—Es usted el de la pintura en la tumba, ¿verdad?
—¿Cómo? Sí, pero qué… ¿con quién hablo?
—Lo sabía. Soy Sylvie, Charles… ¿No te acuerdas de mí? Trabajaba con ella en La Pitié… Estuve en vuestra primera comunión y…
—Sylvie… claro… Sylvie.
—No quiero molestarte, sólo llamaba para…
Se le había puesto la voz ronca.
—… darte las gracias.
Charles cerró los ojos, se pasó la mano por la cara, dejó a un lado su dolor, se tapó la nariz y trató de amordazarse una vez más.
Para. Para ahora mismo. No es nada, la que está emocionada es ella. Son estas pastillas que te descuajeringan por dentro sin aliviarte y esos planos perfectos que ocupan ya demasiado espacio en vuestros archivos. Contente, por Dios bendito.
—¿Sigues ahí?
—Sylvie…
—¿Sí?
—Dequém… —farfulló—, ¿de qué murió?
—…
—¿Oiga?
—¿No te lo ha dicho Alexis?
—No.
—Se suicidó.
—…
—¿Charles?
—¿Dónde vive usted? Me gustaría verla.
—Tutéame, Charles. Antes me tuteabas, ¿sabes…? Y precisamente, tengo algo para…
—¿Ahora puede ser? ¿Esta noche? ¿Cuándo?
A la mañana siguiente a las diez. Le dijo que le repitiera de nuevo su dirección y se volvió a poner a trabajar inmediatamente después.
En estado de shock. Esa expresión se la había enseñado Anouk. Cuando el dolor es tan intenso que el cerebro renuncia, durante un tiempo, a llevar a cabo su tarea de transmisor.
Ese anonadamiento entre el drama y los gritos.
—Entonces ¿es lo que les pasa a los patos del señor Canut cuando les cortan la cabeza y siguen corriendo como locos?
—No —respondía ella, con un gesto de impaciencia—, eso no es más que una broma de pésimo gusto que se ha inventado la gente del campo para asustar a los parisinos. Además es una tontería como una casa… Nosotros no le tenemos miedo a nada, ¿verdad?
¿Dónde se desarrollaba esa conversación? En el coche, seguramente. Era en el coche donde más tonterías decía Anouk…
Como todos los niños éramos espantosamente sádicos y, con el pretexto de repasar nuestras clases de ciencias naturales, siempre buscábamos arrastrarla a la faceta más gore de su profesión. Nos gustaban las llagas, el pus y las amputaciones; las descripciones detalladas de la lepra, el cólera y la rabia; las babas, las crisis de tétanos y los trozos de dedos que se desprendían y se quedaban encajados en las manoplas. ¿Acaso no se daba cuenta de que no era más que un pretexto? Pues claro que sí. Sabía que éramos muy retorcidos y de vez en cuando exageraba y, cuando veía que ya lo sabíamos todo del tema, dejaba caer, como quien no quiere la cosa:
—No, pero… el dolor está bien, ¿sabéis…? Menos mal que existe… El dolor es la supervivencia, niños… ¡Sí, sí! Si no existiera, dejaríamos las manos en el fuego, y si aún conservamos los diez dedos de las manos ¡es porque soltamos un taco cuando fallamos con el martillo y nos damos en el dedo en lugar de en el clavo! Todo esto os lo cuento porque… ¿Y a éste qué le pasa, por qué me da las largas? ¡Adelántame, idiota, adelántame! Esto… ¿por dónde iba?
—Los clavos —suspiró Alexis.
—¡Ah, sí! Todo esto os lo cuento porque lo del bricolaje, la barbacoa, vale, lo habéis pillado… pero, más tarde, ya lo veréis, habrá cosas que os harán daño. Digo «cosas» pero en realidad tendría que decir «personas»… Personas, situaciones, sentimientos y…
En el asiento de atrás, Alexis me hacía gestos para indicarme que Anouk divagaba por completo.
—Si puedo ver a un tipo que me da las largas, puedo verte a ti también, tontorrón. ¡Vamos! ¡Es importante lo que os estoy diciendo! Huid de lo que os haga daño en la vida, tesoros míos. Huid corriendo. Huid lo más rápido posible. ¿Me lo prometéis?
—Vale, vale, que sí… Tú tranquila, haremos como los patos…
—¿Charles?
—¿Sí?
—¿Cómo haces para aguantarlo?
Yo sonreía. Me lo pasaba muy bien con ellos.
—¿Charles?
—¿Sí?
—¿Has entendido lo que he dicho?
—Sí.
—A ver, ¿qué he dicho?
—Que el dolor es bueno porque asegura nuestra supervivencia pero que hay que huir de él aunque ya no tengamos cabeza…
—Mira que eres empollón… —había suspirado mi amigo.
¿Con qué te has destrozado tú, Anouk Le Men?
¿Con un martillo muy grande?