7

—¿Qué horas son éstas? —le espetó ella, con una mano en jarras.

Charles hizo ademán de empujarla contra la pared y se dirigió a la cocina.

—Pero ¿de qué vas? Qué morro tienes… ¿Por qué no has llamado? Podría haber tenido compañía, mira tú por dónde…

Vio la mueca en su cara y se echó a reír.

—Sí, vale… he dicho que «podría haber tenido», ¿vale? Podría haber tenido…

Le dio un beso.

—Venga, haz como si estuvieras en tu casa —añadió—, de hecho, es tu casa… Welcome home, cariño, ¿qué te trae por aquí? ¿Vienes a subirme el alqui…? Oh, oh —dijo—, a ti te pasa algo… ¿Otra vez te están fastidiando los rusos?

Charles no sabía por dónde empezar, ni siquiera si tendría el valor de encontrar las palabras adecuadas, de modo que optó por lo más sencillo:

—Tengo frío, tengo hambre y quiero amor.

—Jooooder… ¡Pues la cosa está chunga, pero que muy chunga! Anda… ven conmigo.

—Puedo hacerte una tortilla con huevos que ya no están frescos y con mantequilla caducada, ¿te parece bien?

Lo miró comer, abrió una cerveza para los dos, se despegó el parche de nicotina y le robó un cigarrillo.

Charles apartó su plato y se la quedó mirando en silencio.

Ella se levantó, encendió la lamparita de debajo de la campana extractora, apagó las demás luces, volvió y colocó el taburete de tal manera que pudiera apoyar la espalda contra la pared.

—¿Por dónde empezamos? —murmuró.

Charles cerró los ojos.

—No lo sé.

—Claro que sabes… Tú siempre lo sabes todo…

—No. Ya no…

—Oye…

—¿Qué?

—¿Sabes de qué ha muerto?

—No.

—¿No has llamado a Alexis?

—Sí, pero se me olvidó preguntárselo…

—¿En serio?

—Me tocó las narices y colgué.

—Ya veo… ¿Algo de postre?

—No.

—Qué bien porque no tengo… ¿Quieres…?

—Laurence me engaña —la interrumpió.

—No será la primera vez —se rió ella—. Huy, perdón…

—¿Tanto se notaba?

—No, hombre, no, era una broma… ¿Quieres un café?

—O sea, que se notaba mucho…

—También tengo una infusión «vientre plano», si prefieres…

—¿Soy yo quien ha cambiado, Claire?

—O «noches tranquilas»… Ésa también está bien, noches tranquilas… Relaja… ¿Qué decías?

—Ya no puedo más. Ya no puedo más.

—Eh… ¿no estarás incubando la crisis de los cincuenta? La midlife crisis, como la llaman…

—¿Tú crees?

—Tiene toda la pinta…

—Qué horror. Me habría gustado ser más original… Me parece que me decepciono un poco a mí mismo —consiguió bromear Charles.

—¿No será tan grave, no?

—¿Envejecer?

—No, lo de Laurence… Para ella es como ir a un balneario… Es… no sé… Para ella es como exfoliarse el cutis… Esos pequeños retoques que se da como quien no quiere la cosa seguro que son menos peligrosos que el Botox…

—…

—Y además…

—¿Qué?

—Siempre estás fuera. Trabajas como un poseso, siempre estás preocupado, no sé, ponte un poquito en su lugar, tú también…

—Tienes razón.

—¡Pues claro que tengo razón! ¿Y sabes por qué? Porque soy igual que tú. Utilizo mi trabajo para no tener que pensar. Cuantos más casos horribles tengo, más contenta estoy. Genial, me digo, mira cuántas horas salvadas y… ¿y sabes para qué trabajo yo?

—¿Para qué?

—Para olvidar que mi mantequillera apesta…

—…

—¿Cómo quieres que la gente nos sea fiel? Fieles ¿a qué, a quién? Fieles ¿cómo? Pero… a ti te gusta tu trabajo, ¿no?

—Ya no lo sé.

—Sí, sí que te gusta. Y te prohíbo que te pongas en plan tiquismiquis con tu trabajo. Es un privilegio que nos cuesta ya bastante caro… Y además tienes a Mathilde…

Tenía a Mathilde.

Silencio.

—Para —dijo Claire, irritada—, no puedes reducir a esa niña a un bien ganancial… Y además, no te has ido de casa…

—…

—¿Te has ido de casa?

—No lo sé.

—No. No lo hagas.

—¿Por qué?

—Vivir solo es demasiado duro.

—Pues tú bien que lo consigues…

Claire se levantó, abrió todos los armarios de la cocina y la puerta de la nevera: todo estaba vacío; luego lo miró a los ojos.

—¿A esto lo llamas tú vivir?

Le tendió una taza.

—No tengo ningún derecho sobre ella, ¿verdad? En lo que a la ley se refiere, digo…

—Por supuesto que sí. La ley ha cambiado. Puedes recopilar datos, proporcionar testimonios y… Pero no lo necesitas y lo sabes muy bien…

—¿Por qué?

—Porque te quiere, tonto… Bueno —dijo, estirándose—, no te lo vas a creer, pero tengo trabajo…

—¿Puedo quedarme aquí?

—Todo el tiempo que quieras… Sigo teniendo el mismo sofá-cama de antes de la guerra, seguro que te trae recuerdos…

Claire quitó de en medio sus montañas de desorden y le dio un juego de sábanas limpias.

Como en los viejos tiempos, se turnaron para utilizar el minúsculo cuarto de baño y compartieron el mismo cepillo de dientes pero… sin la alegría de antes.

Habían pasado tantos años, y las únicas promesas importantes que se habían hecho no las habían cumplido. La única diferencia era que tanto uno como otro pagaban ahora diez o cien veces más impuestos.

Charles se tumbó compadeciéndose de su pobre espalda y volvió a oír aquel ruido que tantas veces había pautado sus noches en vela cuando aún era estudiante: el del metro en superficie.

No pudo evitar sonreír.

—¿Charles?

Su silueta apareció como una sombra chinesca.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—No hace falta. Claro que me marcharé de aquí. No te preocupes…

—No… no es eso…

—Pues entonces dime…

—¿Anouk y tú?

—Sí… —contestó, cambiando de postura.

—Os… No. Nada.

—Nos ¿qué?

—…

—¿Quieres saber si nos acostamos alguna vez?

—No. Bueno… no es eso lo que quería saber. Mi pregunta era menos… más sentimental, me parece…

—…

—Perdóname.

Claire se había dado la vuelta.

—Buenas noches —añadió.

—¿Claire?

—No he dicho nada. Duérmete.

Y, en la oscuridad, esta confesión:

—No.

Claire sostuvo el picaporte y apoyó la mano bien estirada sobre la puerta para cerrarla con la mayor discreción posible.

Pero después de que la línea 6 pasara por última vez con gran estruendo, se produje este reajuste:

—Sí.

Y mucho más tarde todavía, Charles se rindió por fin:

—No.

«Vestido blanco, pelo recogido, la misma sonrisa exactamente que en la primera foto, bajo el cer…».

Vestido blanco. Pelo recogido. La misma sonrisa exactamente.

Un fiestón. Aquella noche celebraron muchas cosas: los treinta y cinco años de matrimonio de Mado y Henri, que Claire había terminado primero de Derecho, el compromiso de Edith y el concurso de Charles.

¿Cuál de ellos? Ya no se acordaba. Uno de tantos… Y, por primera vez, había llevado a una «amiga» a casa de sus padres. ¿Cuál de ellas? Podía tratar de acordarse, pero no le importaba un pimiento. Una chica parecida a él… Seria, de buena familia, con la cabeza bien amueblada y los tobillos algo gruesos… Una chica de primero a la que seguramente le habría hecho alguna novatada…

Vamos, Charles… Nos tenías acostumbrados a un poquito más de elegancia… Danos un nombre por lo menos…

Laure, creo… Sí, eso es, Laure… Una chica con flequillo, bastante seria, que siempre reclamaba oscuridad y que le daba corriente después de hacer el amor… Laure Dippel…

Charles la cogía por la cintura, hablaba muy fuerte, levantaba su copa, decía tonterías, llevaba meses sin ver la luz del día, soltaba el estrés acumulado y pisoteaba su corona de laureles bailando de cualquier manera.

Estaba ya bastante pedo cuando Anouk hizo su aparición.

—¿No nos presentas? —dijo sonriendo y echando un rápido vistazo al escote de Laure.

Charles obedeció y aprovechó para despegarse un poco de la chica.

—¿Quién es? —preguntó la empolloncita seria bajo la mirada insistente de Anouk.

—La vecina…

—¿Y por qué tiene el pelo mojado?

(Ése era exactamente el tipo de preguntas que esta chica hacía continuamente).

—¿Por qué? ¡Y yo qué sé! ¡Porque acabará de ducharse, supongo!

—¿Y por qué se presenta en la fiesta justo ahora?

(Ya lo veis… A estas alturas ya debe de tener dos columnas enteras en el Who’s Who…).

—Porque estaba trabajando.

—¿En qu…?

—Enfermera —la cortó Charles—, es enfermera. Y si quieres saber en qué hospital y en qué servicio, sus años de antigüedad en el puesto, sus medidas de cadera y en cuánto se le quedará la pensión de jubilación, se lo tendrás que preguntar tú misma.

Laure hizo una mueca, y Charles se alejó.

—Y bien, jovencito, ¿dispuesto a sacrificarse para que baile la tercera edad? —oyó a su espalda mientras trataba de recuperar su mechero del fondo de la olla del ponche.

Su sonrisa se dio la vuelta antes que él.

—Deje su bastón, abuela. Soy todo suyo.

Vestido blanco, divertida, guapa y cinética a más no poder.

Es decir, que tiene el movimiento como origen.

Bailaba como una loca en brazos de su laureado. Había tenido un día difícil, había luchado contra infecciones oportunistas y había perdido la batalla. Últimamente siempre perdía. Quería bailar.

Bailar y tocarlo, a él, a Charles, con sus millones de glóbulos blancos y su sistema inmune tan eficaz. A él, tan púdico, que se cuidaba muy mucho de no acercarse a su vestido y a quien ella atraía hacia sí riendo. Qué más da, Charles, a la mierda con todo. Le exigía que la mirara. Estamos vivos, ¿comprendes? Vi-vos.

Y Charles se dejaba llevar bajo la mirada estupefacta de su novia. Pero, razonable como era, por desgracia tan razonable, terminó por soltarle el brazo y le devolvió su energía proporcional a su masa antes de ir a tomar el fresco bajo las estrellas.

—Jo, pues sí que es fogosa la vecina…

Cállate, hostia.

—O sea, no está mal para su edad…

Cabrona.

—Me tengo que ir.

—¿Ya, tan pronto? —se esforzó por decir Charles.

—Sabes que el lunes tengo un examen oral —suspiró la novieta.

Se le había olvidado.

—¿Te vienes conmigo?

—No.

—¿Cómo dices?

Bueno, ahorrémonos el resto de este latazo de conversación. Al final Charles le llamó a un taxi y ella se marchó a repasar lo que probablemente ya se sabía de memoria.

Cuando volvió a casa tras darle un beso fugaz y muchos ánimos para su examen, crujió la grava bajo las lilas.

—Bueno, ¿qué, estás enamorado?

Charles iba a responder que no pero confesó lo contrario.

—¿Ah, sí? Qué bien…

—…

—Y… ¿cuánto hace que la conoces?

Charles levantó la cabeza, la miró, le sonrió y bajó la mirada.

—Sí.

Y se marchó hacia el jaleo de la fiesta.

Mucho rato…

Se despendoló, la buscó a veces con la mirada, no la vio, bebió, se olvidó de todo y se olvidó de ella.

Pero cuando sus hermanas pidieron silencio, cuando cesó la música y se apagaron las luces, cuando trajeron una enorme tarta, y su madre juntó las manos en un gesto de emoción, y su padre se sacó del bolsillo un discurso entre los shhh, los oh, los ah, y los shhhh otra vez, una mano cogió la suya y se lo llevó lejos de todos.

Charles la siguió, subió los escalones detrás de ella y aprovechó para sacar un poco de valor de las palabras que le llegaban del discurso de su padre, «tantos años… queridos hijos… dificultades… confianza… apoyados… siempre…»; entonces ella abrió una puerta al azar y se dio la vuelta.

No se movieron de ahí, permanecieron de pie en la oscuridad, y todo lo que supo Charles de la vida de Anouk en ese momento de la suya propia fue que ya no tenía el pelo mojado.

Ella lo apretaba con tanta fuerza contra la puerta que el picaporte se le clavó en los riñones. Pero no tuvo la presencia de ánimo de notar dolor pues Anouk ya lo estaba besando.

Y, después de buscarse durante tanto tiempo, cayeron el uno en brazos del otro.

Se comían la cara, se devoraban mutuamente y…

Nunca habían estado tan lejos el uno del otro…

Charles luchaba con las horquillas de su moño mientras ella hacía lo propio con su cinturón, él le apartaba el pelo de la cara, y ella, la tela del pantalón, él trataba de mantener su rostro levantado mientras ella se empeñaba en bajarlo, él buscaba las palabras adecuadas, palabras que había repetido miles de veces y que habían evolucionado con él, mientras ella le suplicaba que se callara, él la obligaba a mirarlo mientras ella se hacía a un lado para morderle la oreja, él se hundía en su cuello mientras ella lo mutilaba hasta hacerle sangre, él no había empezado aún a tocarla cuando ella ya había enroscado su cuerpo alrededor de la pierna de él y se arqueaba, gimiendo.

Él tenía entre las manos al amor de su vida, el embrujo de su infancia, la más hermosa de todas las mujeres, la obsesión de tantas noches y la razón de tantas medallas, mientras que ella… ella tenía entre las manos algo muy distinto…

El sabor de la sangre, el peso del alcohol, el olor de su sudor, el roce de sus gemidos, ese dolor en la espalda, su violencia, sus órdenes, sus uñas, nada de todo aquello mermó su fine amor. Era más fuerte que ella, logró inmovilizarla, y Anouk no tuvo más remedio que oírle murmurar su nombre. Pero pasaron a lo lejos unos faros, y él vio su sonrisa.

Entonces Charles renunció. Le devolvió los brazos, las pulseras torcidas, dobló las rodillas y cerró los ojos.

Ella lo tocó, lo acarició, se tumbó sobre él, deslizó los dedos dentro de su boca, le lamió los párpados, le susurró al oído palabras inaudibles, tiró de su mandíbula para que gritara, obligándolo a callarse, tomó su mano, escupió en ella y la guió, ondulando, retorciéndose, arrastrándolo, rompiéndolo casi…

Y maldito él. Maldito el que era. Malditos los sentimientos. Maldita. Maldito ese fraude… La apartó de él.

No era eso lo que quería.

Y, sin embargo, había soñado con todo aquello. Los peores excesos, las fantasías más increíbles, la ropa arrancada, su dolor, su placer, sus súplicas, la saliva de ambos, el semen y los besos, el… todo. Lo había imaginado todo, pero no eso. La amaba demasiado.

Demasiado bien, demasiado mal, demasiado de cualquier manera seguramente, pero demasiado en todo caso.

—No puedo —gimió él—. Así no…

Ella se puso rígida y se quedó un momento desconcertada, antes de dejarse caer hacia delante, apoyando la frente contra su pecho.

—Perdón —siguió diciendo él—, perd…

Ella se retorció una última vez para ponerse bien el vestido. Lo vistió a él en silencio, le abrochó el cinturón, le alisó la camisa, sonrió al ver el número de ojales sin botón y, con su piel suave y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, volvió junto a él y se dejó abrazar por fin.

Perdón. Perdón. Charles no supo decir más que eso. Sin saber de hecho si se dirigía a ella o a él mismo.

A su alma o a su entrepierna.

Perdón.

La abrazaba con fuerza, respiraba su nuca, le acariciaba el pelo, recuperaba veinte años y diez minutos perdidos. Oía el latido de su corazón, contenía ese desastre mientras los aplausos se colaban desde abajo entre los listones del parqué, y buscaba… otras palabras.

Otras palabras.

—Perdón.

—No… la culpa es mía —dijo una vocecita que…—. Yo… —se quebró—. Creía que habías crecido…

Lo llamaban a gritos por su nombre. Lo buscaban en el jardín. ¡Charles! ¡La foto!

—Ve. Ve con ellos. Déjame. Yo bajaré más tarde.

—Anouk…

—Déjame, te digo.

Sí que he crecido, quiso contestar, pero el tono de su última réplica lo disuadió de ello. Entonces obedeció y se fue a posar para la foto, entre sus hermanas y sus padres, como el niño bueno que era.

Claire acababa de apagar la luz.

Y después abortó.

Y Alexis siguió destrozándose.

Pero tocaba como un dios, decían…

Charles se marchó. Primero a Portugal y luego a Estados Unidos.

Dejó el Massachussets Institute of Technology con una bonita medalla, el vocabulario suficiente para traducir canciones de amor y una novia australiana.

La perdió en el camino de vuelta.

Sufrió por ello. Mucho. Trabajó para otros. Terminó por sacarse su último diploma. Se inscribió en la Orden Regional de Arquitectos. Clavó su placa en la puerta del estudio. Ganó, por motivos nada claros, un concurso que lo superaba con mucho. Trabajó como un loco. Terminó por aprender, a costa suya muy a menudo, que «la responsabilidad del arquitecto autónomo es ilimitada y que tiene que estar asegurado en todo lo que diga, haga y escriba». Exigió pues un acuse de recibo cada vez que le sacaba punta al lápiz. Se asoció con un joven que tenía mucho más talento que él pero era menos ingenioso. Le dejó la gloria, el relumbrón y las entrevistas; él se quedó la parte de sombra, sintió un gran alivio por ello, se encargó de lo más ingrato y permitió así que todo lo que precede se mantuviera en pie.

Volvió a ver a Anouk. Compartió con ella almuerzos de buen rollo en los que sólo hablaban de su infancia. La seguía encontrando igual de guapa, pero ya no dejaba que se diera cuenta. Enterró a su abuela. Se enfadó definitivamente con Alexis. En aquellos años perdió bastante pelo y adquirió, bajo esa frente tan ancha, una suerte de reputación. Una etiqueta de calidad, una garantía de producto, como dirían los ganaderos. La cogió de la mano una última vez. Ya no tuvo el valor de ver cómo se hundía. Canceló un almuerzo, demasiado trabajo, y otro más. Y otro.

Lo canceló todo.

Dibujó muchos planos, compró el local, tuvo aventuras, renunció a los bares de jazz que siempre lo entristecían un poco y conoció, entre sus «pequeños» proyectos sin factura, a un hombre empeñado en llenar su casa de mármol que tenía una mujer muy guapa.

Construyó una casa de muñecas.

Y a ella se mudó.

Terminó por quedarse dormido a ras del suelo, en un sofá-cama hecho polvo, entre paredes que habían sido testigo de todo aquello.

Es decir, de poca cosa.

Había vuelto a la casilla de salida, había perdido a una y a otra, quizá incluso a la tercera, y pocas horas después le dolería muchísimo la espalda.