí, pero sobre todo era su ayudante, ¿entiende…? La acompañaba a casa de la gente, le llevaba el botiquín, esas cosas…”.
Silencio.
—“Ahora nos va a salir más caro…”.
»“¿El qué?”.
»“Pues ir al médico…”.
Sylvie se levantó. Echó un vistazo al reloj de pared, puso agua a calentar y, con la mirada perdida, prosiguió en voz muy baja:
—En el camino de vuelta, en pleno atasco, recordé una frase que había pronunciado Anouk miles de años antes, un día que nos quejábamos en los vestuarios después de una jornada especialmente dura: «Qué quieres que te diga, bonita… este trabajo nuestro sólo tiene una ventaja: podremos desaparecer sin molestar a nadie…».
Sylvie levantó la cabeza.
—Pues nada, Charles, ahora ya sabes tanto como yo…
Se puso a trajinar de aquí para allá, y Charles comprendió que ya era hora de dejarla sola. No se atrevió a darle un beso.
Ella lo alcanzó en el descansillo.
—¡Espera! Tengo algo para ti…
Y le tendió una caja envuelta con cinta de embalar sobre la que habían escrito su nombre en mayúsculas.
—Fue ese pobre hombre… Me preguntó si conocía a un tal Charles y se sacó esto del abrigo. En casa de Anouk, me dijo, no había más que una bolsa muy grande para su hijo con los regalos de sus nietos, y esto…
Charles se encajó la caja bajo el brazo y echó a andar como un zombi, hacia delante. Recorrió la calle de Belleville, el barrio del Temple, la plaza de la República, la calle de Turbigo, el bulevar de Sebastopol, el barrio de Les Halles, el de Le Châtelet, el Sena, la calle de Saint-Jacques, como guiándose por un radar, y desembocó en Port Royal de pura casualidad, y cuando sintió que ya estaba bien, que el cansancio físico empezaba a imponerse sobre las emociones, sin aflojar el paso sacó sus llaves y utilizó la más fina para romper la cinta de embalar.
Era una caja de zapatos de niño. Se volvió a guardar las llaves en el bolsillo, se chocó contra una columna, se disculpó y levantó la tapa.
El polvo, las polillas o simplemente el tiempo habían hecho su sucia tarea, pero la reconoció de todas maneras: era Mistinguett, la paloma disecada de Nou…
Pero ¿cómo? ¿Qué…?
Sólo pensó en una cosa: llevarse la caja al pecho y abrazarse a ella lo más fuerte posible. Después, nada.
Ya no podía pasarle nada más.
Mejor. De todas maneras, estaba demasiado cansado para seguir así.