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Pese a lo mucho que ayunó, se abstuvo de beber, se disolvió el hígado a base de comprimidos efervescentes, se dio masajes en las sienes y en los párpados, cerró las persianas y giró la luz de su lamparita, los efectos de esa borrachera memorable no se disiparon.

Vestirse, comer, beber, dormir, hablar, callarse, pensar, todo. Todo le pesaba.

A veces se le venía a la cabeza una palabra muy fea. Tres sílabas. Tres sílabas lo atenazaban y lo… No. Cállate. Sé más listo. Adelgaza un poco más y escabúllete fuera de esta mierda. Tú no. De todas maneras no tienes tiempo. Tira para adelante.

Camina y revienta si es necesario, pero tira para adelante.

Pronto llegaría el verano, los días nunca se le habían antojado tan largos y las enumeraciones que preceden se repitieron, pautadas siempre por la misma letanía de verbos conjugados en pretérito perfecto. (Recordad el uso del pretérito perfecto: aspecto puntual, no se toma en cuenta la duración de la acción, expresa una sucesión de hechos). Supo, pudo, cupo; pidió, concedió, enmudeció; conservó, observó, reservó.

Sostuvo, obtuvo.

Obtuvo, de una clínica, una cita fuera del horario de consulta.

Se desnudó, el médico lo pesó. Le palpó el cuello, el pulso y la grasa. Le preguntó cómo veía y lo que oía. Le rogó que fuera más preciso. ¿Era local, frontal, occipital, cervical, labial, gripal, dental, brutal, marcial, general? ¿Era…?

—Como para darse de cabezazos contra la pared —interrumpió Charles.

Escribió la fecha en una receta soltando un suspiro.

—No veo que tenga nada. ¿Será el estrés, tal vez? —Y, levantando la cabeza, añadió—: Y dígame, ¿está usted angustiado?

Peligro, peligro, parpadeó lo que le quedaba de defensas. Te hemos dicho que tires para adelante.

—No.

—¿Sufre de insomnio?

—Muy de vez en cuando.

—Mire, le voy a recetar unos antiinflamatorios, pero si no mejora de aquí a unas semanas tendré que hacerle un escáner…

Charles no dijo ni mu. Mientras buscaba su talonario simplemente se preguntó si esa máquina sabría ver las mentiras.

Y el cansancio… Y los recuerdos…

La amistad traicionada, las viejas señoritas castradas en los urinarios, los cementerios junto a las vías de tren, la humillante ternura de una mujer a quien no habían sabido dar placer, las palabras cariñosas a cambio de buenas notas o esos millones de toneladas de vigas metálicas que, en algún lugar de la óblast de Moscú, probablemente jamás sostendrían nada.

No, no era angustia lo que tenía. Como mucho, lucidez.

En casa el ambiente era de una agitación absoluta. Laurence preparaba las rebajas (o una nueva semana de desfiles, Charles no se había enterado bien), y Mathilde, su equipaje. La semana siguiente volaba a Escocia, to improve her english, y luego se reuniría con sus primos en la costa del país vasco-francés.

—¿Y qué hay de tu examen?

—Estoy estudiando, estoy estudiando —replicaba, dibujando grandes arabescos en los márgenes de sus libros de texto—. Ahora estoy repasando las figuras de estilo…

—Ya lo veo… El estilo «no doy ni golpe», parece, ¿no?

Estaba previsto que se reunieran con ella a principios de agosto para pasar una semana los tres juntos, antes de llevarla a casa de su padre. Después Charles ya no sabía. Se había hablado de la Toscana, pero Laurence ya no sacaba el tema, y Charles no se había atrevido a volver a poner sobre la mesa Siena y sus cipreses.

La idea de compartir una villa con esas personas que había conocido unas semanas antes durante una cena interminable en el gallinero de caoba de su cuñada no le hacía ninguna ilusión.

—¿Y bien? ¿Qué te han parecido? —le preguntó Laurence en el camino de vuelta.

—Previsibles.

—Cómo no…

Ese «cómo no» traducía mucho hastío, pero ¿qué otra cosa podía decir Charles?

¿Vulgares?

No. No podía… Era demasiado tarde, su cama estaba demasiado lejos y esa discusión era demasiado… no.

¿Quizá debiera haber dicho «precavidos» en lugar de previsibles? Esa gente había hablado mucho de triquiñuelas legales para evitar impuestos… Sí… Quizá… El silencio en el habitáculo habría sido menos violento.

A Charles no le gustaban las vacaciones.

Marcharse una vez más, descolgar las camisas del armario, cerrar maletas, elegir, contar, renunciar a llevarse todos los libros que quería, tragarse kilómetros y kilómetros, tener que vivir en casas alquiladas espantosas o volver a los pasillos de hotel y a esas toallas que olían a lavandería industrial, tomar el sol cual lagarto varios días, decirse, aaaaah, por fin, tratar de creérselo y aburrirse.

A él lo que le gustaba eran las escapadas, los impulsos, las semanas de trabajo interrumpidas de repente; el pretexto de una cita fuera de París para perderse lejos de las autopistas.

Las casas rurales del Cheval blanc donde el talento del chef compensaba los adefesios de la decoración; las capitales del mundo entero, sus estaciones de tren, sus mercados, sus ríos, su historia y su arquitectura; los museos desiertos entre dos reuniones de trabajo; los pueblecitos que no estaban hermanados con ninguno otro; las zanjas hasta donde alcanzaba la vista; y los cafés sin terraza. Verlo todo pero no ser nunca turista. No volver a vestir jamás ese hábito miserable.

La palabra «vacaciones» tenía sentido cuando Mathilde era pequeña y, juntos, ganaban todos los concursos de castillos de arena del mundo entero. Cuántas Babilonias había erigido Charles entre dos mareas… Cuántos Taj Majales para los cangrejitos… Cuántas veces se había quemado la nuca, cuántos comentarios, cuántas conchas y cuántos vidrios pulidos… Cuántas veces había apartado el plato para terminar dibujos en servilletas de papel, cuántos ardides para dormir a la madre sin despertar a la hija y cuántos desayunos indolentes en los que su única preocupación era comérselas a las dos sin dejar migas en su libreta.

Sí, cuántas acuarelas… Y qué bien se diluía todo bajo su mano…

Y qué lejos estaba todo ya…

—Una tal señora Béramiand quiere hablar con usted…

Charles estaba mirando el correo del día. No había salido elegido su proyecto para la sede de la Borgen & Finker en Lausana.

Sintió que una losa se abatía sobre sus hombros.

Dos líneas. Ni motivo ni argumentos. Nada que pudiera justificar esa desgracia. La fórmula de cortesía era más larga que su desprecio.

Dejó la carta sobre la mesa de su secretaria.

—Para archivar.

—¿Saco copias para los demás?

—Si tiene ánimos para hacerlo, Barbara, sólo si tiene ánimos. Yo le confieso que…

Cientos, miles de horas de trabajo acababan de irse a pique. Y, bajo las aguas, quedaban las inversiones, las pérdidas, la tesorería, los bancos, los montajes financieros, las negociaciones futuras, las tasas que habría que volver a calcular y la energía.

La energía que Charles ya no tenía.

Ya se estaba alejando cuando la secretaria añadió:

—¿Y qué hay de esta señora?

—¿Cómo?

—Beram…

—¿Cuál es el motivo de la llamada?

—No me he enterado muy bien… Es algo personal…

Charles ahuyentó esa palabra con un gesto de hastío.

—Lo mismo. Para archivar también.

No bajó a almorzar.

Cuando un trabajo se iba a pique, inmediatamente tenía que nacer uno nuevo; convencimiento postrero de una profesión que había hecho más frágiles todas las demás. Lo que fuera, un proyecto cualquiera. Un templo, un zoo, la propia jaula de uno si a nadie se le ocurría nada mejor, pero una sola idea, un solo trazo, y… todos salvados.

En eso estaba, pues, Charles, enfrascado en la lectura de un listado de requisitos extremadamente complicado, sujetándose las sienes con las palmas de las manos, como si intentara volver a cerrar un cráneo que se agrietaba por todas partes y tomando apuntes con los dientes apretados, cuando su secretaria, de pie en el umbral, carraspeó. (Charles había descolgado el teléfono).

—Es la misma señora de antes…

—¿La Borgen?

—No… Esa llamada personal que le he comentado esta mañana… ¿Qué le digo?

Suspiro.

—Dice que es a propósito de una mujer a la que usted conocía bien…

Por cortesía desesperada, Charles le debía al menos una sonrisa.

—¡Huy! ¡Pues anda que no he conocido yo mujeres ni nada! Dígame: ¿cómo es su voz? ¿Ronca?

Pero Barbara no sonrió.

—Una tal Anouk, creo…